En el Museo de Bellas Artes de Sevilla cuelga una obra de Valdés Leal que ilustra la flagelación de San Jerónimo, realizada junto a otras, en 1657, para el convento de San Jerónimo de Buenavista. Aparte de sus valores pictóricos, ejemplo del Barroco sevillano, lo que me llamó la atención del cuadro es esa escena en la que el santo es azotado por unos ángeles como castigo por haber leído a autores latinos, como Cicerón, en vez de los textos sagrados. Se trata de una visión que el propio San Jerónimo había descrito a una discípula suya y que forma parte de su iconografía, tratada también por Zurbarán.
Valdés Leal centra sus pinceles en el acto de expiación cuando, en un ambiente de gran tensión y dramatismo, el santo rechaza el libro, que aparece en el suelo, en la parte inferior izquierda del lienzo, y de rodillas, ante el tribunal de Dios, acepta resignado el castigo en muestra de su arrepentimiento.
Algo verdaderamente piadoso, pero incomprensible. Porque, ni siendo creyente, tal ira divina contra la sabiduría racional no me parece propia de un dios omnipotente y omnisapiente, sino más bien de un ser ignorante que se vale de la violencia para que sus fieles no accedan al conocimiento y se conformen con escudriñar las leyendas de un libro que han de considerar sagrado.
No es que me sorprenda de las intransigentes y absurdas “verdades” que la religión –cualquier creencia– impone a los hombres, las mismas que condenaron a la hoguera a quienes se atrevieron a pensar sin vendas dogmáticas, como el astrónomo y filósofo Giordano Bruno, y obligaron a Galileo a retractarse de que la Tierra giraba en torno al Sol, una estrella más del firmamento.
Lo que me llamó la atención del cuadro es que resalte a través del arte, como modelo de fe, la visión acongojada por el fanatismo de quien fuera un erudito filólogo que tradujo la Biblia del hebreo y del griego al latín. Sus conocimientos de las lenguas clásicas y sus autores le permitieron acometer una traducción latina de la Biblia, conocida como la Vulgata, que es considerada, desde el Concilio de Trento, la edición auténtica para el catolicismo.
Que a la Iglesia Católica le parezca congruente con sus creencias y coherente con sus dogmas la consideración de pecado o herejía el interés y el afán de conocimiento de un sacerdote por autores latinos como Cicerón, filósofo, maestro de la oratoria, defensor de la justicia, maestro de la ley y pensador humanista de la antigua Roma, me resulta ominoso.
No creo que sea digno de ensalzar como conducta cristiana que un estudioso de los clásicos abandone, a raíz de un sueño, esa noble dedicación a la sabiduría –considerada profana– para consagrarse a Dios, hasta el punto de formar parte de la iconografía –propaganda– que utiliza la Iglesia para adoctrinar a sus feligreses sobre la fuerza de la fe para vencer las tentaciones. No confío en ninguna religión que castiga a sus creyentes por amar la sabiduría o disfrutar de la obra de Cicerón, el primer humanista del imperio romano, tal y como destacó Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad.
Valdés Leal centra sus pinceles en el acto de expiación cuando, en un ambiente de gran tensión y dramatismo, el santo rechaza el libro, que aparece en el suelo, en la parte inferior izquierda del lienzo, y de rodillas, ante el tribunal de Dios, acepta resignado el castigo en muestra de su arrepentimiento.
Algo verdaderamente piadoso, pero incomprensible. Porque, ni siendo creyente, tal ira divina contra la sabiduría racional no me parece propia de un dios omnipotente y omnisapiente, sino más bien de un ser ignorante que se vale de la violencia para que sus fieles no accedan al conocimiento y se conformen con escudriñar las leyendas de un libro que han de considerar sagrado.
No es que me sorprenda de las intransigentes y absurdas “verdades” que la religión –cualquier creencia– impone a los hombres, las mismas que condenaron a la hoguera a quienes se atrevieron a pensar sin vendas dogmáticas, como el astrónomo y filósofo Giordano Bruno, y obligaron a Galileo a retractarse de que la Tierra giraba en torno al Sol, una estrella más del firmamento.
Lo que me llamó la atención del cuadro es que resalte a través del arte, como modelo de fe, la visión acongojada por el fanatismo de quien fuera un erudito filólogo que tradujo la Biblia del hebreo y del griego al latín. Sus conocimientos de las lenguas clásicas y sus autores le permitieron acometer una traducción latina de la Biblia, conocida como la Vulgata, que es considerada, desde el Concilio de Trento, la edición auténtica para el catolicismo.
Que a la Iglesia Católica le parezca congruente con sus creencias y coherente con sus dogmas la consideración de pecado o herejía el interés y el afán de conocimiento de un sacerdote por autores latinos como Cicerón, filósofo, maestro de la oratoria, defensor de la justicia, maestro de la ley y pensador humanista de la antigua Roma, me resulta ominoso.
No creo que sea digno de ensalzar como conducta cristiana que un estudioso de los clásicos abandone, a raíz de un sueño, esa noble dedicación a la sabiduría –considerada profana– para consagrarse a Dios, hasta el punto de formar parte de la iconografía –propaganda– que utiliza la Iglesia para adoctrinar a sus feligreses sobre la fuerza de la fe para vencer las tentaciones. No confío en ninguna religión que castiga a sus creyentes por amar la sabiduría o disfrutar de la obra de Cicerón, el primer humanista del imperio romano, tal y como destacó Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad.
DANIEL GUERRERO