La idealización del mundo de la cultura y, en especial, de la literatura, está asociada con la mercantilización de dos actos tan íntimos como son el escribir y el leer. Una comercialización que, como todo lo que toca el Mercado, trivializa estas actividades. Y lo trivial acaba imponiendo la estética sobre el contenido.
No nos engañamos. El mundo de la cultura es un negocio más y, por ende, debe de buscar sus medios para alcanzar la compraventa que lo sostiene. Todos los lectores compramos libros y nos sentimos atraídos por una cubierta bien diseñada. Sin embargo, el negocio no puede ocultar el acto intelectual. ¿Cuántos orgullosos lectores no han pisado una biblioteca en su vida?
Un auténtico escritor, así como un auténtico periodista, es un artesano de la palabra. Un trabajador que, en ocasiones, puede obtener cierta popularidad y ser reconocido. Con independencia de su fama, el buen escritor/periodista escribe lo que le toca, con las herramientas que acumula en su trayecto vital. No hay glamour en la mesa de su estudio, ni en el portátil en el que escribe, ni en la silla en la que se sienta.
En cuanto a las librerías, cuando el producto estrella es la mercadotecnia (ej.: las tazas o las bolsas con ‘expresiones inspiradoras’), cuando los buenos libros no son el centro del local, algo falla en dos direcciones. Por supuesto, en la librería que olvida cuál es el objeto de su negocio, y en el lector que acepta la trivialización de la cultura.
Es cierto que la lectura es un acto de comunión entre escritor y lector, amén de un pacto de ficción. Tiene que haber de todo, desde la poesía a la narrativa, desde el culebrón a la novela sesuda. De todo y para todos. Ahora bien, también hay que saber qué suelo se pisa, y premiar el trabajo intelectual. No podemos poner a la misma altura a Brandon Sanderson que a Sara Mesa. Y si eso es ser elitista, sí, lo soy.
En conclusión, detrás de cada libro, cada periódico, de cada función, de cada recital, hay una o varias personas que se han partido la cara creando. No idealicemos: la cultura es un negocio con valor social. Y olvidar lo primero nos puede llevar a trivializar lo segundo.
Haereticus dixit
No nos engañamos. El mundo de la cultura es un negocio más y, por ende, debe de buscar sus medios para alcanzar la compraventa que lo sostiene. Todos los lectores compramos libros y nos sentimos atraídos por una cubierta bien diseñada. Sin embargo, el negocio no puede ocultar el acto intelectual. ¿Cuántos orgullosos lectores no han pisado una biblioteca en su vida?
Un auténtico escritor, así como un auténtico periodista, es un artesano de la palabra. Un trabajador que, en ocasiones, puede obtener cierta popularidad y ser reconocido. Con independencia de su fama, el buen escritor/periodista escribe lo que le toca, con las herramientas que acumula en su trayecto vital. No hay glamour en la mesa de su estudio, ni en el portátil en el que escribe, ni en la silla en la que se sienta.
En cuanto a las librerías, cuando el producto estrella es la mercadotecnia (ej.: las tazas o las bolsas con ‘expresiones inspiradoras’), cuando los buenos libros no son el centro del local, algo falla en dos direcciones. Por supuesto, en la librería que olvida cuál es el objeto de su negocio, y en el lector que acepta la trivialización de la cultura.
Es cierto que la lectura es un acto de comunión entre escritor y lector, amén de un pacto de ficción. Tiene que haber de todo, desde la poesía a la narrativa, desde el culebrón a la novela sesuda. De todo y para todos. Ahora bien, también hay que saber qué suelo se pisa, y premiar el trabajo intelectual. No podemos poner a la misma altura a Brandon Sanderson que a Sara Mesa. Y si eso es ser elitista, sí, lo soy.
En conclusión, detrás de cada libro, cada periódico, de cada función, de cada recital, hay una o varias personas que se han partido la cara creando. No idealicemos: la cultura es un negocio con valor social. Y olvidar lo primero nos puede llevar a trivializar lo segundo.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO