“Escribimos nuestros nombres en el libro de registro, ocupamos habitaciones sin otra compañía que el perezoso girar de los ventiladores, bebimos ron y cachaza, ordenamos las pasiones, aclaramos las ideas arrullados por la lluvia, y decidimos qué hacer con la jodida costumbre de vivir”.
Fueron llegando a mi vida sin orden y con concierto. Cada una traía su propia música y al marcharse dejaban el estribillo de su canción grabado para siempre en mi memoria. Algunas cantaban éxitos vulgares de cualquier verano. Otras se vestían de profundidad y conocimiento y hacían de las noches frías de diciembre un conservatorio de horario estricto y nivel sobresaliente.
Alguna otra interpretaba la melodía como Dios le daba a entender, volteaba las letras sin ton ni son con el objetivo intransferible de confesar su propia vida, deceleraba los ritmos impuestos por la melancolía y acababa imponiendo un popurrí indigesto que no se curaba con ninguna agua tónica. Se metían en mi vida sin previo aviso.
Cuando me quise dar cuenta, habían llenado los armarios con sus ropas y sus sombreros y sus paraguas, y los muebles del cuarto de baño estaban atestados de secadores de pelo y braguitas minúsculas, de botecitos de cremas hidratantes y cepillos de dientes de distintos colores y tamaños.
Llenaban el frigorífico de verduras frescas y frutas de olores vivos, y nunca sucumbieron a la tentación de compartir mis latas de conservas, mis botellas de bebidas espirituosas ni mis libros de mesita de noche. Al contrario, me invitaban a compartir sus lecturas y sus bebidas sin gas y sin alcohol y el gimnasio de un horario nada sugerente.
Se quedaban poco tiempo en mi vida porque me cansaba de ingerir ensaladas de quesos varios y leer libros absurdos y manuales de autoayuda que no tenían nada en común con la literatura de mis desvaríos.
Al principio me querían como era, me admiraban por lo que representaba, y morían por mis ocurrencias inoportunas en el momento y lugar oportunos. Pero al cabo de varias semanas intentaban sin éxito reducir el tamaño indecente de mi estómago, cambiaban los muebles de lugar sin tener en cuenta mi opinión ni mi concepto estético del lugar ni ningún otro concepto estético que no mancillara la mirada con tan solo mirar de soslayo, reducían mi biblioteca a una docena de libros ya leídos de autores conocidos, alteraban mis horarios desordenados, reducían mis visitas a los bares, buscaban en la rebajas camisas alegres y de diseño más acorde con mi nuevo estado anímico, elegían los vinos que bebía –más económicos de precio, por supuesto-, respondían a mis llamadas telefónicas, concertaban mis citas con el exterior como si el mundo fuese un océano insondable cuyo organigrama solo ellas alteraban a su antojo.
Uno se acostumbra a todo. Qué duda cabe. Pero un día entras en tu casa con dos copas de más y no reconoces las paredes ni los muebles ni la cama, ni los cedés amontonados en cualquier rincón y hueles un perfume que ya no te parece nuevo. No dices nada, porque no puedes decir nada.
Ella, sin embargo, te ve ya una cicatriz en la mirada, pero solo acierta a decir: “Siempre bebiendo con los amigos”. No has bebido con los amigos. Has bebido solo en el bar de abajo, esperando que ella regrese de los grandes almacenes, de la consulta del ginecólogo, de tomar café con alguno de sus ex novios o de contar con detalles minuciosos tu vida a las amigas. Qué más da.
Cualquiera de estos días ya no te pregunta si eres feliz, porque consideran que el esfuerzo realizado hasta el momento es patrimonio más que suficiente para amortizar cualquier duda o deuda al respecto. Cuando vuelves del trabajo ya no te besa, porque anda enmarañada con menesteres de más clara urgencia.
Sin abandonar sus tareas, te describe tu futuro más inmediato. Ella no te obliga a que la acompañes, aunque le gustaría que tú también la ayudaras a elegir el traje para la boda de su prima. No obstante, te entiende y te perdona, incluso te incita a que la esperes en la cafetería más próxima mientras ves el partido de fútbol, aunque ella sabe que a ti el fútbol no te va. No importa, tú te vas a ver el fútbol.
Llega otro día en que ya te has acostumbrado a ver el fútbol, ese exilio obligado al que ningún hombre emparentado con sentido común renuncia. Y entonces descubres el encanto de la soledad obligada que siempre anhelaste pero también la paz reconfortante que cada vez más necesitas para sobrevivir a los estragos de la vida diaria.
Ya no te importa que regrese más tarde, porque no la esperas. Acaso ella tampoco tiene prisa por volver. No importa, porque ambos ya viven una vida que se bifurca en múltiples senderos. ¿Cuándo llega el último día? ¿Quién pone punto final a ese libro cerrado? ¿Quién dice la última palabra cuando ya el diálogo se ha roto mucho tiempo atrás? Poco importa, porque afuera la primavera amenaza con días luminosos y con la sospecha creciente de que la vida todavía no toca a su fin.
Un día desaparecen de tu vida como el rocío cuando calienta el sol. Dicen adiós por propia voluntad, después de haberlo meditado mucho tiempo. Buscan el momento oportuno, pero ellas no saben que tú se lo ofreces sin recato. Se despiden sin nostalgia y con una expresión de falsa tristeza que han aprendido a dibujar durante muchas noches.
Se van para olvidarte sin saber que nunca lo lograrán, porque afuera les espera una vida fácil que buscan y que en el fondo también desprecian, como desprecian sus propias vidas inválidas y recurrentes. Tú las besas por educación, por respeto, también con amor, y les prometes que no las olvidarás, aún cuando ellas sospechan que ya las has olvidado.
Se metieron en tu vida por cualquier razón ajena al entendimiento y a la pasión. Ellas saben que todo acabó y que nunca más nos tropezaremos con los zapatos en el asfalto. No son finales tristes, sino definitivos. No hay palabras, porque nunca las hubo entonces. Tampoco hay reproches, porque el aire estancado ahoga cualquier mirada. Ese día se van para nunca más volver, con la sensación insalubre de los días equivocados.
Otras mujeres van de paso por tu vida. Vuelven y se van sin anuncio previo. Un día te llaman y gastan contigo todas las horas de ese fin de semana. Y después desaparecen. Sabes que otro día te llamarán y te inundarán la cabeza de recuerdos portentosos.
Nunca prometen nada que no puedan cumplir ni sabes, cuando despiertes, si tendrás una carta de despedida sobre la cama. La letra tiene trazo seguro. Es decir, la habían escrito y pensado con antelación y ahora te la dejan sobre la sábana húmeda en la que su olor todavía está caliente.
Tú sonríes porque sabes que es así y siempre será así. Son historias eternas pero con intermitencias ineludibles y ausencias graves. Ellas siempre vienen cargadas de regalos y de libros, de botellas de vino, con pedazos de su vida deshecha y a veces rota. Vienen dispuestas a que las reconfortes y de paso también te reconfortan. Cómo no.
Traen las ganas de vivir a flor de piel, pero en la mirada ya se les adivina unas leves arrugas que no logras identificar con los años, sino con la tristeza. Portan cada vez más una melancolía liviana que las hace atractivas y seductoras. No hablan con palabras de doble filo, pero lo hacen con palabras que hieren, con palabras que no esconden aristas, más bien vivencias, fracasos, amores descarriados y siempre, eso sí, esa infinita inclinación que las empuja sin titubeos a la búsqueda furtiva de la felicidad.
Algunas de ellas están casadas o felizmente casadas, o viven con algún hombre que les hace la existencia más llevadera y conciliadora. Atesoran una vida ordenada, un equilibrio interior envidiable e ineludible. Utilizan el sentido común con la misma destreza con que el matarife agarra el cuchillo del sacrificio.
De vez en cuando, sin embargo, miran por la ventana y ven pasar simétricamente los días que anhelan y se les escapan, atropellados como si fueran una tira cómica, con la confianza apagada de que no los pueden agarrar ni detener, y entonces les inunda la sensación profunda de haber equivocado sus vidas y se van del hogar buscando las sensaciones perdidas y es ahí cuando te buscan, cuando vienen a compartir el tiempo que dejaron quemar sin esperanza, vienen decididas a no formular preguntas sin respuestas sino a resolverlas mientras beben con silencios densos y esquivos que dicen más de ellas que sus inevitables confesiones cuando la madrugada te las pone entre los brazos como si ahí hubiesen deseado estar desde el mismo día en que las conociste.
Traen la ternura aprendida como una herramienta imprescindible en ese exilio interior del que huyen sin éxito pero cuyo éxodo fuerzan ya sin aliento. Mientras tanto, te buscan, sabes que tú no eres el hombre definitivo sino una parada de postas en un camino sin destino, posiblemente sin dirección alguna.
Tú vives sin esperar nada a cambio porque sabes que la vida deja muchos heridos a su paso, intentando ser feliz a tu manera. A veces, cierras la puerta de la casa y también tú huyes a cualquier lugar del mundo donde alguien te espera para compartir esta existencia fugaz. Ella tiene allí una habitación reconfortante y cerrada al ruido exterior.
Te ha esperado durante meses o años, porque en su interior sabe que volverías y porque, de alguna manera, vuelvas o no, no encuentra otra fórmula para hacer viables los días de invierno y las noches de verano. Sabe que un día te irás, y siempre queda la duda de un regreso posible, pero en esa espera hay mucha más felicidad condensada que en otras muchas vidas movidas por la monotonía y el desprecio a la persona a la que ya no aman o tal vez nunca amaron y con la que viven una vida deshecha.
Cuando vuelves, coges el teléfono, alguien te ha echado de menos estos días y tú ahí reconoces el abrazo que todavía no has recibido y eres feliz de esa manera fugaz y perversa que es tratar de robar minutos a cada hora, porque cada hora es definitiva y efímera como el fuego que ofrece un fósforo o como la existencia imposible de esa piedra de hielo que tiras a la acera cualquier tarde de estío.
Vuelves a tu casa porque aquí escondes un lugar acogedor donde desprenderte de la tristeza que ellas te inoculan en las venas cuando están a tu lado, porque vienen no a romper o saltar las alambradas del hastío, sino a hacerte cómplice de una tristeza compacta que se les ha adherido a la piel, como si fuese otra piel sobre su propia piel, como si para reconocerlas tuvieras que romperla o atravesarla como si fuera una máscara y desposeerlas de un pasado escurridizo que les volatiliza la belleza natural de sus gestos y las convierte en criaturas siamesas de ellas mismas.
