La repugnancia es un sentimiento y, como todo lo emocional, tiene un fuerte componente subjetivo. Sin embargo, tengo la sensación de que esta apreciación personal es común a toda la ciudadanía española. La política de nuestro país da asco.
Soy consciente de que no estoy descubriendo la pólvora. Sin embargo, ya que puedo, tengo que desahogarme. Cada vez que trato de analizar los entresijos de la realidad social y política de nuestro país, me veo como un niño toqueteando con un palo el cadáver de un gorrión putrefacto. Siento un profundo sentimiento de asco.
Ni siquiera me sale repartir las culpas. Me da igual si los responsables de esta guarrería son los iluminados del santo progreso o los restauradores de la escopeta voladora. Me la sopla. Me importa muy poco qué dijeron qué y a quién. No importa ya.
En realidad, están consiguiendo que ni me interesen las posibles soluciones. O, mejor dicho, que no crea en la posibilidad de que existan. España está llegando a tal nivel de decrepitud que me veo obligado a refugiarme en la cultura para no caer en el desánimo. A veces, prefiero hacer crítica social a través de relatos que escribir de política, puesto que hacerlo me hace pensar que formo parte de este circo grotesco.
Quizá, el mayor golpe de estado que puede dar un ciudadano sea abandonar los asuntos públicos. Es posible que renunciar a la realidad social y política para refugiarse en la cultura y la intimidad sea una solución cómoda. Los payasos de la función estarían contentos, sin duda –con perdón del noble oficio de la payasada–. Sin embargo, todo mi ser se rebela contra la idea de retirarme del mundo, por muy tentado que esté.
Desde que retomé mi espacio en las cabeceras de Andalucía Digital en 2018, siempre he tratado de ofrecer una visión comprometida y sincera de la realidad que compartía con mis lectores. Con mis aciertos y errores, he intentado ofrecer una perspectiva progresista, andalucista y coherente de los despropósitos que nos ha tocado vivir. Un intento como otros tantos, es cierto. Sin embargo, quiero pensar que hemos sido originales en nuestros planteamientos.
Renuevo ese compromiso, a pesar de todo, en esta última columna del año 2022. Lo hago con tanta convicción como tristeza. Con la seguridad de que lo que nos espera va a ser peor que lo que dejamos atrás, y con la esperanza de equivocarme en esta última afirmación.
Solo queda desear lo mejor para el año que entra y que, entre esos hechos positivos, se encuentre una renovación política que le devuelva la dignidad a nuestro país. Felices Fiestas.
Haereticus dixit
Soy consciente de que no estoy descubriendo la pólvora. Sin embargo, ya que puedo, tengo que desahogarme. Cada vez que trato de analizar los entresijos de la realidad social y política de nuestro país, me veo como un niño toqueteando con un palo el cadáver de un gorrión putrefacto. Siento un profundo sentimiento de asco.
Ni siquiera me sale repartir las culpas. Me da igual si los responsables de esta guarrería son los iluminados del santo progreso o los restauradores de la escopeta voladora. Me la sopla. Me importa muy poco qué dijeron qué y a quién. No importa ya.
En realidad, están consiguiendo que ni me interesen las posibles soluciones. O, mejor dicho, que no crea en la posibilidad de que existan. España está llegando a tal nivel de decrepitud que me veo obligado a refugiarme en la cultura para no caer en el desánimo. A veces, prefiero hacer crítica social a través de relatos que escribir de política, puesto que hacerlo me hace pensar que formo parte de este circo grotesco.
Quizá, el mayor golpe de estado que puede dar un ciudadano sea abandonar los asuntos públicos. Es posible que renunciar a la realidad social y política para refugiarse en la cultura y la intimidad sea una solución cómoda. Los payasos de la función estarían contentos, sin duda –con perdón del noble oficio de la payasada–. Sin embargo, todo mi ser se rebela contra la idea de retirarme del mundo, por muy tentado que esté.
Desde que retomé mi espacio en las cabeceras de Andalucía Digital en 2018, siempre he tratado de ofrecer una visión comprometida y sincera de la realidad que compartía con mis lectores. Con mis aciertos y errores, he intentado ofrecer una perspectiva progresista, andalucista y coherente de los despropósitos que nos ha tocado vivir. Un intento como otros tantos, es cierto. Sin embargo, quiero pensar que hemos sido originales en nuestros planteamientos.
Renuevo ese compromiso, a pesar de todo, en esta última columna del año 2022. Lo hago con tanta convicción como tristeza. Con la seguridad de que lo que nos espera va a ser peor que lo que dejamos atrás, y con la esperanza de equivocarme en esta última afirmación.
Solo queda desear lo mejor para el año que entra y que, entre esos hechos positivos, se encuentre una renovación política que le devuelva la dignidad a nuestro país. Felices Fiestas.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO