Desde muy pequeño me han apasionado los castillos. Y la razón es muy sencilla: quienes hemos nacido en algún pueblo que cuente con una fortaleza medieval, lo más probable es que las vivencias estén muy ligadas no solo a las imágenes que proporcionan su arquitectura, sino también que gran parte de nuestros juegos se encontraban estrechamente relacionados con personajes de aquella época. A todo esto, había que añadir que el cine en nuestra infancia era un medio que por entonces llenaba nuestras mentes de relatos de caballeros medievales que los tomábamos como modelos por su valentía.
En mi caso, he manifestado en más de una ocasión que nací en el pueblo de Alburquerque, que cuenta con el que quizás sea el mejor castillo medieval de las tierras extremeñas. Entiendo que no existe un instrumento o medio que mida la relevancia de las construcciones; no obstante, la belleza del Castillo de Luna es incuestionable. Como ejemplo, presento en la portada del artículo la fotografía de su silueta desde una de las carreteras que conducen a la villa y en la que aparece en medio de las brumas matinales.
Quizás sea el amor al lugar en el que nací lo que me ha conducido recientemente a escribir una historia de don Álvaro de Luna y de la fortaleza que lleva su nombre. De este modo, cuando hablo con los amigos sobre el libro suelo decirles que fue el personaje más importante del reino de Castilla en la primera mitad del siglo XV.
A continuación, cito al rey Juan II, del que fue condestable y de quien recibió el condado de Alburquerque. Lo cierto es que su historia es verdaderamente apasionante y que bien podría llevarse al cine; aunque presenta el problema de su trágica sentencia y ejecución, lo que contrasta con los finales cinematográficos en los que los protagonistas acaban felices, muy del agrado del público.
Por otro lado, puesto que ya he escrito otros artículos en este medio sobre el condestable de Castilla, creo conveniente profundizar en su figura, tomando como referencia las fortalezas que llegó a poseer en sus 63 años de existencia. Abordo, pues, como tema en esta ocasión el castillo de Cornago, pueblecito que en la actualidad se encuentra al sur de La Rioja, colindante con la provincia de Soria, ya que esta construcción se la donó a su hija María.
Pero hay que aclarar que nuestro personaje tuvo dos hijas con el nombre de María, por lo que conviene hablar de su familia para que entendamos los entramados domésticos medievales, ya que no solo eran las esposas e hijos nacidos dentro del matrimonio, sino que habría que contar también con los hijos naturales y los extramatrimoniales (los llamados entonces bastardos) tan frecuentes por aquella época.
Recordemos que Álvaro de Luna había nacido en Cañete, un pequeño pueblo de Cuenca, siendo su madre María Fernández, La Cañeta, y su padre Álvaro Martínez de Luna, quien siempre tuvo dudas de su paternidad, por lo que el pequeño Álvaro ya era miembro de la casa de Luna.
Se casó en 1420, contando con 35 años, de forma un tanto tardía para entonces, con Elvira de Portocarrero. No tuvo hijos con esta su primera mujer, que falleció relativamente pronto. No obstante, fuera de este matrimonio tuvo una hija a la que se le puso el nombre de María. Para evitar contratiempos, el rey Juan II de Castilla despachó una cédula de legitimación a favor de María de Luna, con lo que social y legalmente quedaba esta hija reconocida.
Con el paso del tiempo, nuestro personaje dio en dote a esta hija el castillo de Cornago, cuando se celebraron sus esponsales con su primo Juan de Luna, hijo del noble Juan Hurtado de Mendoza. No es necesario que apunte que la endogamia por entonces era muy frecuente en la nobleza, lo que con cierta frecuencia aparecían problemas físicos y psicológicos en la descendencia.
Tras enviudar, Álvaro de Luna tuvo un hijo natural al que se le puso el nombre de Pedro, llevando a continuación la referencia a la casa perteneciente. En 1430, contando ya con 45 años, nuestro protagonista contrajo segundas nupcias con Juana Pimentel, a la que posteriormente se la conoció como La Triste Condesa (y no fue para menos tras conocer la ejecución y decapitación de su marido el 2 de junio de 1453 en Valladolid).
Con su segunda mujer tuvo dos hijos: María de Luna y Pimentel, nacida en 1432, y, tres años más tarde, nació Juan de Luna y Pimentel, de corta vida ya que falleció a los 21años, lo que daría lugar a que su descendencia, finalmente, la formaran cuatro vástagos.
Una vez que he expuesto brevemente el esquema familiar del condestable del rey Juan II de Castilla, también de un modo breve quisiera referirme al castillo de Cornago, que se alza sobre un montecillo que domina la villa, junto con la cercana iglesia románica de san Pedro. Es de planta rectangular, con torres en sus cuatro ángulos: tres de ellas cilíndricas y una prismática, siendo el aparejo de toda la construcción de piedra de sillería. El conjunto, tal como ha llegado a nosotros, constituye un típico ejemplo de castillo medieval, de finales del siglo XIV o comienzos del siglo XV.
Desde el punto de vista cronológico, hay que apuntar que, en el siglo XIV, el señorío de Cornago estaba vinculado a la casa de los Luna, puesto que sería Enrique II de Castilla quien se lo otorgó Juan Martínez de Luna, caballero originario del reino de Aragón.
Tras diversos avatares, en 1420, Juan II restituyó a don Álvaro de Luna el señorío de Cornago, ya que al parecer se lo había sido enajenado por su padre, ya que nunca estuvo seguro de su paternidad. Dos décadas después, el condestable de Castilla, tal como he apuntado, se lo entregó en dote a su primogénita hija María de Luna.
Ya pasando a nuestro tiempo, debo indicar que, en líneas generales, los muros del castillo de Cornago, de propiedad municipal, se encuentran en buen estado. Sin embargo, el patio de armas había estado sirviendo de cementerio a los vecinos de la villa. Esta anómala situación se modificó en 1980, ya que los camposantos deben estar fuera de las poblaciones.
Cierro, finalmente, esta breve incursión sobre el castillo de Cornago manifestando que continuaremos conociendo las rutas, villas, castillos y fortalezas ligados a don Álvaro de Luna, un personaje altamente significativo en la historia del reino de Castilla.
En mi caso, he manifestado en más de una ocasión que nací en el pueblo de Alburquerque, que cuenta con el que quizás sea el mejor castillo medieval de las tierras extremeñas. Entiendo que no existe un instrumento o medio que mida la relevancia de las construcciones; no obstante, la belleza del Castillo de Luna es incuestionable. Como ejemplo, presento en la portada del artículo la fotografía de su silueta desde una de las carreteras que conducen a la villa y en la que aparece en medio de las brumas matinales.
Quizás sea el amor al lugar en el que nací lo que me ha conducido recientemente a escribir una historia de don Álvaro de Luna y de la fortaleza que lleva su nombre. De este modo, cuando hablo con los amigos sobre el libro suelo decirles que fue el personaje más importante del reino de Castilla en la primera mitad del siglo XV.
A continuación, cito al rey Juan II, del que fue condestable y de quien recibió el condado de Alburquerque. Lo cierto es que su historia es verdaderamente apasionante y que bien podría llevarse al cine; aunque presenta el problema de su trágica sentencia y ejecución, lo que contrasta con los finales cinematográficos en los que los protagonistas acaban felices, muy del agrado del público.
Por otro lado, puesto que ya he escrito otros artículos en este medio sobre el condestable de Castilla, creo conveniente profundizar en su figura, tomando como referencia las fortalezas que llegó a poseer en sus 63 años de existencia. Abordo, pues, como tema en esta ocasión el castillo de Cornago, pueblecito que en la actualidad se encuentra al sur de La Rioja, colindante con la provincia de Soria, ya que esta construcción se la donó a su hija María.
Pero hay que aclarar que nuestro personaje tuvo dos hijas con el nombre de María, por lo que conviene hablar de su familia para que entendamos los entramados domésticos medievales, ya que no solo eran las esposas e hijos nacidos dentro del matrimonio, sino que habría que contar también con los hijos naturales y los extramatrimoniales (los llamados entonces bastardos) tan frecuentes por aquella época.
