Hay sueños que nadie ha logrado escrutar. Son nubes que cruzan el firmamento de uno a otro lugar, pequeñas manchas que apenas dañan un cielo permanentemente azul. Son sueños deshabitados. Alguien, alguna vez, cruzó sus estancias vacías y las amuebló para ese instante, pero el óxido, que todo lo muerde, rompió el brillo de una eternidad extenuada por el miedo o la inconstancia.
Hay sueños deshabitados, espacios vírgenes por descubrir y conquistar, que no constan en los mapas primeros ni en los códices más antiguos, y que los hombres y las mujeres buscan cada noche de modo individual, cada cual por su lado.
Unos y otras cruzan pasadizos secretos y oscuros, tierras pantanosas, océanos vacíos que no existen sino en esa irrealidad que construyen dentro de los sueños más siniestros.
A veces, estos hombres y estas mujeres identifican sus huellas en estos sueños deshabitados y temen que la horma de sus zapatos se quede archivada para siempre en un tiempo de nadie al que temen y del que huyen.
Después, al amanecer, los sueños se diluyen como nubes en el horizonte, y el verano abre unos días largos y alegres que van dando paso al olvido con un dolor menos intenso, casi imperceptible.
Este hombre ya no sueña. Para qué, se dice. Le gusta la realidad tal como es, tal como la pinta y se pinta. Ahora mira a la ventana, se acerca a la ventana. Desde allí el cielo se abre en un atardecer que se muere.
Siente un cansancio alegre que le puede y que se queda. Hay una luz gris y roja afuera, y un viento tierno que mece los eucaliptos y los cañaverales del río. Los pájaros buscan acomodo entre las ramas verdes que los ocultan, y el río, apenas quieto, espera que un barco lo cruce en mitad de esta tarde enigmática que se agota en sí misma.
En la habitación apenas hay luz. Ve la sombra feliz de la mujer que le ama. Le gusta verla allí tirada, esperando su presencia de macho castigado y de niño desprotegido, alimentando la presunción contrastada de que esta mujer está hecha para guerras que no conocen tregua posible. Se acerca a la cama y se desnuda. Se tiende al lado de esta mujer que no dice nada, pero que quiere decir algo mientras lo tienta cautelosa y decidida.
El hombre mira la quietud reinante en el dormitorio. La mujer le pregunta hasta cuándo se quedará con ella. El hombre observa ensimismado una tarde que es distinta a todas. Siente el cuerpo de esta mujer cada vez más próximo, como si fuera parte de él mismo.
No dice nada. No sabría qué responder. Tampoco sabe si debe responder cualquier cosa. Hay preguntas que no tienen respuesta, porque no las hay, o que no se conocen, o que no se deben tentar con premoniciones que las delimitan en su proyección definitiva.
Pero sabe que esta mujer necesita una respuesta para acallar su inquietud. Y no cualquier respuesta. La mujer lo mira esperando incluso una sorpresa. No le importa cuál. Y le repite hasta cuándo se quedará allí. El hombre mira una luz extenuante que se difumina y se apaga, y solo se atreve a decir:
–De momento, hasta siempre.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 13 de mayo de 2012.
Hay sueños deshabitados, espacios vírgenes por descubrir y conquistar, que no constan en los mapas primeros ni en los códices más antiguos, y que los hombres y las mujeres buscan cada noche de modo individual, cada cual por su lado.
Unos y otras cruzan pasadizos secretos y oscuros, tierras pantanosas, océanos vacíos que no existen sino en esa irrealidad que construyen dentro de los sueños más siniestros.
A veces, estos hombres y estas mujeres identifican sus huellas en estos sueños deshabitados y temen que la horma de sus zapatos se quede archivada para siempre en un tiempo de nadie al que temen y del que huyen.
Después, al amanecer, los sueños se diluyen como nubes en el horizonte, y el verano abre unos días largos y alegres que van dando paso al olvido con un dolor menos intenso, casi imperceptible.
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Siente un cansancio alegre que le puede y que se queda. Hay una luz gris y roja afuera, y un viento tierno que mece los eucaliptos y los cañaverales del río. Los pájaros buscan acomodo entre las ramas verdes que los ocultan, y el río, apenas quieto, espera que un barco lo cruce en mitad de esta tarde enigmática que se agota en sí misma.
En la habitación apenas hay luz. Ve la sombra feliz de la mujer que le ama. Le gusta verla allí tirada, esperando su presencia de macho castigado y de niño desprotegido, alimentando la presunción contrastada de que esta mujer está hecha para guerras que no conocen tregua posible. Se acerca a la cama y se desnuda. Se tiende al lado de esta mujer que no dice nada, pero que quiere decir algo mientras lo tienta cautelosa y decidida.
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No dice nada. No sabría qué responder. Tampoco sabe si debe responder cualquier cosa. Hay preguntas que no tienen respuesta, porque no las hay, o que no se conocen, o que no se deben tentar con premoniciones que las delimitan en su proyección definitiva.
Pero sabe que esta mujer necesita una respuesta para acallar su inquietud. Y no cualquier respuesta. La mujer lo mira esperando incluso una sorpresa. No le importa cuál. Y le repite hasta cuándo se quedará allí. El hombre mira una luz extenuante que se difumina y se apaga, y solo se atreve a decir:
–De momento, hasta siempre.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 13 de mayo de 2012.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO