Podría llamarse de cualquier manera: Julia, Francisco, Sonia, Cristóbal, Eulalia, Rogelio... Sin embargo, nos apetece llamarla Manuela. Una Manuela cualquiera, ciudadana de cualquier urbe española de cierta entidad, joven –aunque ya no tanto–, con formación y ocupada en cualquier oficio legal.
Manuela se levanta a las seis de la mañana tras seis horas y media aproximadas de descanso. Por costumbre, apura todo el tiempo que le es posible entre las sábanas, pero llega un momento en el que se ve obligada a enfrentarse al fresquete otoñal. Se da cuenta de que va justa para coger el transporte público que la conducirá al trabajo por lo que, otra vez, le toca tomar leche con galletas. Así no hay quien haga dieta.
En cuanto sale a esas calles que tan bien conoce, esta persona muta en trabajadora ‘in itinere’. Mientras se apresura a llegar a su puesto de trabajo, observa en el móvil cuánto le queda para llegar a tiempo a su bus, su metro, su tren de cercanías... a lo que le toque subirse a esta Manuela cualquiera. Siempre llega justa, salvo días catastróficos en los que es mejor no pensar.
El frío otoñal contrasta con el ambiente infernal de los transportes públicos. Nuestra trabajadora ‘in itinere’ se quita de encima un par de capas de ropa y, en lo que dura el trayecto, aprovecha para toquetear el móvil de la manera más pasiva imaginable. Sin mucha conciencia de lo que está haciendo, por mero entretenimiento, este sujeto cualquiera revisa sus redes sociales.
Nuestra protagonista no tiene convicciones religiosas profundas y es tolerante. Se ubica dentro de unas coordenadas ideológicas frágiles y moldeables. Es más, le da asco la política. Sin mucha conciencia de lo que hace, se deja aconsejar por el algoritmo, que siempre la aísla en los temas y los enfoques que le son más afines.
Así, entre el último zasca del amarillo Fulano al Menganito rosita, y el último acto revolucionario de Rita de la Rosca, nuestra trabajadora ‘in itinere’ observa en su red social preferente cómo una pareja de amigos se ha ido de viaje. Y no a cualquier sitio. Han ido a un lugar tan exótico y caro como Locus Sumptuosus. Parecen tan felices, guapos y desestresados en las fotos... ¿Cómo demonios lo hacen con los trabajos de mierda que tienen?
Manuela también quiere irse de viaje y darse un par de caprichos. Al fin y al cabo, todo está a su alcance, no es tan caro, y trabaja. Sin embargo, para su frustración, el alquiler, la luz y los gastos extraordinarios se funden los recursos de la trabajadora ‘in itinere’. Quizá, en un futuro indeterminado y abstracto, pueda permitírselo. Es tiempo de ahorrar, aunque apenas lo consiga.
El medio de transporte público se detiene en una parada que da en la entrada del trabajo de nuestro sujeto cualquiera, y este pasa a convertirse en trabajador, a secas. Durante ocho horas —más otra que no aparece en su contrato, pero que le toca hacer para que salga el trabajo adelante—, el móvil no se utilizará salvo emergencias, necesidades laborales o, de manera disimulada, si le escribe Javi.
Javi es un chaval que le mola a Manuela. Por mil cuestiones que no vienen al caso, la cosa no termina de cuajar. Ella es consciente de que, entre otras cosas, su vida es una colección de malas decisiones sentimentales. Y esta es una de ellas. Lo sabe. Sin embargo, es lo único que la hace sentirse viva, aunque le cueste aceptarlo.
La trabajadora está rindiendo al máximo y toda su capacidad intelectual está puesta en las labores por las que está mal pagada. Tiene derecho a una comida rápida, que no pocas veces se salta por las exigencias del quehacer diario. Se muestra capaz, despierta, competitiva y alerta ante las amenazas de un entorno en constante transformación.
Estresada y ansiosa, se ve obligada a aguantar a algún que otro gilipollas. Sus habilidades siempre están en entredicho y la sonrisa se le presupone. Sus jefes nunca están lo bastante satisfechos. Solo lo suficiente. Y eso le frustra. Aguanta el tipo como mejor puede.
Nada relevante durante las nueve horas de marras. La trabajadora concluye la jornada laboral con la esperanza de que pronto llegue el domingo y vuelve a su ser. Así, el sujeto muta en una Manuela cualquiera, con libertad para hacer lo que quiera. O, al menos, en teoría.
Ahora le toca ir a la academia de idiomas que, por suerte, se encuentra en una calle cercana al curro. Lo cierto es que esta consumidora de productos y servicios gasta una pasta en formación todos los meses. Nadie se lo pide, pero sabe que debe de mantenerse competitiva para sobrevivir en la jungla laboral. Es el ‘sacrificio’ de los que quieren llegar a algo.
Tras hora y media de pestiño indigesto, la consumidora se dirige al medio de transporte público que la debe de llevar a casa. De nuevo, sentada en donde corresponda, Manuela coge el móvil. Se pone al día del circo político y comprueba si sus amistades tienen alguna novedad. Por la mañana compartió algo y Javi lo marcó con un corazoncito. Sonríe. Chute de serotonina. Tiene también un mensaje suyo, que se dedica a leer con atención. Tanta, que casi se salta una parada.
Manuela está agotada en cuerpo y mente. Acaba de darse cuenta de que es jueves. No tiene ni cena ni plan. No hubiera estado mal una cerveza con amigos... Compra una porquería ultraprocesada en el súper de la esquina y se refugia en la seguridad del hogar.
Su mente se relaja, pero también acusa el cansancio de la semana. Si la mente se articula a través del lenguaje, se podría decir que ella apenas es capaz de elaborar una oración subordinada. Acaso le quedan fuerzas para pensar y, desde luego, no tiene la intención de hacerlo. Debería de hacer ejercicio, pero no puede ni con su alma.
Nuestra Manuela cualquiera enciende la calefacción con un temporizador, pone música de fondo en el móvil y se tira en el sofá. Ahí, tirada, rumia lo ocurrido durante aquella jornada de trabajo, sobre su situación económica o sobre sus movidas sentimentales.
Sus pensamientos la traicionan, agotando las pocas energías que le quedan. Rememora los errores y las ofensas, e ignora cualquier situación favorable. Hay quien lo llamaría ‘autoexigencia’, dotándole de un sesgo positivo que no tiene.
En ocasiones, le da por pensar que necesita ayuda psicológica para manejar el estrés y la ansiedad. Sin embargo, el trabajo de los psicólogos debe remunerarse. Y para que te atiendan en la Seguridad Social tienes que estar en una situación extrema, rezar tres ‘padrenuestros’ y confiar en que la vida no acabe contigo en el año que puedes echarle desde que inicias el proceso.
En caso de emergencia, una llamada telefónica con amigos y familiares suele ser el sustituto de los profesionales. Ignora que existen líneas gratuitas para situaciones puntuales y difíciles –muy mal difundidas– y, si las conoce, no cree estar ‘tan mal’. La realidad es que le duele mirarse en el espejo porque se ve mayor, gorda y fofa. Tiene aspiraciones que, pasada la treintena, se niegan a realizarse. Todo lo que desea está a su alcance y, a la vez, tan lejos...
Parece que a todos les va mejor que a ella. Se siente sola y confusa. Quiere ser una persona empoderada, dueña de su destino, rebelde y consecuente. Sin embargo, sabe que no está a la altura de sus propias expectativas. Un hecho que no alivia su patológica ausencia de autoestima.
A veces le da por hablar con su madre, con su padre, o con ambos. En el mejor de los casos, un trámite. En el peor, un intercambio de agobios y estreses. Algunas otras Manuelas tienen pareja, y también con ella les toca ese mismo proceso de intercambio o acumulación de agobios. Al menos, eso sí, les queda el consuelo del contacto físico.
Ella quiere que alguien le haga sentir viva. Necesita desestresarse. Se deja llevar por sus fantasías...
Nuestra Manuela cualquiera cena con una cerveza o un refresco sobre la mesa. Enciende el televisor, pero no lo atiende mucho. En realidad, su atención está puesta en la pantalla del móvil. Espera mensajes que quizá nunca lleguen, novedades que le den alguna alegría.
Le queda una hora para acostarse y está agotada. Decide llevarse al cuerpo el efecto anestésico de un videojuego. No le hace bien, pero tampoco le hace ningún mal. Quizá otra cerveza y patatas. O, tal vez, agua a secas, por la dieta...
Decide que ha llegado el momento de dormir y se mete en la cama. Con un temporizador, pone música relajante en el móvil mientras lo carga. Dicen que es malo, pero le da lo mismo. Intenta leer antes de cerrar los ojos: un último acto de rebeldía vital. Ya lleva una página, pero se le cierran los ojos...
El sujeto cualquiera está apagado o fuera de cobertura.
Haereticus dixit
Manuela se levanta a las seis de la mañana tras seis horas y media aproximadas de descanso. Por costumbre, apura todo el tiempo que le es posible entre las sábanas, pero llega un momento en el que se ve obligada a enfrentarse al fresquete otoñal. Se da cuenta de que va justa para coger el transporte público que la conducirá al trabajo por lo que, otra vez, le toca tomar leche con galletas. Así no hay quien haga dieta.
En cuanto sale a esas calles que tan bien conoce, esta persona muta en trabajadora ‘in itinere’. Mientras se apresura a llegar a su puesto de trabajo, observa en el móvil cuánto le queda para llegar a tiempo a su bus, su metro, su tren de cercanías... a lo que le toque subirse a esta Manuela cualquiera. Siempre llega justa, salvo días catastróficos en los que es mejor no pensar.
El frío otoñal contrasta con el ambiente infernal de los transportes públicos. Nuestra trabajadora ‘in itinere’ se quita de encima un par de capas de ropa y, en lo que dura el trayecto, aprovecha para toquetear el móvil de la manera más pasiva imaginable. Sin mucha conciencia de lo que está haciendo, por mero entretenimiento, este sujeto cualquiera revisa sus redes sociales.
Nuestra protagonista no tiene convicciones religiosas profundas y es tolerante. Se ubica dentro de unas coordenadas ideológicas frágiles y moldeables. Es más, le da asco la política. Sin mucha conciencia de lo que hace, se deja aconsejar por el algoritmo, que siempre la aísla en los temas y los enfoques que le son más afines.
Así, entre el último zasca del amarillo Fulano al Menganito rosita, y el último acto revolucionario de Rita de la Rosca, nuestra trabajadora ‘in itinere’ observa en su red social preferente cómo una pareja de amigos se ha ido de viaje. Y no a cualquier sitio. Han ido a un lugar tan exótico y caro como Locus Sumptuosus. Parecen tan felices, guapos y desestresados en las fotos... ¿Cómo demonios lo hacen con los trabajos de mierda que tienen?
Manuela también quiere irse de viaje y darse un par de caprichos. Al fin y al cabo, todo está a su alcance, no es tan caro, y trabaja. Sin embargo, para su frustración, el alquiler, la luz y los gastos extraordinarios se funden los recursos de la trabajadora ‘in itinere’. Quizá, en un futuro indeterminado y abstracto, pueda permitírselo. Es tiempo de ahorrar, aunque apenas lo consiga.
El medio de transporte público se detiene en una parada que da en la entrada del trabajo de nuestro sujeto cualquiera, y este pasa a convertirse en trabajador, a secas. Durante ocho horas —más otra que no aparece en su contrato, pero que le toca hacer para que salga el trabajo adelante—, el móvil no se utilizará salvo emergencias, necesidades laborales o, de manera disimulada, si le escribe Javi.
Javi es un chaval que le mola a Manuela. Por mil cuestiones que no vienen al caso, la cosa no termina de cuajar. Ella es consciente de que, entre otras cosas, su vida es una colección de malas decisiones sentimentales. Y esta es una de ellas. Lo sabe. Sin embargo, es lo único que la hace sentirse viva, aunque le cueste aceptarlo.
La trabajadora está rindiendo al máximo y toda su capacidad intelectual está puesta en las labores por las que está mal pagada. Tiene derecho a una comida rápida, que no pocas veces se salta por las exigencias del quehacer diario. Se muestra capaz, despierta, competitiva y alerta ante las amenazas de un entorno en constante transformación.
Estresada y ansiosa, se ve obligada a aguantar a algún que otro gilipollas. Sus habilidades siempre están en entredicho y la sonrisa se le presupone. Sus jefes nunca están lo bastante satisfechos. Solo lo suficiente. Y eso le frustra. Aguanta el tipo como mejor puede.
Nada relevante durante las nueve horas de marras. La trabajadora concluye la jornada laboral con la esperanza de que pronto llegue el domingo y vuelve a su ser. Así, el sujeto muta en una Manuela cualquiera, con libertad para hacer lo que quiera. O, al menos, en teoría.