Recordemos que Álvaro de Luna había nacido en Cañete, un pequeño pueblo de Cuenca, siendo su madre María Fernández, La Cañeta, y su padre Álvaro Martínez de Luna, quien siempre tuvo dudas de su paternidad, por lo que el pequeño Álvaro ya era miembro de la casa de Luna.
Se casó en 1420, contando con 35 años, de forma un tanto tardía para entonces, con Elvira de Portocarrero. No tuvo hijos con esta su primera mujer, que falleció relativamente pronto. No obstante, fuera de este matrimonio tuvo una hija a la que se le puso el nombre de María. Para evitar contratiempos, el rey Juan II de Castilla despachó una cédula de legitimación a favor de María de Luna, con lo que social y legalmente quedaba esta hija reconocida.
Con el paso del tiempo, nuestro personaje dio en dote a esta hija el castillo de Cornago, cuando se celebraron sus esponsales con su primo Juan de Luna, hijo del noble Juan Hurtado de Mendoza. No es necesario que apunte que la endogamia por entonces era muy frecuente en la nobleza, lo que con cierta frecuencia aparecían problemas físicos y psicológicos en la descendencia.
Tras enviudar, Álvaro de Luna tuvo un hijo natural al que se le puso el nombre de Pedro, llevando a continuación la referencia a la casa perteneciente. En 1430, contando ya con 45 años, nuestro protagonista contrajo segundas nupcias con Juana Pimentel, a la que posteriormente se la conoció como La Triste Condesa (y no fue para menos tras conocer la ejecución y decapitación de su marido el 2 de junio de 1453 en Valladolid).
Con su segunda mujer tuvo dos hijos: María de Luna y Pimentel, nacida en 1432, y, tres años más tarde, nació Juan de Luna y Pimentel, de corta vida ya que falleció a los 21años, lo que daría lugar a que su descendencia, finalmente, la formaran cuatro vástagos.
Una vez que he expuesto brevemente el esquema familiar del condestable del rey Juan II de Castilla, también de un modo breve quisiera referirme al castillo de Cornago, que se alza sobre un montecillo que domina la villa, junto con la cercana iglesia románica de san Pedro. Es de planta rectangular, con torres en sus cuatro ángulos: tres de ellas cilíndricas y una prismática, siendo el aparejo de toda la construcción de piedra de sillería. El conjunto, tal como ha llegado a nosotros, constituye un típico ejemplo de castillo medieval, de finales del siglo XIV o comienzos del siglo XV.
Desde el punto de vista cronológico, hay que apuntar que, en el siglo XIV, el señorío de Cornago estaba vinculado a la casa de los Luna, puesto que sería Enrique II de Castilla quien se lo otorgó Juan Martínez de Luna, caballero originario del reino de Aragón.
Tras diversos avatares, en 1420, Juan II restituyó a don Álvaro de Luna el señorío de Cornago, ya que al parecer se lo había sido enajenado por su padre, ya que nunca estuvo seguro de su paternidad. Dos décadas después, el condestable de Castilla, tal como he apuntado, se lo entregó en dote a su primogénita hija María de Luna.
Ya pasando a nuestro tiempo, debo indicar que, en líneas generales, los muros del castillo de Cornago, de propiedad municipal, se encuentran en buen estado. Sin embargo, el patio de armas había estado sirviendo de cementerio a los vecinos de la villa. Esta anómala situación se modificó en 1980, ya que los camposantos deben estar fuera de las poblaciones.
Cierro, finalmente, esta breve incursión sobre el castillo de Cornago manifestando que continuaremos conociendo las rutas, villas, castillos y fortalezas ligados a don Álvaro de Luna, un personaje altamente significativo en la historia del reino de Castilla.
AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍAS: LUIS SORIANO / RUTA DEL VINO DE LA RIOJA ORIENTAL
FOTOGRAFÍAS: LUIS SORIANO / RUTA DEL VINO DE LA RIOJA ORIENTAL