Aunque dicho de una manera tan clara nos puede resultar una exageración, es cierto que creernos y exhibirnos como los más guapos, los más listos, los más buenos y los más puros puede destruirnos personal, familiar y socialmente: la autocomplacencia suele ser una creencia suicida.
Con esta afirmación reconozco el hecho histórico tan repetido y tan lamentable de la existencia de “dirigentes” que han utilizado sus respectivas autoimágenes para destruirse a sí mismos y para hacer daño a los otros. Ignorar la realidad de que tú y yo somos feos, torpes, débiles e impuros es, paradójicamente, destruirnos. La historia inhumana de la humanidad está plagada –como todos sabemos– de personajes inteligentes, artistas y virtuosos que han sido unos desgraciados y han propiciado desgracias a sus familias y a sus pueblos.
En esta ocasión, sería conveniente que fijáramos nuestra atención en el peligro que supone no dotarnos a nosotros mismos –a ti y a mí– de unos frenos potentes que nos impidan caer en la ingenuidad suicida de creernos superiores y poderosos. El poder, sea cual sea su naturaleza, tiende a imponerse, a vencer y a derrotar, y, por eso, entre todos hemos de encauzarlo con el fin de evitar los desastres de los desbordamientos y de las desoladoras inundaciones.
La superioridad de los buenos, de los listos y de los puros –siempre falsa– puede ser aprovechada para favorecer intereses contrapuestos, para hacer y para hacerse daño. Todos sabemos que, a veces, en vez de proporcionarnos un mayor nivel de bienestar individual o colectivo, nos conduce a las desgracias: puede curarnos o enfermarnos, prolongar nuestras vidas o cortarlas prematuramente, puede mejorar las condiciones materiales para que nos sintamos más libres, más tranquilos, más esperanzados y más felices, pero también puede destrozar vidas, arruinar famas, romper familias y destruir pueblos.
Por eso es necesario que tengamos en cuenta los principios, los criterios y las pautas morales que, a lo largo de nuestra tradición occidental se han formulado tras largas y dolorosas experiencias de desórdenes, de injusticias de los buenos, de los listos, de los puros y de los poderosos.
A la hora de enjuiciar las ventajas de la superioridad –siempre irreal– de algunos personajes debemos calibrar en qué medida garantizan los bienes supremos de la vida, de la salud, del honor, de la familia, de la intimidad, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad e, incluso, de la protección a los más débiles. Por eso, una sociedad o una institución responsable han de tener cuidado en elegir, no sólo a los más listos, buenos y puros, sino, sobre todo, a los más conscientes de sus limitaciones, de sus debilidades y de sus defectos.
Con esta afirmación reconozco el hecho histórico tan repetido y tan lamentable de la existencia de “dirigentes” que han utilizado sus respectivas autoimágenes para destruirse a sí mismos y para hacer daño a los otros. Ignorar la realidad de que tú y yo somos feos, torpes, débiles e impuros es, paradójicamente, destruirnos. La historia inhumana de la humanidad está plagada –como todos sabemos– de personajes inteligentes, artistas y virtuosos que han sido unos desgraciados y han propiciado desgracias a sus familias y a sus pueblos.
En esta ocasión, sería conveniente que fijáramos nuestra atención en el peligro que supone no dotarnos a nosotros mismos –a ti y a mí– de unos frenos potentes que nos impidan caer en la ingenuidad suicida de creernos superiores y poderosos. El poder, sea cual sea su naturaleza, tiende a imponerse, a vencer y a derrotar, y, por eso, entre todos hemos de encauzarlo con el fin de evitar los desastres de los desbordamientos y de las desoladoras inundaciones.
La superioridad de los buenos, de los listos y de los puros –siempre falsa– puede ser aprovechada para favorecer intereses contrapuestos, para hacer y para hacerse daño. Todos sabemos que, a veces, en vez de proporcionarnos un mayor nivel de bienestar individual o colectivo, nos conduce a las desgracias: puede curarnos o enfermarnos, prolongar nuestras vidas o cortarlas prematuramente, puede mejorar las condiciones materiales para que nos sintamos más libres, más tranquilos, más esperanzados y más felices, pero también puede destrozar vidas, arruinar famas, romper familias y destruir pueblos.
Por eso es necesario que tengamos en cuenta los principios, los criterios y las pautas morales que, a lo largo de nuestra tradición occidental se han formulado tras largas y dolorosas experiencias de desórdenes, de injusticias de los buenos, de los listos, de los puros y de los poderosos.
A la hora de enjuiciar las ventajas de la superioridad –siempre irreal– de algunos personajes debemos calibrar en qué medida garantizan los bienes supremos de la vida, de la salud, del honor, de la familia, de la intimidad, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad e, incluso, de la protección a los más débiles. Por eso, una sociedad o una institución responsable han de tener cuidado en elegir, no sólo a los más listos, buenos y puros, sino, sobre todo, a los más conscientes de sus limitaciones, de sus debilidades y de sus defectos.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO