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Daniel Guerrero | Vida extraterrestre

Mirar a las estrellas y preguntarse si esa inmensidad solo alberga vida en la Tierra, ha sido una cuestión que siempre ha despertado la inquietud del ser humano. Máxime si, gracias a la ciencia y la astronomía, tenemos la certeza de que nuestro Sol es únicamente una estrella más del universo, perdida en un rincón de una de las miles de millones de galaxias que giran en la vastedad del espacio. La respuesta al interrogante solo conduce a dos alternativas que dejaron a Arthur C. Clarke aun más inquieto: “Solo hay dos posibilidades, que estemos solos o no. Y no sé cuál de las dos es más aterradora”.


Por lógica estadística (que solo un 1 por ciento de las galaxias contenga estrellas parecidas a nuestro Sol, que solo 1 por ciento de esos soles disponga de planetas girando a su alrededor y que solo un 1 por ciento de esos planetas reúna condiciones aptas para la vida, como la Tierra), es razonable admitir la probabilidad de vida extraterrestre, pero también la casi imposibilidad de encontrarla y de contactar con ella, al menos como la imaginamos o deseamos: con un grado de inteligencia y de avance tecnológico muy superior al nuestro que le permita viajar por el cosmos como nosotros por el planeta.

Puestos a elucubrar, incluso se han desarrollado fórmulas matemáticas para determinar el número de civilizaciones inteligentes que podría haber en nuestra galaxia. La más conocida es la elaborada, en 1961, por Frank Drake, un astrónomo de Chicago (EE UU) e infatigable rastreador de vida extraterrestre.

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En la ecuación, el resultado depende de variables como el índice de formación de galaxias, el tanto por ciento del desarrollo de sistemas solares, el porcentaje de planetas situados en zona habitable, la fracción de ellos donde la vida ha emergido, la parte proporcional en los que esa vida ha alcanzado niveles de inteligencia, otro porcentaje de la inteligencia que ha desarrollado la tecnología de comunicaciones y la ha utilizado para intentar contactar con otros mundos y, por fin, un factor que cuantifica la pervivencia de esas civilizaciones.

El resultado obtenido de la Ecuación de Drake, según cálculos de su propio autor, es del orden de 10.000 civilizaciones tecnológicamente activas en la Vía Láctea. Pero adjudicando valores menos optimistas a esos parámetros, otros científicos obtienen un resultado drásticamente más bajo, del orden de 12 órdenes de magnitud del cálculo canónico: 0,00000001. Es decir, una civilización cada 100 millones de años. Ya en su día, la fórmula fue descrita como "una elegante manera de empaquetar la ignorancia".

Aunque racionalmente se asuma que es prácticamente imposible contactar con vida extraterrestre, no dejamos de abrigar la improbable esperanza de tropezar con ella en algún momento, puesto que sabemos que el universo está constituido por miríadas de galaxias que contienen millones de estrellas en las que se están produciendo reacciones nucleares, las cuales van formando los elementos que actualmente conocemos: los de la tabla periódica. Y sabemos también, por propia experiencia, que partiendo de los elementos más simples de la química inorgánica es posible evolucionar hacia estructuras más complejas que dan soporte a lo que consideramos vida.

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En virtud de un proceso de creciente complejidad, a partir de átomos de hidrógeno se forman moléculas y partículas más pesadas que conforman los elementos fundamentales de la vida, tal como la conocemos. Es un proceso que, por supuesto, lleva su tiempo…, muchísimo tiempo, y unas condiciones muy determinadas. Pero en un universo que lleva extendiéndose más de 13.000 millones de años, es posible que la vida, como en la Tierra, pudiera tener un comienzo semejante en cualquier otro lugar.

Animados por esa tenue esperanza, aun reconociendo que el desarrollo de la vida en nuestro planeta es fruto de un cúmulo de circunstancias –independientes unas de otras, pero encadenadas en un azar afortunado–, es por lo que no deja de buscarse esa vida extraterrestre, con mensajes de radio (el mensaje de Arecibo) u objetos (como las placas instaladas en las sondas Pioneer y Voyager). También se permanece en constante escucha por si se recibe alguna respuesta ((el programa SETI). Un esfuerzo, hasta la fecha, baldío.

