A pesar de que todos tenemos abundantes y valiosos pensamientos sobre el amor, si examinamos nuestras experiencias, llegamos a la conclusión de que es fácil y es frecuente equivocarnos y, con la mejor intención, engañarnos a nosotros mismos.
Quizás por eso los romanos representaron a Cupido, el dios del deseo amoroso, como un niño con alas, desnudo y con los ojos vendados. Efectivamente en el amor, por muchos años que cumplamos, siempre seguimos siendo unos niños que, a veces, somos incapaces de ver la realidad tal cual es.
De la misma manera que aceptamos que nuestros amores no siempre son razonados, deberíamos reconocer también que nuestras ideas –nuestras razones– a veces están generadas por impulsos afectivos y, por lo tanto, por intereses no siempre bien razonados.
De manera consciente o inconsciente las personas, los comportamientos y los objetos que forman partes de nuestras vidas cotidianas nos afectan positiva o negativamente y, en consecuencia, orientan nuestras actitudes y estimulan las reacciones que adoptamos ante los hechos que presenciamos y ante las informaciones que procesamos. Si analizamos detenidamente nuestras reacciones, llegamos a la conclusión de que, al menos en cierta medida, mezclamos nuestros afectos, nuestros deseos y nuestros temores con las ideas, con las reflexiones y con los argumentos.
A veces nos resulta difícil aceptar que nuestras ideas, sobre todo las políticas, las religiosas y las sociales responden a nuestras experiencias, a los afectos que nos relacionan con los demás, con nosotros mismos y con el mundo.
Creo que no exagero cuando afirmo que nuestras ideologías poseen unos contenidos más emotivos que racionales. La “racionalización” es un proceso posterior, más o menos acertado, para justificar nuestras opciones y para tranquilizar nuestras conciencias.
Por eso, en mi opinión, es saludable que indaguemos y cuestionemos las reacciones afectivas que nos provocan las ideas y las palabras de los demás, con el fin de descubrir en qué medida las aceptamos o las rechazamos más que por sus valores reales, por los prejuicios alimentados por nuestros intereses personales, por quiénes y por cómo somos. Y es que, a veces, nuestras convicciones más profundas están determinadas por nuestros espejismos ventajosos y por la conveniencia o por la necesidad de engañarnos y de dejarnos engañar.
Quizás por eso los romanos representaron a Cupido, el dios del deseo amoroso, como un niño con alas, desnudo y con los ojos vendados. Efectivamente en el amor, por muchos años que cumplamos, siempre seguimos siendo unos niños que, a veces, somos incapaces de ver la realidad tal cual es.
De la misma manera que aceptamos que nuestros amores no siempre son razonados, deberíamos reconocer también que nuestras ideas –nuestras razones– a veces están generadas por impulsos afectivos y, por lo tanto, por intereses no siempre bien razonados.
De manera consciente o inconsciente las personas, los comportamientos y los objetos que forman partes de nuestras vidas cotidianas nos afectan positiva o negativamente y, en consecuencia, orientan nuestras actitudes y estimulan las reacciones que adoptamos ante los hechos que presenciamos y ante las informaciones que procesamos. Si analizamos detenidamente nuestras reacciones, llegamos a la conclusión de que, al menos en cierta medida, mezclamos nuestros afectos, nuestros deseos y nuestros temores con las ideas, con las reflexiones y con los argumentos.
A veces nos resulta difícil aceptar que nuestras ideas, sobre todo las políticas, las religiosas y las sociales responden a nuestras experiencias, a los afectos que nos relacionan con los demás, con nosotros mismos y con el mundo.
Creo que no exagero cuando afirmo que nuestras ideologías poseen unos contenidos más emotivos que racionales. La “racionalización” es un proceso posterior, más o menos acertado, para justificar nuestras opciones y para tranquilizar nuestras conciencias.
Por eso, en mi opinión, es saludable que indaguemos y cuestionemos las reacciones afectivas que nos provocan las ideas y las palabras de los demás, con el fin de descubrir en qué medida las aceptamos o las rechazamos más que por sus valores reales, por los prejuicios alimentados por nuestros intereses personales, por quiénes y por cómo somos. Y es que, a veces, nuestras convicciones más profundas están determinadas por nuestros espejismos ventajosos y por la conveniencia o por la necesidad de engañarnos y de dejarnos engañar.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO