Desde que decidí enfocar mi interés académico en las redes sociales, hace ya más de una década, vengo alertando del daño que estas plataformas causan a la sociedad por el despiadado empleo de técnicas como el sistema de recompensa variable, el capitalismo de vigilancia o la minería de datos. Pero es como predicar en el desierto, créanme.
Las extraordinarias posibilidades que las redes sociales ofrecen como herramientas de comunicación o de información no pueden hacernos perder de vista las preocupantes adicciones que generan, su innegable impacto en la salud mental –especialmente entre los adolescentes– y su perniciosa influencia en la cada vez más mermada capacidad de concentración y de atención de los estudiantes. Eso por no hablar de su más que probada incidencia en las tasas de suicidio de adolescentes en el mundo occidental o en su poder para fomentar la polarización social y las teorías de la conspiración.
Tal y como recomiendan en The Wire –que los usuarios de FilmAffinity consideran la mejor serie de la historia, nada más y nada menos– “para conocer la verdad hay que seguir el rastro del dinero”. Y, en ese sentido, resulta paradójico comprobar que, a día de hoy, las empresas tecnológicas estadounidenses son las más ricas de la historia de la humanidad.
Sirva como ejemplo de esta realidad la cuenta de resultados declarada por la compañía Meta, titular de redes sociales tan potentes como Facebook, WhatsApp e Instagram, que cerró el año 2022 con un beneficio neto declarado –insisto en el concepto– de 23.200 millones de dólares o, lo que es lo mismo, 21.273 millones de euros. Beneficios netos, es decir, descontados impuestos, alquileres, gastos de oficina y salarios de sus cerca de 90.000 empleados.
Inevitablemente, me viene a la memoria una reflexión de Edward Rolf Tufte, profesor emérito de la Universidad de Yale y reputado experto en evidencia estadística y en diseño de información, que no hace mucho advertía que solo hay dos industrias que llaman "usuarios" a sus clientes: las de drogas y las redes sociales.
Analizando someramente los datos que ofrecen varios portales de información económica, puede comprobarse que, en la última década, y a excepción de Amazon, el negocio de Silicon Valley no se ha centrado tanto en la venta de productos o de espacios publicitarios como en la venta de sus usuarios. No de ellos físicamente, claro, pero sí de su capacidad de atención y de su información personal.
Un lema publicitario sostiene desde hace años que “si no pagas por un producto es porque tú eres el producto”. Y, en efecto, hay muchos servicios en Internet que creemos que son gratuitos pero que, en realidad, están financiados por anunciantes. En ese sentido cabe preguntarse por qué estas empresas asumen este coste. Y la respuesta es clara: lo hacen a cambio de poder mostrarnos anuncios. Es decir, pagan porque nosotros somos el producto, porque nos han convertido en meros espectadores de anuncios.
Para que me entiendan, podríamos decir que en Carrefour o Mercadona los clientes somos nosotros y los yogures o el café son los productos que se venden. Sin embargo, para Facebook o Instagram, sus clientes son los anunciantes, los que pagan; y nosotros, los usuarios, somos el producto que se vende. Por tanto, para las redes sociales solo somos rentables si invertimos nuestro tiempo en ver anuncios, en crear contenidos o en captar nuevos usuarios. Y todo eso, piénsenlo, a costa de perder nuestra vida.
Parece evidente que nos encontramos ante un mercado nuevo, que no había existido hasta ahora: un mercado en el que se comercia con futuros humanos a gran escala. Un mercado cuya cuenta de resultados depende, en definitiva, del cambio gradual, ligero e imperceptible que cada usuario va registrando en su modo de comportarse y en su manera de concebir la realidad. Y eso, créanme, da bastante miedo.
Las extraordinarias posibilidades que las redes sociales ofrecen como herramientas de comunicación o de información no pueden hacernos perder de vista las preocupantes adicciones que generan, su innegable impacto en la salud mental –especialmente entre los adolescentes– y su perniciosa influencia en la cada vez más mermada capacidad de concentración y de atención de los estudiantes. Eso por no hablar de su más que probada incidencia en las tasas de suicidio de adolescentes en el mundo occidental o en su poder para fomentar la polarización social y las teorías de la conspiración.
Tal y como recomiendan en The Wire –que los usuarios de FilmAffinity consideran la mejor serie de la historia, nada más y nada menos– “para conocer la verdad hay que seguir el rastro del dinero”. Y, en ese sentido, resulta paradójico comprobar que, a día de hoy, las empresas tecnológicas estadounidenses son las más ricas de la historia de la humanidad.
Sirva como ejemplo de esta realidad la cuenta de resultados declarada por la compañía Meta, titular de redes sociales tan potentes como Facebook, WhatsApp e Instagram, que cerró el año 2022 con un beneficio neto declarado –insisto en el concepto– de 23.200 millones de dólares o, lo que es lo mismo, 21.273 millones de euros. Beneficios netos, es decir, descontados impuestos, alquileres, gastos de oficina y salarios de sus cerca de 90.000 empleados.
Inevitablemente, me viene a la memoria una reflexión de Edward Rolf Tufte, profesor emérito de la Universidad de Yale y reputado experto en evidencia estadística y en diseño de información, que no hace mucho advertía que solo hay dos industrias que llaman "usuarios" a sus clientes: las de drogas y las redes sociales.
Analizando someramente los datos que ofrecen varios portales de información económica, puede comprobarse que, en la última década, y a excepción de Amazon, el negocio de Silicon Valley no se ha centrado tanto en la venta de productos o de espacios publicitarios como en la venta de sus usuarios. No de ellos físicamente, claro, pero sí de su capacidad de atención y de su información personal.
Un lema publicitario sostiene desde hace años que “si no pagas por un producto es porque tú eres el producto”. Y, en efecto, hay muchos servicios en Internet que creemos que son gratuitos pero que, en realidad, están financiados por anunciantes. En ese sentido cabe preguntarse por qué estas empresas asumen este coste. Y la respuesta es clara: lo hacen a cambio de poder mostrarnos anuncios. Es decir, pagan porque nosotros somos el producto, porque nos han convertido en meros espectadores de anuncios.
Para que me entiendan, podríamos decir que en Carrefour o Mercadona los clientes somos nosotros y los yogures o el café son los productos que se venden. Sin embargo, para Facebook o Instagram, sus clientes son los anunciantes, los que pagan; y nosotros, los usuarios, somos el producto que se vende. Por tanto, para las redes sociales solo somos rentables si invertimos nuestro tiempo en ver anuncios, en crear contenidos o en captar nuevos usuarios. Y todo eso, piénsenlo, a costa de perder nuestra vida.
Parece evidente que nos encontramos ante un mercado nuevo, que no había existido hasta ahora: un mercado en el que se comercia con futuros humanos a gran escala. Un mercado cuya cuenta de resultados depende, en definitiva, del cambio gradual, ligero e imperceptible que cada usuario va registrando en su modo de comportarse y en su manera de concebir la realidad. Y eso, créanme, da bastante miedo.
JUAN PABLO BELLIDO