Cuando abrió los ojos, el gato continuaba a sus pies. Era agradable el calor desprendido por el animal en la noche fría. El trabajo se acumulaba en la mesa del despacho, pero no tenía intención de apartar al animal. Era un pacto no escrito con el felino: no molestar mientras se duerme.
El ronroneo matutino era mejor que la radio para desconectar de las tensiones, que aguardaban como lobos hambrientos tras la puerta del dormitorio. Con una habilidad propia de un artista del Cirque du Soleil, logró salir de la cama sin despertar al minino. El tratado de paz no se había roto. La cafetera comenzó a hacer su trabajo a las siete de la mañana, como de costumbre.
No pareciera que nada fuera a romper la monotonía de aquella jornada, según los titulares de la prensa. Al menos en unas horas sería fin de semana y las posibilidades de esparcimiento y de desconexión mental se multiplicaban. Si el invierno ganaba terreno, Netflix ganaba la partida a sus cafés de los viernes por la tarde y buen libro en el bar de la esquina.
Las noches de los sábados eran para la timba. No era buen jugador, pero tampoco un manta. Un termino medio. No era Paul Newman en la escena del tren en El Golpe. Pero tampoco pretendía serlo. Con no perder la camisa, era más que suficiente.
Antes de la timba, después de comer, los minutos y las horas son para los museos. Más en estos tiempos de privatización agresiva mal disimulada. Hay que acudir a ellos antes de que a algún genio del gremio de los representantes públicos se le ocurra que pueden sacar crédito del Patrimonio. "Las Meninas son de todos, cojines". Esto pensaba de manera cursi, por aquello de no ser un maleducado, mientras iba rumbo al cuarto de baño.
La ducha matutina abrió los poros y limpió los excesos de la cerveza de la noche anterior. Anduvo las calles, tras un desayuno típicamente andaluz, para finalizar en su parque favorito. Efectivamente, el viento helado de enero hacia presencia. No estaba solo: las gotas de rocío bailaban un vals sobre las lunas de los coches mal aparcados. Además, una ligera capa de nieve comenzaba a disfrazar la acera.
Se sentó en el primer banco que entraba dentro de su campo de visión y recapituló sobre la gran cuestión: cuándo haría la compra de San Valentín. No quería recibir otra corbata ni otro bote de colonia. Así que él desechaba esas opciones para su pareja.
Los libros son la opción más viable. Poner el granito de arena en fomentar el hábito lector es de lo más satisfactorio. Es más necesario que nunca. No se encuentra en rebajas, ni en Amazon, ni en Black Friday. Tampoco en el bazar chino de la esquina. Olvídate de encontrarlo en El Corte Inglés.
Desde su punto de vista, fomentar la lectura era un seguro de vida. Para él. Para todos. Menos para el gato. Aunque el animal sentía una extraña predilección por todo aquello relacionado con la palabra escrita. No era lector, pero tenía más educación para tumbarse sobre sus libros que muchos malos amigos que no los devuelven.
El Código Penal ignora este delito gravísimo. Pero los jueces no están para estas cosas en la actualidad. No es un juico que acumule titulares ni aúpe carreras. Con una misión clara en la cabeza, puso rumbo a su librería de referencia. Le pillaba de paso de la tienda de animales. El gato también tenía derecho a regalo en San Valentín.
El ronroneo matutino era mejor que la radio para desconectar de las tensiones, que aguardaban como lobos hambrientos tras la puerta del dormitorio. Con una habilidad propia de un artista del Cirque du Soleil, logró salir de la cama sin despertar al minino. El tratado de paz no se había roto. La cafetera comenzó a hacer su trabajo a las siete de la mañana, como de costumbre.
No pareciera que nada fuera a romper la monotonía de aquella jornada, según los titulares de la prensa. Al menos en unas horas sería fin de semana y las posibilidades de esparcimiento y de desconexión mental se multiplicaban. Si el invierno ganaba terreno, Netflix ganaba la partida a sus cafés de los viernes por la tarde y buen libro en el bar de la esquina.
Las noches de los sábados eran para la timba. No era buen jugador, pero tampoco un manta. Un termino medio. No era Paul Newman en la escena del tren en El Golpe. Pero tampoco pretendía serlo. Con no perder la camisa, era más que suficiente.
Antes de la timba, después de comer, los minutos y las horas son para los museos. Más en estos tiempos de privatización agresiva mal disimulada. Hay que acudir a ellos antes de que a algún genio del gremio de los representantes públicos se le ocurra que pueden sacar crédito del Patrimonio. "Las Meninas son de todos, cojines". Esto pensaba de manera cursi, por aquello de no ser un maleducado, mientras iba rumbo al cuarto de baño.
La ducha matutina abrió los poros y limpió los excesos de la cerveza de la noche anterior. Anduvo las calles, tras un desayuno típicamente andaluz, para finalizar en su parque favorito. Efectivamente, el viento helado de enero hacia presencia. No estaba solo: las gotas de rocío bailaban un vals sobre las lunas de los coches mal aparcados. Además, una ligera capa de nieve comenzaba a disfrazar la acera.
Se sentó en el primer banco que entraba dentro de su campo de visión y recapituló sobre la gran cuestión: cuándo haría la compra de San Valentín. No quería recibir otra corbata ni otro bote de colonia. Así que él desechaba esas opciones para su pareja.
Los libros son la opción más viable. Poner el granito de arena en fomentar el hábito lector es de lo más satisfactorio. Es más necesario que nunca. No se encuentra en rebajas, ni en Amazon, ni en Black Friday. Tampoco en el bazar chino de la esquina. Olvídate de encontrarlo en El Corte Inglés.
Desde su punto de vista, fomentar la lectura era un seguro de vida. Para él. Para todos. Menos para el gato. Aunque el animal sentía una extraña predilección por todo aquello relacionado con la palabra escrita. No era lector, pero tenía más educación para tumbarse sobre sus libros que muchos malos amigos que no los devuelven.
El Código Penal ignora este delito gravísimo. Pero los jueces no están para estas cosas en la actualidad. No es un juico que acumule titulares ni aúpe carreras. Con una misión clara en la cabeza, puso rumbo a su librería de referencia. Le pillaba de paso de la tienda de animales. El gato también tenía derecho a regalo en San Valentín.
CARLOS SERRANO MARTÍN
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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