Son como sombras, van adonde ellas van y se nutren de sus propias vivencias y las agarran y zarandean como si pretendieran transmutarles los deseos y la desdicha de sentirse vacías y viscosas como huevos de serpiente. Y es ahí cuando arrancan a llorar con un llanto sordo y eficaz, porque saben que tú las escuchas y las comprendes, aunque también adivinan que no te interesa su angustia, porque es antigua y oscura, y no ayuda a recomponer las oportunidades huecas ni los desafíos desatinados.
Te abrazan y te besan, por supuesto, y duermen a tu lado con una serenidad que compadeces y un cansancio remoto de pensar que tú ya estás al otro lado de la mampara componiendo el protocolo de otra aventura furtiva donde la tristeza no ocupe toda la superficie de la mesa y donde las posibilidades de mirar de frente al destino no necesiten de ningún manual de autoayuda ni de otros versos que no escapen a sus ojos y a sus ambiciones.
Siempre quedan, claro está, los amores de una sola noche, aquellas mujeres que te buscaron para volcar sobre ti todas las frustraciones acumuladas en toda una vida, pero que también encontraron en ti el colchón donde no les hubiera importado acomodarse para siempre, aun sabiendo que ese sueño era una ecuación irresoluble, porque no había nada en común entre esos dos seres descarriados que se buscan para apagar con aliento recíproco, en las últimas horas de la noche, las obligadas ensoñaciones que ofrecen como recaudo los excesos etílicos.
Queda más tarde una sensación agridulce de no haber resuelto nada, sino simplemente la conciencia de una soledad encubierta que ambos alimentamos con mimo y desvergüenza en la resaca posterior a toda fiebre siniestra.
Después vienen, eso sí, los días monótonos, los días hieráticos, la ambición soterrada de que será el último intento fallido por esconder las armas en cualquier batalla que no es la que buscamos. Pero la historia siempre se repite con ese mecanismo perfecto de reloj cuya aguja gira inexorablemente sobre el mismo eje a fin de repetir las mismas horas y andar el mismo itinerario, aunque, ya lo sabes, el tiempo no es el mismo, si bien es la misma aguja que gira sobre la misma superficie y señala la misma hora.
Pero el tiempo es otro, y la mujer es otra, pero trae la misma tristeza incólume como si fuera una prenda recién planchada que te ofrece como si fueses el primer amante a quien se la ofrece. Y tal vez sea así, porque en cada entrega hay un principio y unos nuevos propósitos.
Incluso su tristeza parece nueva, pero no lo es. La has reconocido en ella y también en otras mujeres que miran con la misma ternura de yeguas olvidadas y dan con su piel un paraíso ya descubierto pero deshabitado y frío, que necesita calor y dedicación, que necesita aislarlo de otras humedades y de otras dudas atrincheradas en el software de su conciencia.
Tienen estas mujeres la necesidad consolidada y la responsabilidad íntima de pedirte otra noche a tu lado, aun cuando saben que ésta o la otra serán la última, porque somos ambos dos criaturas solitarias que vagan por la ciudad sin rumbo y que se esconden en la noche acechando otra alma gemela que las distraiga de los trasiegos de la existencia y de los pormenores de sus obligaciones mínimas.
Tienen estas mujeres una mirada profunda pero también lejana, difícil de encontrar si las buscas con ahínco, porque tampoco ellas se ven si se miran al espejo. Eso sí, perciben un vacío en el globo ocular que no saben si es producto de la vista cansada, o de la vida cansada, o del cansancio de vivir sin encontrarse en el espejo cuando se miran o después cuando cierran los ojos e intentan huir de los sueños advenedizos que les dicen quiénes son y que después olvidan con la primera ducha torrencial que cae sobre su piel como el linimento del olvido que las cubre por otra jornada en la que apagan de nuevo su vida.
Te abrazan con violencia descontrolada que pretenden emular con la pasión pero que más se parece a la melancolía propia de una hembra destrozada. Y su dulzura tiene brumos acumulados en la piel con los que tus dedos tropiezan e impiden que las retengas por más tiempo, como si hubiesen nacido para ser libres pero quisieran quedarse asimismo adormecidas sobre tu pecho, acurrucadas al calor que no tienen y buscan cada noche en cualquier cama, como si no les importara llenar esta u otra habitación, o posiblemente saben a ciencia cierta qué habitación abandonaron un día contra sus propios pronósticos pensando que todas las habitaciones son iguales y todas las camas tienen el mismo calor soñado de aquellos días en que fueron felices.
No les importa engañarse y engañarte, porque saben sobre todo que la vida cabe en una película de Hollywood o en una novela romántica o en un viaje que se consumió con la misma premura con la que se toma un desayuno. Y de esa brevedad malinterpretada e indigesta se nutren a diario para no morir del todo cada noche cuando te encuentran bebiendo en los bares, buscando los ojos que ahora te miran y que sabes que pronto o tarde te mirarían con el objeto primero de arrebatarte una sola noche en mitad de este inmenso y desordenado almacén que es la pura y puñetera existencia.
Hoy esta mujer trae la belleza nueva del último intento, la necesidad de robarle al desengaño todas las migajas de desprecio que conserva desde entonces, desde aquel día gris en que se desdobló su vida por senderos irreconciliables.