Porque, aunque la evolución química del universo es imparable y su vastedad garantice una casuística favorable (como la de la Tierra), la magnitud de esa vastedad y sus distancias, mensurables en años-luz, obstaculizan cualquier contacto o coincidencia temporal con una supuesta civilización extraterrestre. Un ejemplo de esta dificultad lo brinda el descubrimiento, por parte del telescopio espacial Kepler, de una estrella similar al Sol con seis planetas orbitándolo, situada a 2.000 años-luz. Cualquier mensaje enviado o recibido desde ese lugar tardaría 2.000 años. ¿Qué civilización puede perdurar 4.000 años esperando una respuesta?

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Pero tanta es la obsesión, nacida de la orfandad de considerar a la humanidad la única materia viva autoconsciente del universo, que hemos poblado de criaturas, gracias a la literatura y el cine, ese vacío casi infinito. Gracias a Julio Verne o Isaac Asimov y H. G. Wells o George Lucas, entre muchos otros, son tantos los alienígenas imaginados que podrían catalogarse, atendiendo a los estereotipos más populares, en hombrecitos verdes (pequeño tamaño y cabeza gorda); gigantes (de unos tres metros); angelicales nórdicos (largos cabellos rubios, de gran belleza física y elevada espiritualidad); bichos (con formas de reptil o insectos, malísimos como Aliens); cefalopoides (con formas del pulpo o combinando alguna característica antropomórfica); virus o esporas (formas microscópicas que se manifiestan cuando poseen a los humanos) y otros (mineraloides, gelatinosos, etc.). En resumidas cuentas, hemos imaginado al extraterrestre a nuestra imagen y semejanza, dotándolo de nuestros prejuicios, bondades e instintos.

Y es que vida extraterrestre, si existe, es dificilísimo de encontrar, tanto como buscar una aguja en un pajar. Nuestro conocimiento parcial del fenómeno de la vida se limita al único ejemplo que tenemos de ella, el de la Tierra, lo que nos hace buscar un albergue planetario semejante al nuestro en un universo hiperpoblado de soles y planetas. Y suponiendo que exista, no sabemos adónde mirar en un espacio con mil millones de galaxias que contienen, cada una de ellas, cien mil millones de estrellas, lo que arroja un resultado de 100 trillones de estrellas que podrían tener sistemas planetarios formados a lo largo de lo que, para nosotros, es la eternidad.

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Tal es el objetivo de la astrofísica que, aunque se centre en rastrear estrellas tipo Sol, ni muy frías ni muy calientes, y con la tecnología a nuestro alcance, es solo cuestión de tiempo, tal vez miles de años, poder detectar signos de vida extraterrestre.

De esta espectacular aventura, no apta para impacientes, nos habla el libro Extraterrestres, de los científicos Javier Gómez-Elvira y Daniel Martín Mayorga (editado por el CSIC en 2013), que aborda el fenómeno de la vida como una consecuencia necesaria de la evolución química del universo, explicando cuestiones tan seminales como qué es la vida, cómo surgió en nuestro planeta, si hay o ha habido vida en otros lugares del cosmos, los retos de la exploración espacial y los intentos de tomar contacto con inteligencias exteriores. Un libro que nos hace soñar con los pies en la tierra y plantearnos aquella pregunta que inquietaba a Arthur C. Clarke, dejándonos con una terrible duda por respuesta.

Claro que, como muchos de los impacientes, también podríamos recurrir a la teoría de que los extraterrestres ya nos visitan de antiguo con sus fabulosas naves o platillos volantes, capaces de salvar las inabordables distancias espacio-temporales que nos separan de sus mundos. O creer, incluso, que están camuflados entre nosotros, a pesar de que no hayamos oído hablar en klingon o vulcano a nadie. Siempre ha habido religiones que ofrecen cumplida respuesta a cualquier misterio.


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