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Aureliano Sáinz | Nombres, apodos y motes

Todos nacemos con un nombre. Un nombre que, obviamente, no hemos elegido y que no se nos ha consultado sobre si nos gustaba, si nos parecía bien o si había otro que hubiésemos preferido. Cuando todavía no hemos asomado a este insólito mundo, padres y madres se devanan los sesos para decidir cómo se va a llamar la criatura. Esto sucede en la actualidad, dado que tiempo atrás no había casi ningún problema en la elección, ya que sería el nombre del padre, de la madre o de alguno de los abuelos o familiar.


Por entonces, los había para todos los gustos, pues tenía que ser del amplísimo santoral cristiano (algunos, por cierto, nos libramos y nos cayó uno de origen romano), en el que los hay tan raros que uno se pregunta si ese nombre es de verdad o se está de broma.

Pero los tiempos cambian, de modo que ahora los padres tienen toda la libertad del mundo de ponerle el nombre que les parezca a su retoño. Así pues, cada vez que leo la lista de clase o veo la relación de los críos que realizan los dibujos, compruebo que hay casos en los que los progenitores han desplegado mucha imaginación para llegar a ese apelativo.

No se me puede olvidar el de un niño que se llamaba Iloveny. “¿Iloveny?”, le pregunté asombrado a la alumna que me mostraba el dibujo del chiquillo que tenía que llevar toda su vida la ocurrencia de la madre. Tan asombrado estaba del origen de ese extraño nombre que tiempo atrás escribí un artículo que lo titulé “Iloveny” o el triunfo de la publicidad, y que puede consultarse por si alguien tiene la curiosidad de saber cómo se gestó.

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Heredamos también los apellidos, y, en determinados casos, el apodo o el mote que tiene la familia, especialmente si se ha nacido en un pueblo. Y es que los apodos eran, o son, una manera de identificar fácilmente a cualquiera de esa familia. En algunos casos son aceptados, dado que suelen referirse al trabajo que realiza el padre o el abuelo; pero hay motes con alta dosis peyorativa o de burla, que maldita gracia le hace al que le ha caído en suerte.

Sorprendentemente, hay casos, como el que ahora voy a contar, cuyos destinatarios terminan asumiendo el apodo, de modo que públicamente se le conoce por ese mote. Es, por ejemplo, el de José Saramago, que recientemente he conocido por la lectura de su obra Cuadernos de Lanzarote (1993-1995), ya que en los inicios del libro nos comenta que Saramago era el apodo que recibía la familia de su padre en el pueblo de Azinhaga, y que le detestaba oír. Para ser breve, extraigo algunos de los párrafos de este gran escritor portugués con el fin de que conozcamos la rocambolesca historia de su apellido.

He contado ya cómo y por qué me llamo Saramago: que Saramago no era el apellido de la familia, sino solo el apodo; que yendo mi padre a declarar en el registro civil el nacimiento de su hijo, sucedió que el empleado (que se llamaba Silvino) estaba borracho; que por su propia iniciativa, y sin que mi padre se diese cuenta del fraude, añadió Saramago al simple nombre que yo debía llevar, que era José de Sousa; que, de esta manera, gracias al destino de los hados, se preparó el nombre con el que firmo mis libros”.

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Con gran sentido del humor, Saramago apunta que, a pesar de todo, tuvo la dicha de que precisamente fuera ese nombre el que le cayera. “Suerte la mía, y gran suerte, fue la de no haber nacido en cualquiera de las familias de Azinhaga que, en aquel tiempo y por muchos años más, ostentaban los arrasadores y obscenos apodos de Pichatada, Culorroto y Caralhana”.

Tengo ahora que apuntar (como quizás alguno haya imaginado) que saramago en portugués equivale a nuestro jaramago, por lo que el eminente escritor portugués, en cierto modo, se sintió agraciado por no llevar alguno de los otros motes que circulaban por su pueblo. Por cierto, que también he consultado en un amplio diccionario portugués-español y pude comprobar que no aparecía la palabra caralhana, por lo que por ahora nos quedamos sin saber qué quiere decir, aunque es de imaginar que nada bonito.

Entré en la vida con este nombre de Saramago sin que la familia lo sospechase, y fue más tarde, cuando para matricularme en la instrucción primaria tuve que presentar una partida de nacimiento, que el antiguo secreto se descubrió, con gran indignación de mi padre que detestaba el mote. Pero lo peor fue que llamándose José de Sousa, la Ley quiso saber cómo tenía un hijo cuyo nombre completo era José de Sousa Saramago”.

Así intimado y que para que todo quedase en lo propio, en lo sano y en lo honesto, mi padre no tuvo más remedio que hacer un nuevo registro de su nombre, por lo cual pasó a llamarse José de Sousa Saramago, como el hijo”. Buen padre, al que no le quedó más remedio que tragar o apechugar con un apellido nacido de un apodo o mote familiar, con tal de salvar a su hijo de la ocurrencia de un “funcionario borracho”.

AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM

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