Te aman con ese amor volátil de quien no cree en el amor, ni falta que les hace, porque ya han aprendido de los efectos narcóticos de los sentimientos y de los intentos múltiples que abocan en el desengaño.
En fin, no es ahora el lugar ni el momento de transgredir esta felicidad esporádica que ofrece el encuentro, porque sobre todo saben que de estos momentos está construido el puzle de su felicidad.
En cualquier caso, siempre quedan los amores verdaderos y las mujeres auténticas. No siempre te acompañan cuando la vida se hace difícil o te extravías entre sueños ajenos que no buscas, pero tú sabes que están ahí, presentes como el aire, aunque no las ves, pero las sientes como si fueran tu propia sombra.
Un día se acomodaron en tu corazón con la pretensión de no huir jamás, porque hay destinos ineludibles y obligados. Se sentaron a un lado de tu vida, siempre esperando, vigías de sueños ensordecedores que te arrastraban a un vacío inescrutable.
Siempre estaban allí donde no las buscabas y donde nunca sospechaste que te pudieran esperar, dotadas de una paciencia sin brechas, con media sonrisa de complicidad que siempre aceptabas, con una serenidad que a veces extraviabas en los bolsillos del pantalón entre clínex y monedas sueltas y papeles con anotaciones y llaves que no abrían ninguna puerta.
Fueras adonde fueras te seguían sin preguntas, porque solo les interesaba estar a tu lado, en cualquier rincón del mundo porque tú eras su mundo y, a fin de cuentas, el entorno lo transformaban ellas a su antojo, y tú las dejabas, pintaban los paisajes con colores cálidos y alargaban los días como si soplaran un globo de chicle en el que cabe la vida condensada.
Después te llenaban el vaso de vino y te lo daban a beber en sus labios, y te susurraban palabras que no debes repetir por pudor y que nunca se borran de la memoria. Y nunca se cansaban de ir contigo a la ducha o a la cama, de sentarse contigo a la barra de cualquier bar y de leer contigo los mismos libros cuando las noches se prolongan con éxito más allá de toda especulación.
Te aman sin advertencias y sin compromisos, sin tarjetas de crédito y sin horarios, sin números clave y sin números de la suerte, porque cuando te abrazan a cualquier hora se lo juegan todo, porque no pretenden ganar ni perder, sino jugar, nada más que compartir contigo la mirada del mundo.
No saben cómo te encontraron. Generalmente, hay un momento fugaz que transforma e ilumina sus vidas para siempre. Te dicen que te aman con palabras que no esconden aristas, generosas en adjetivos y en noches que nunca olvidan y que tú tampoco alcanzas a olvidar, ni pretendes hacerlo, por supuesto. Te ofrecen una complicidad compacta como una olla de acero, como un contrato blindado, como un río cuyos límites los ojos no alcanzan a definir.
Más allá, en el horizonte, siempre te esperan, sentadas a la sombra de un árbol que sobrevive al cambio climático, a las tertulias radiofónicas, a los vendavales falsos de la actualidad. Traen un silencio frágil en sus manos que necesitas y que te ofrecen sin nada a cambio, no como si fuera una mercancía, sino como un regalo desinteresado que ya esperabas.
Te ofrecen su vida sin aditivos, sin especias, sin especulaciones, sin alfombras, sin protocolos, sin intereses bancarios, sin crisis financieras, sin dudas, sin teatro, sin fechas, porque traen todo el tiempo del mundo para que te lo bebas de un solo trago.
Y tú, sin lugar a dudas, bebes con ellas hasta que la madrugada se rompe como un vaso cuando estalla a tus pies, y es ahí ya cuando las palabras han cumplido su función primera y ahora abren paso a dos cuerpos que se buscaron desde mucho tiempo atrás y que siempre que se encuentran se reconocen con una necesidad que alivia nuestra existencia y reconforta como el chocolate caliente o como la luz del sol después de una prolongada tempestad.
Es aquí donde descubres todas las posibilidades de la tristeza, donde quisieras estar cuando ya se han ido, donde siempre vuelves para no vagar sin rumbo por las aceras de cualquier ciudad que desconoces. Es aquí y ahora donde te quieres quedar, lejos del ruido de las calles que ignoras y de otros ojos que te buscan y que rehúyes.
Quieres quedarte para siempre mirando sus ojos y oliendo su piel, tendido mientras ella te inventa y te descubre con sus dedos, sin prisas y convencida de que no quiere otro paisaje que esta habitación donde no tienen cabida la tristeza ni la sospecha remota de que el tiempo pueda tener bordes como las mesas, cerraduras como las puertas, orillas como los ríos, olvido como los hombres.
Sabes que ella conoce todas las posibilidades que ofrece la tristeza, por eso la tritura como si fuese una fruta y la tira al aire para que se esparza por la tierra y la tierra la engulla y se pierda para siempre. Y así lo hace, sin palabras, midiendo un momento eterno que la memoria nunca logrará doblegar ni confundir.
Estas mujeres son bellas como los sueños que buscas y se volatilizan cuando nace el día, pero solo tú sabes que algunos sueños se pueden atrapar con las manos y degustar con el paladar y recordar para olvidar a aquellas otras mujeres advenedizas que un día se metieron en tu vida por cualquier razón que desconoces y que ahora ríen y aman con tristeza.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de junio de 2011.
Luis Sepúlveda
Fueron llegando a mi vida sin orden y con concierto. Cada una traía su propia música y al marcharse dejaban el estribillo de su canción grabado para siempre en mi memoria. Algunas cantaban éxitos vulgares de cualquier verano. Otras se vestían de profundidad y conocimiento y hacían de las noches frías de diciembre un conservatorio de horario estricto y nivel sobresaliente.
Alguna otra interpretaba la melodía como Dios le daba a entender, volteaba las letras sin ton ni son con el objetivo intransferible de confesar su propia vida, deceleraba los ritmos impuestos por la melancolía y acababa imponiendo un popurrí indigesto que no se curaba con ninguna agua tónica. Se metían en mi vida sin previo aviso.
Cuando me quise dar cuenta, habían llenado los armarios con sus ropas y sus sombreros y sus paraguas, y los muebles del cuarto de baño estaban atestados de secadores de pelo y braguitas minúsculas, de botecitos de cremas hidratantes y cepillos de dientes de distintos colores y tamaños.
Llenaban el frigorífico de verduras frescas y frutas de olores vivos, y nunca sucumbieron a la tentación de compartir mis latas de conservas, mis botellas de bebidas espirituosas ni mis libros de mesita de noche. Al contrario, me invitaban a compartir sus lecturas y sus bebidas sin gas y sin alcohol y el gimnasio de un horario nada sugerente.
Se quedaban poco tiempo en mi vida porque me cansaba de ingerir ensaladas de quesos varios y leer libros absurdos y manuales de autoayuda que no tenían nada en común con la literatura de mis desvaríos.
Al principio me querían como era, me admiraban por lo que representaba, y morían por mis ocurrencias inoportunas en el momento y lugar oportunos. Pero al cabo de varias semanas intentaban sin éxito reducir el tamaño indecente de mi estómago, cambiaban los muebles de lugar sin tener en cuenta mi opinión ni mi concepto estético del lugar ni ningún otro concepto estético que no mancillara la mirada con tan solo mirar de soslayo, reducían mi biblioteca a una docena de libros ya leídos de autores conocidos, alteraban mis horarios desordenados, reducían mis visitas a los bares, buscaban en la rebajas camisas alegres y de diseño más acorde con mi nuevo estado anímico, elegían los vinos que bebía –más económicos de precio, por supuesto-, respondían a mis llamadas telefónicas, concertaban mis citas con el exterior como si el mundo fuese un océano insondable cuyo organigrama solo ellas alteraban a su antojo.
Uno se acostumbra a todo. Qué duda cabe. Pero un día entras en tu casa con dos copas de más y no reconoces las paredes ni los muebles ni la cama, ni los cedés amontonados en cualquier rincón y hueles un perfume que ya no te parece nuevo. No dices nada, porque no puedes decir nada.
Ella, sin embargo, te ve ya una cicatriz en la mirada, pero solo acierta a decir: “Siempre bebiendo con los amigos”. No has bebido con los amigos. Has bebido solo en el bar de abajo, esperando que ella regrese de los grandes almacenes, de la consulta del ginecólogo, de tomar café con alguno de sus ex novios o de contar con detalles minuciosos tu vida a las amigas. Qué más da.
Cualquiera de estos días ya no te pregunta si eres feliz, porque consideran que el esfuerzo realizado hasta el momento es patrimonio más que suficiente para amortizar cualquier duda o deuda al respecto. Cuando vuelves del trabajo ya no te besa, porque anda enmarañada con menesteres de más clara urgencia.
Sin abandonar sus tareas, te describe tu futuro más inmediato. Ella no te obliga a que la acompañes, aunque le gustaría que tú también la ayudaras a elegir el traje para la boda de su prima. No obstante, te entiende y te perdona, incluso te incita a que la esperes en la cafetería más próxima mientras ves el partido de fútbol, aunque ella sabe que a ti el fútbol no te va. No importa, tú te vas a ver el fútbol.
Llega otro día en que ya te has acostumbrado a ver el fútbol, ese exilio obligado al que ningún hombre emparentado con sentido común renuncia. Y entonces descubres el encanto de la soledad obligada que siempre anhelaste pero también la paz reconfortante que cada vez más necesitas para sobrevivir a los estragos de la vida diaria.
Ya no te importa que regrese más tarde, porque no la esperas. Acaso ella tampoco tiene prisa por volver. No importa, porque ambos ya viven una vida que se bifurca en múltiples senderos. ¿Cuándo llega el último día? ¿Quién pone punto final a ese libro cerrado? ¿Quién dice la última palabra cuando ya el diálogo se ha roto mucho tiempo atrás? Poco importa, porque afuera la primavera amenaza con días luminosos y con la sospecha creciente de que la vida todavía no toca a su fin.
Un día desaparecen de tu vida como el rocío cuando calienta el sol. Dicen adiós por propia voluntad, después de haberlo meditado mucho tiempo. Buscan el momento oportuno, pero ellas no saben que tú se lo ofreces sin recato. Se despiden sin nostalgia y con una expresión de falsa tristeza que han aprendido a dibujar durante muchas noches.