Ahora le toca ir a la academia de idiomas que, por suerte, se encuentra en una calle cercana al curro. Lo cierto es que esta consumidora de productos y servicios gasta una pasta en formación todos los meses. Nadie se lo pide, pero sabe que debe de mantenerse competitiva para sobrevivir en la jungla laboral. Es el ‘sacrificio’ de los que quieren llegar a algo.
Tras hora y media de pestiño indigesto, la consumidora se dirige al medio de transporte público que la debe de llevar a casa. De nuevo, sentada en donde corresponda, Manuela coge el móvil. Se pone al día del circo político y comprueba si sus amistades tienen alguna novedad. Por la mañana compartió algo y Javi lo marcó con un corazoncito. Sonríe. Chute de serotonina. Tiene también un mensaje suyo, que se dedica a leer con atención. Tanta, que casi se salta una parada.
Manuela está agotada en cuerpo y mente. Acaba de darse cuenta de que es jueves. No tiene ni cena ni plan. No hubiera estado mal una cerveza con amigos... Compra una porquería ultraprocesada en el súper de la esquina y se refugia en la seguridad del hogar.
Su mente se relaja, pero también acusa el cansancio de la semana. Si la mente se articula a través del lenguaje, se podría decir que ella apenas es capaz de elaborar una oración subordinada. Acaso le quedan fuerzas para pensar y, desde luego, no tiene la intención de hacerlo. Debería de hacer ejercicio, pero no puede ni con su alma.
Nuestra Manuela cualquiera enciende la calefacción con un temporizador, pone música de fondo en el móvil y se tira en el sofá. Ahí, tirada, rumia lo ocurrido durante aquella jornada de trabajo, sobre su situación económica o sobre sus movidas sentimentales.
Sus pensamientos la traicionan, agotando las pocas energías que le quedan. Rememora los errores y las ofensas, e ignora cualquier situación favorable. Hay quien lo llamaría ‘autoexigencia’, dotándole de un sesgo positivo que no tiene.
En ocasiones, le da por pensar que necesita ayuda psicológica para manejar el estrés y la ansiedad. Sin embargo, el trabajo de los psicólogos debe remunerarse. Y para que te atiendan en la Seguridad Social tienes que estar en una situación extrema, rezar tres ‘padrenuestros’ y confiar en que la vida no acabe contigo en el año que puedes echarle desde que inicias el proceso.
En caso de emergencia, una llamada telefónica con amigos y familiares suele ser el sustituto de los profesionales. Ignora que existen líneas gratuitas para situaciones puntuales y difíciles –muy mal difundidas– y, si las conoce, no cree estar ‘tan mal’. La realidad es que le duele mirarse en el espejo porque se ve mayor, gorda y fofa. Tiene aspiraciones que, pasada la treintena, se niegan a realizarse. Todo lo que desea está a su alcance y, a la vez, tan lejos...
Parece que a todos les va mejor que a ella. Se siente sola y confusa. Quiere ser una persona empoderada, dueña de su destino, rebelde y consecuente. Sin embargo, sabe que no está a la altura de sus propias expectativas. Un hecho que no alivia su patológica ausencia de autoestima.
A veces le da por hablar con su madre, con su padre, o con ambos. En el mejor de los casos, un trámite. En el peor, un intercambio de agobios y estreses. Algunas otras Manuelas tienen pareja, y también con ella les toca ese mismo proceso de intercambio o acumulación de agobios. Al menos, eso sí, les queda el consuelo del contacto físico.
Ella quiere que alguien le haga sentir viva. Necesita desestresarse. Se deja llevar por sus fantasías...
Nuestra Manuela cualquiera cena con una cerveza o un refresco sobre la mesa. Enciende el televisor, pero no lo atiende mucho. En realidad, su atención está puesta en la pantalla del móvil. Espera mensajes que quizá nunca lleguen, novedades que le den alguna alegría.
Le queda una hora para acostarse y está agotada. Decide llevarse al cuerpo el efecto anestésico de un videojuego. No le hace bien, pero tampoco le hace ningún mal. Quizá otra cerveza y patatas. O, tal vez, agua a secas, por la dieta...
Decide que ha llegado el momento de dormir y se mete en la cama. Con un temporizador, pone música relajante en el móvil mientras lo carga. Dicen que es malo, pero le da lo mismo. Intenta leer antes de cerrar los ojos: un último acto de rebeldía vital. Ya lleva una página, pero se le cierran los ojos...
El sujeto cualquiera está apagado o fuera de cobertura.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO