Rainer M. Rilke escribe: “Aún para nuestros abuelos había una ‘casa’, ‘una fuente’, ‘una torre’ para ellos familiar, más aún, su propia ropa, su abrigo: infinitamente más, infinitamente más familiar; casi todas las cosas eran recipientes en que se encontraban lo humano y en que ahorraban lo humano”.
Y aquí estoy de nuevo, en esta casa que fue mi hogar y mi abrigo hace ya demasiado tiempo. Aquí han permanecido las huellas de mi presencia, no solamente recuerdos. Es difícil de explicar, pero lo intentaré. Es como si la casa estuviera vivida por fantasmas, pero que nada tienen que ver con almas errantes, ectoplasmas u otros espantajos variados.
Me sumerjo en el pasillo y voy reconstruyendo la distribución espacial, y también sentimental, de habitaciones y habitantes. Escribió Gaston Bachelard, el filósofo-poeta de las ensoñaciones, que el interior del hogar es una imagen de nuestra geografía íntima. Uno y otro se asocian como si fueran un espacio común único.
Y aquí es donde estoy, o mejor dicho: donde SOY. En un espacio sin límites precisos, con bordes difuminados en la liquidez temporal de la conciencia. Es un espacio íntimamente mío, inaccesible e invisible para los otros, que apenas pueden intuirlo.
Este espacio mensurable y compartimentado por paredes, suelos, puertas, ventanas… provoca una ilusión de objetividad sustancial, fija e inerte. Pero solo es eso: una ilusión, en la que enraíza el ensueño de cada uno de los habitantes de la casa. Cada uno de ellos ha construido y reconstruido con su aliento vital los muros y las distancias; con paciencia de hormiga ha rellenado los nichos de aire y de tiempo; el resultado: un espacio único y diferente para cada uno de los vivientes que allí se cobijaron.
Cada habitante de la casa va tejiendo su hogar propio, y único, mediante un diálogo continuo entre lo inerte –alcobas y pasillos, lienzos de pared y ventanas– y su territorio interior, VIVIÉNDOLO, derramando su espíritu –alegrías y melancolías– en los refugios más preciados de la casa.
Cada rincón de esta casa que ahora voy recorriendo provoca el recuerdo y el re-conocimiento. El espacio moviliza la imaginación pero, sobre todo, es la interacción entre espacio exterior e interior la que revela los sutiles caminos de la unión entre la conciencia individual y la inmensidad.
Inmensidad “que abre y que separa el mar del cielo, el cielo de la tierra, y, abriéndolos y separándolos, los deja más unidos y cercanos, llenando con lo lleno lejano la totalidad”, en palabras de Juan Ramón Jiménez.
Lo que frente a mi mirada se abre aparece como amalgama, más o menos ordenada, de huecos y pasajes definidos por tabiques, pavimentos y techados. Ese aparente territorio desertado (que no desierto), es en realidad umbral hacia nuestro adentro, hacia los rincones profundos y oscuros de nuestra conciencia más íntima.
Es puerta hacia el ensueño en el que subsiste el bienestar enraizado profundamente en los retiros revividos del que fue hogar de confines borrosos. El ensueño, esa autopista de la imaginación por la que circulan nuestros anhelos y dolores. Y allí está la cálida luz primaveral que se filtra por persianas y cortinas proyectando sombras esperpénticas y un poco burlescas, desmentidas por los amortiguados sonidos –blandos, fragmentados en piezas de puzle– de un cordial diálogo entre vecinos que se encuentran en la calle –calle que ya no es hogar–.
La luz se derrama por las rendijas, junto a sonidos y vislumbres de claridades en la fresca umbría de la alcoba y empapa diminutas partículas de polvo danzantes en caminos interestelares.
Vuelvo a acordarme de Juan Ramón cuando nos habla de aquella “hora en que las paredes y las puertas se desvanecen como agua, aire, y el alma sale y entra en todo, de y por todo, con una comunicación de luz y sombra. Todo se ve a la luz de dentro, todo es dentro, y las estrellas no son más que chispas de nosotros que nos amamos, perlas bellas de nuestro roce fácil y tranquilo”.
Dentro/fuera, recuerdos/ensueño, reconstruimos en nuestra memoria imaginada los objetos, los muebles, las fotografías y láminas que algún día mostraron personas y paisajes que integraban nuestra vida. Vuelvo a los recovecos adormecidos en las blandas sombras del inacabable espacio de aquella casa espejo múltiple de nuestra casa interior.
En un juego de permanente construcción y reelaboración esas imágenes rebullen en un fluir continuo de figuras –casi sombras–, de retazos de gestos y movimientos deshilachados en una cronología desquiciada.
El tiempo cronológicamente lineal se desvanece y me sumerjo en una vivencia más profunda, aunque menos definida, que ese deslizamiento entre las casillas-celdas en las que compartimentamos ese casi-vivir cotidiano.
¿Dónde encontrar el hilo de Ariadna que me ayude a dotar de un preciso sentido (los significados ya casi no importan) a las deslavazadas situaciones habitualmente vividas como sentidamente presentes?
Y aquí estoy de nuevo, en esta casa que fue mi hogar y mi abrigo hace ya demasiado tiempo. Aquí han permanecido las huellas de mi presencia, no solamente recuerdos. Es difícil de explicar, pero lo intentaré. Es como si la casa estuviera vivida por fantasmas, pero que nada tienen que ver con almas errantes, ectoplasmas u otros espantajos variados.
Me sumerjo en el pasillo y voy reconstruyendo la distribución espacial, y también sentimental, de habitaciones y habitantes. Escribió Gaston Bachelard, el filósofo-poeta de las ensoñaciones, que el interior del hogar es una imagen de nuestra geografía íntima. Uno y otro se asocian como si fueran un espacio común único.
Y aquí es donde estoy, o mejor dicho: donde SOY. En un espacio sin límites precisos, con bordes difuminados en la liquidez temporal de la conciencia. Es un espacio íntimamente mío, inaccesible e invisible para los otros, que apenas pueden intuirlo.
Este espacio mensurable y compartimentado por paredes, suelos, puertas, ventanas… provoca una ilusión de objetividad sustancial, fija e inerte. Pero solo es eso: una ilusión, en la que enraíza el ensueño de cada uno de los habitantes de la casa. Cada uno de ellos ha construido y reconstruido con su aliento vital los muros y las distancias; con paciencia de hormiga ha rellenado los nichos de aire y de tiempo; el resultado: un espacio único y diferente para cada uno de los vivientes que allí se cobijaron.
Cada habitante de la casa va tejiendo su hogar propio, y único, mediante un diálogo continuo entre lo inerte –alcobas y pasillos, lienzos de pared y ventanas– y su territorio interior, VIVIÉNDOLO, derramando su espíritu –alegrías y melancolías– en los refugios más preciados de la casa.
Cada rincón de esta casa que ahora voy recorriendo provoca el recuerdo y el re-conocimiento. El espacio moviliza la imaginación pero, sobre todo, es la interacción entre espacio exterior e interior la que revela los sutiles caminos de la unión entre la conciencia individual y la inmensidad.
Inmensidad “que abre y que separa el mar del cielo, el cielo de la tierra, y, abriéndolos y separándolos, los deja más unidos y cercanos, llenando con lo lleno lejano la totalidad”, en palabras de Juan Ramón Jiménez.
Lo que frente a mi mirada se abre aparece como amalgama, más o menos ordenada, de huecos y pasajes definidos por tabiques, pavimentos y techados. Ese aparente territorio desertado (que no desierto), es en realidad umbral hacia nuestro adentro, hacia los rincones profundos y oscuros de nuestra conciencia más íntima.
Es puerta hacia el ensueño en el que subsiste el bienestar enraizado profundamente en los retiros revividos del que fue hogar de confines borrosos. El ensueño, esa autopista de la imaginación por la que circulan nuestros anhelos y dolores. Y allí está la cálida luz primaveral que se filtra por persianas y cortinas proyectando sombras esperpénticas y un poco burlescas, desmentidas por los amortiguados sonidos –blandos, fragmentados en piezas de puzle– de un cordial diálogo entre vecinos que se encuentran en la calle –calle que ya no es hogar–.
La luz se derrama por las rendijas, junto a sonidos y vislumbres de claridades en la fresca umbría de la alcoba y empapa diminutas partículas de polvo danzantes en caminos interestelares.
Vuelvo a acordarme de Juan Ramón cuando nos habla de aquella “hora en que las paredes y las puertas se desvanecen como agua, aire, y el alma sale y entra en todo, de y por todo, con una comunicación de luz y sombra. Todo se ve a la luz de dentro, todo es dentro, y las estrellas no son más que chispas de nosotros que nos amamos, perlas bellas de nuestro roce fácil y tranquilo”.
Dentro/fuera, recuerdos/ensueño, reconstruimos en nuestra memoria imaginada los objetos, los muebles, las fotografías y láminas que algún día mostraron personas y paisajes que integraban nuestra vida. Vuelvo a los recovecos adormecidos en las blandas sombras del inacabable espacio de aquella casa espejo múltiple de nuestra casa interior.
En un juego de permanente construcción y reelaboración esas imágenes rebullen en un fluir continuo de figuras –casi sombras–, de retazos de gestos y movimientos deshilachados en una cronología desquiciada.
El tiempo cronológicamente lineal se desvanece y me sumerjo en una vivencia más profunda, aunque menos definida, que ese deslizamiento entre las casillas-celdas en las que compartimentamos ese casi-vivir cotidiano.
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JES JIMÉNEZ SEGURA
FOTOGRAFÍAS: JES JIMÉNEZ SEGURA
FOTOGRAFÍAS: JES JIMÉNEZ SEGURA