Se van para olvidarte sin saber que nunca lo lograrán, porque afuera les espera una vida fácil que buscan y que en el fondo también desprecian, como desprecian sus propias vidas inválidas y recurrentes. Tú las besas por educación, por respeto, también con amor, y les prometes que no las olvidarás, aún cuando ellas sospechan que ya las has olvidado.
Se metieron en tu vida por cualquier razón ajena al entendimiento y a la pasión. Ellas saben que todo acabó y que nunca más nos tropezaremos con los zapatos en el asfalto. No son finales tristes, sino definitivos. No hay palabras, porque nunca las hubo entonces. Tampoco hay reproches, porque el aire estancado ahoga cualquier mirada. Ese día se van para nunca más volver, con la sensación insalubre de los días equivocados.
Otras mujeres van de paso por tu vida. Vuelven y se van sin anuncio previo. Un día te llaman y gastan contigo todas las horas de ese fin de semana. Y después desaparecen. Sabes que otro día te llamarán y te inundarán la cabeza de recuerdos portentosos.
Nunca prometen nada que no puedan cumplir ni sabes, cuando despiertes, si tendrás una carta de despedida sobre la cama. La letra tiene trazo seguro. Es decir, la habían escrito y pensado con antelación y ahora te la dejan sobre la sábana húmeda en la que su olor todavía está caliente.
Tú sonríes porque sabes que es así y siempre será así. Son historias eternas pero con intermitencias ineludibles y ausencias graves. Ellas siempre vienen cargadas de regalos y de libros, de botellas de vino, con pedazos de su vida deshecha y a veces rota. Vienen dispuestas a que las reconfortes y de paso también te reconfortan. Cómo no.
Traen las ganas de vivir a flor de piel, pero en la mirada ya se les adivina unas leves arrugas que no logras identificar con los años, sino con la tristeza. Portan cada vez más una melancolía liviana que las hace atractivas y seductoras. No hablan con palabras de doble filo, pero lo hacen con palabras que hieren, con palabras que no esconden aristas, más bien vivencias, fracasos, amores descarriados y siempre, eso sí, esa infinita inclinación que las empuja sin titubeos a la búsqueda furtiva de la felicidad.
Algunas de ellas están casadas o felizmente casadas, o viven con algún hombre que les hace la existencia más llevadera y conciliadora. Atesoran una vida ordenada, un equilibrio interior envidiable e ineludible. Utilizan el sentido común con la misma destreza con que el matarife agarra el cuchillo del sacrificio.
De vez en cuando, sin embargo, miran por la ventana y ven pasar simétricamente los días que anhelan y se les escapan, atropellados como si fueran una tira cómica, con la confianza apagada de que no los pueden agarrar ni detener, y entonces les inunda la sensación profunda de haber equivocado sus vidas y se van del hogar buscando las sensaciones perdidas y es ahí cuando te buscan, cuando vienen a compartir el tiempo que dejaron quemar sin esperanza, vienen decididas a no formular preguntas sin respuestas sino a resolverlas mientras beben con silencios densos y esquivos que dicen más de ellas que sus inevitables confesiones cuando la madrugada te las pone entre los brazos como si ahí hubiesen deseado estar desde el mismo día en que las conociste.
Traen la ternura aprendida como una herramienta imprescindible en ese exilio interior del que huyen sin éxito pero cuyo éxodo fuerzan ya sin aliento. Mientras tanto, te buscan, sabes que tú no eres el hombre definitivo sino una parada de postas en un camino sin destino, posiblemente sin dirección alguna.
Tú vives sin esperar nada a cambio porque sabes que la vida deja muchos heridos a su paso, intentando ser feliz a tu manera. A veces, cierras la puerta de la casa y también tú huyes a cualquier lugar del mundo donde alguien te espera para compartir esta existencia fugaz. Ella tiene allí una habitación reconfortante y cerrada al ruido exterior.
Te ha esperado durante meses o años, porque en su interior sabe que volverías y porque, de alguna manera, vuelvas o no, no encuentra otra fórmula para hacer viables los días de invierno y las noches de verano. Sabe que un día te irás, y siempre queda la duda de un regreso posible, pero en esa espera hay mucha más felicidad condensada que en otras muchas vidas movidas por la monotonía y el desprecio a la persona a la que ya no aman o tal vez nunca amaron y con la que viven una vida deshecha.
Cuando vuelves, coges el teléfono, alguien te ha echado de menos estos días y tú ahí reconoces el abrazo que todavía no has recibido y eres feliz de esa manera fugaz y perversa que es tratar de robar minutos a cada hora, porque cada hora es definitiva y efímera como el fuego que ofrece un fósforo o como la existencia imposible de esa piedra de hielo que tiras a la acera cualquier tarde de estío.
Vuelves a tu casa porque aquí escondes un lugar acogedor donde desprenderte de la tristeza que ellas te inoculan en las venas cuando están a tu lado, porque vienen no a romper o saltar las alambradas del hastío, sino a hacerte cómplice de una tristeza compacta que se les ha adherido a la piel, como si fuese otra piel sobre su propia piel, como si para reconocerlas tuvieras que romperla o atravesarla como si fuera una máscara y desposeerlas de un pasado escurridizo que les volatiliza la belleza natural de sus gestos y las convierte en criaturas siamesas de ellas mismas.
Son como sombras, van adonde ellas van y se nutren de sus propias vivencias y las agarran y zarandean como si pretendieran transmutarles los deseos y la desdicha de sentirse vacías y viscosas como huevos de serpiente. Y es ahí cuando arrancan a llorar con un llanto sordo y eficaz, porque saben que tú las escuchas y las comprendes, aunque también adivinan que no te interesa su angustia, porque es antigua y oscura, y no ayuda a recomponer las oportunidades huecas ni los desafíos desatinados.
Te abrazan y te besan, por supuesto, y duermen a tu lado con una serenidad que compadeces y un cansancio remoto de pensar que tú ya estás al otro lado de la mampara componiendo el protocolo de otra aventura furtiva donde la tristeza no ocupe toda la superficie de la mesa y donde las posibilidades de mirar de frente al destino no necesiten de ningún manual de autoayuda ni de otros versos que no escapen a sus ojos y a sus ambiciones.
Siempre quedan, claro está, los amores de una sola noche, aquellas mujeres que te buscaron para volcar sobre ti todas las frustraciones acumuladas en toda una vida, pero que también encontraron en ti el colchón donde no les hubiera importado acomodarse para siempre, aun sabiendo que ese sueño era una ecuación irresoluble, porque no había nada en común entre esos dos seres descarriados que se buscan para apagar con aliento recíproco, en las últimas horas de la noche, las obligadas ensoñaciones que ofrecen como recaudo los excesos etílicos.
Queda más tarde una sensación agridulce de no haber resuelto nada, sino simplemente la conciencia de una soledad encubierta que ambos alimentamos con mimo y desvergüenza en la resaca posterior a toda fiebre siniestra.
Después vienen, eso sí, los días monótonos, los días hieráticos, la ambición soterrada de que será el último intento fallido por esconder las armas en cualquier batalla que no es la que buscamos. Pero la historia siempre se repite con ese mecanismo perfecto de reloj cuya aguja gira inexorablemente sobre el mismo eje a fin de repetir las mismas horas y andar el mismo itinerario, aunque, ya lo sabes, el tiempo no es el mismo, si bien es la misma aguja que gira sobre la misma superficie y señala la misma hora.
Pero el tiempo es otro, y la mujer es otra, pero trae la misma tristeza incólume como si fuera una prenda recién planchada que te ofrece como si fueses el primer amante a quien se la ofrece. Y tal vez sea así, porque en cada entrega hay un principio y unos nuevos propósitos.
Incluso su tristeza parece nueva, pero no lo es. La has reconocido en ella y también en otras mujeres que miran con la misma ternura de yeguas olvidadas y dan con su piel un paraíso ya descubierto pero deshabitado y frío, que necesita calor y dedicación, que necesita aislarlo de otras humedades y de otras dudas atrincheradas en el software de su conciencia.
Tienen estas mujeres la necesidad consolidada y la responsabilidad íntima de pedirte otra noche a tu lado, aun cuando saben que ésta o la otra serán la última, porque somos ambos dos criaturas solitarias que vagan por la ciudad sin rumbo y que se esconden en la noche acechando otra alma gemela que las distraiga de los trasiegos de la existencia y de los pormenores de sus obligaciones mínimas.
Tienen estas mujeres una mirada profunda pero también lejana, difícil de encontrar si las buscas con ahínco, porque tampoco ellas se ven si se miran al espejo. Eso sí, perciben un vacío en el globo ocular que no saben si es producto de la vista cansada, o de la vida cansada, o del cansancio de vivir sin encontrarse en el espejo cuando se miran o después cuando cierran los ojos e intentan huir de los sueños advenedizos que les dicen quiénes son y que después olvidan con la primera ducha torrencial que cae sobre su piel como el linimento del olvido que las cubre por otra jornada en la que apagan de nuevo su vida.
Te abrazan con violencia descontrolada que pretenden emular con la pasión pero que más se parece a la melancolía propia de una hembra destrozada. Y su dulzura tiene brumos acumulados en la piel con los que tus dedos tropiezan e impiden que las retengas por más tiempo, como si hubiesen nacido para ser libres pero quisieran quedarse asimismo adormecidas sobre tu pecho, acurrucadas al calor que no tienen y buscan cada noche en cualquier cama, como si no les importara llenar esta u otra habitación, o posiblemente saben a ciencia cierta qué habitación abandonaron un día contra sus propios pronósticos pensando que todas las habitaciones son iguales y todas las camas tienen el mismo calor soñado de aquellos días en que fueron felices.
No les importa engañarse y engañarte, porque saben sobre todo que la vida cabe en una película de Hollywood o en una novela romántica o en un viaje que se consumió con la misma premura con la que se toma un desayuno. Y de esa brevedad malinterpretada e indigesta se nutren a diario para no morir del todo cada noche cuando te encuentran bebiendo en los bares, buscando los ojos que ahora te miran y que sabes que pronto o tarde te mirarían con el objeto primero de arrebatarte una sola noche en mitad de este inmenso y desordenado almacén que es la pura y puñetera existencia.
Hoy esta mujer trae la belleza nueva del último intento, la necesidad de robarle al desengaño todas las migajas de desprecio que conserva desde entonces, desde aquel día gris en que se desdobló su vida por senderos irreconciliables.
Te aman con ese amor volátil de quien no cree en el amor, ni falta que les hace, porque ya han aprendido de los efectos narcóticos de los sentimientos y de los intentos múltiples que abocan en el desengaño.
En fin, no es ahora el lugar ni el momento de transgredir esta felicidad esporádica que ofrece el encuentro, porque sobre todo saben que de estos momentos está construido el puzle de su felicidad.
En cualquier caso, siempre quedan los amores verdaderos y las mujeres auténticas. No siempre te acompañan cuando la vida se hace difícil o te extravías entre sueños ajenos que no buscas, pero tú sabes que están ahí, presentes como el aire, aunque no las ves, pero las sientes como si fueran tu propia sombra.
Un día se acomodaron en tu corazón con la pretensión de no huir jamás, porque hay destinos ineludibles y obligados. Se sentaron a un lado de tu vida, siempre esperando, vigías de sueños ensordecedores que te arrastraban a un vacío inescrutable.
Siempre estaban allí donde no las buscabas y donde nunca sospechaste que te pudieran esperar, dotadas de una paciencia sin brechas, con media sonrisa de complicidad que siempre aceptabas, con una serenidad que a veces extraviabas en los bolsillos del pantalón entre clínex y monedas sueltas y papeles con anotaciones y llaves que no abrían ninguna puerta.
Fueras adonde fueras te seguían sin preguntas, porque solo les interesaba estar a tu lado, en cualquier rincón del mundo porque tú eras su mundo y, a fin de cuentas, el entorno lo transformaban ellas a su antojo, y tú las dejabas, pintaban los paisajes con colores cálidos y alargaban los días como si soplaran un globo de chicle en el que cabe la vida condensada.
Después te llenaban el vaso de vino y te lo daban a beber en sus labios, y te susurraban palabras que no debes repetir por pudor y que nunca se borran de la memoria. Y nunca se cansaban de ir contigo a la ducha o a la cama, de sentarse contigo a la barra de cualquier bar y de leer contigo los mismos libros cuando las noches se prolongan con éxito más allá de toda especulación.
Te aman sin advertencias y sin compromisos, sin tarjetas de crédito y sin horarios, sin números clave y sin números de la suerte, porque cuando te abrazan a cualquier hora se lo juegan todo, porque no pretenden ganar ni perder, sino jugar, nada más que compartir contigo la mirada del mundo.
No saben cómo te encontraron. Generalmente, hay un momento fugaz que transforma e ilumina sus vidas para siempre. Te dicen que te aman con palabras que no esconden aristas, generosas en adjetivos y en noches que nunca olvidan y que tú tampoco alcanzas a olvidar, ni pretendes hacerlo, por supuesto. Te ofrecen una complicidad compacta como una olla de acero, como un contrato blindado, como un río cuyos límites los ojos no alcanzan a definir.
Más allá, en el horizonte, siempre te esperan, sentadas a la sombra de un árbol que sobrevive al cambio climático, a las tertulias radiofónicas, a los vendavales falsos de la actualidad. Traen un silencio frágil en sus manos que necesitas y que te ofrecen sin nada a cambio, no como si fuera una mercancía, sino como un regalo desinteresado que ya esperabas.
Te ofrecen su vida sin aditivos, sin especias, sin especulaciones, sin alfombras, sin protocolos, sin intereses bancarios, sin crisis financieras, sin dudas, sin teatro, sin fechas, porque traen todo el tiempo del mundo para que te lo bebas de un solo trago.
Y tú, sin lugar a dudas, bebes con ellas hasta que la madrugada se rompe como un vaso cuando estalla a tus pies, y es ahí ya cuando las palabras han cumplido su función primera y ahora abren paso a dos cuerpos que se buscaron desde mucho tiempo atrás y que siempre que se encuentran se reconocen con una necesidad que alivia nuestra existencia y reconforta como el chocolate caliente o como la luz del sol después de una prolongada tempestad.
Es aquí donde descubres todas las posibilidades de la tristeza, donde quisieras estar cuando ya se han ido, donde siempre vuelves para no vagar sin rumbo por las aceras de cualquier ciudad que desconoces. Es aquí y ahora donde te quieres quedar, lejos del ruido de las calles que ignoras y de otros ojos que te buscan y que rehúyes.
Quieres quedarte para siempre mirando sus ojos y oliendo su piel, tendido mientras ella te inventa y te descubre con sus dedos, sin prisas y convencida de que no quiere otro paisaje que esta habitación donde no tienen cabida la tristeza ni la sospecha remota de que el tiempo pueda tener bordes como las mesas, cerraduras como las puertas, orillas como los ríos, olvido como los hombres.
Sabes que ella conoce todas las posibilidades que ofrece la tristeza, por eso la tritura como si fuese una fruta y la tira al aire para que se esparza por la tierra y la tierra la engulla y se pierda para siempre. Y así lo hace, sin palabras, midiendo un momento eterno que la memoria nunca logrará doblegar ni confundir.
Estas mujeres son bellas como los sueños que buscas y se volatilizan cuando nace el día, pero solo tú sabes que algunos sueños se pueden atrapar con las manos y degustar con el paladar y recordar para olvidar a aquellas otras mujeres advenedizas que un día se metieron en tu vida por cualquier razón que desconoces y que ahora ríen y aman con tristeza.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de junio de 2011.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO