Me desagradaba que mis manos revolotearan como polillas por el interior del armario, en la tenue aspereza de su olor a ropa guardada; pero… el que la sigue la consigue. Los bolsillos de una cazadora acolchada me ofrecieron la gran sorpresa: hallé un teléfono con la batería descargada y una cartera de piel marrón muy gastada que contenía el DNI de Castilla, un carnet de lector de la Biblioteca Provincial, distintas tarjetas: la sanitaria, una de crédito y otra renovable de transporte público, y, aparte y a la vista, las fotografías de estudio, antiguas, de un hombre y una mujer solemnes, entendí que eran sus padres.
En la segunda habitación, más libros y un rimero de cajas repletas; levanté las solapas de una y encontré el mismo ejemplar repetido n veces, parte o la edición completa de tres narraciones, según el índice, escritas por Castilla. La primera de ellas comenzaba así: «El rebaño perdido tras una esquina lloraba temeroso la cercana hecatombe». Consideré que las otras cajas contenían el resto de su producción literaria; probé en otra y leí, al azar: «…los asnos pisan las margaritas muertas…». Recoloqué el volumen y surgió la objeción, leve, casi un rubor; se me estaba poniendo cuerpo de catacaldos en el fondo de la habitación, mientras hurgaba entre todo aquello. Recordé entonces que sobre el respaldo de la única silla del dormitorio había visto unos pantalones. Regresé y allí estaban, la parte de la cintura colgaba detrás, hacia la pared, y tenían puesto un cinturón de cuero; también, una camisa, usada, debajo. Introduje una mano en los bolsillos; en uno rocé un pañuelo y en el otro un par de billetes, de diez y de veinte, que devolví.
En el minúsculo cuarto de baño flotaba un ligero hedor a cañería, pero el agua rebalsada en el inodoro era nueva; alguien había tirado de la cadena, acusé al abogado y al casero. El armarito con espejo –otra vez, aquí, de refilón, el intruso–, lo llenaban varias jabonetas con su envoltura, loción, colonia, nuevos y desgastados útiles de aseo, un pequeño botiquín, un bote de polvos de talco y una caja de pastillas para la tensión; sobre el lavabo, limpio, sin cercos, una agrietada pastilla de jabón amarillento en la jabonera; contra la lividez de los azulejos colgaban las toallas y un albornoz; en el rincón opuesto a la cortina con anillas del plato de ducha, junto a la puerta, había un cesto de lona, plegable, parecía nuevo, con algunas prendas de ropa sucia.
Pasé a la cocina, con ventana al patio por donde la mañana se había colado con tanta soltura que imitaba a la alegría; encantada de mirarse en el alicatado, en todo lo blanco o claro que hubiera por allí, de crear distintos reflejos, me evitaba encender la rosca fluorescente aplicada en el techo. Vecina a la placa de vitrocerámica había una caja de metacrilato con útiles de cocina; sobre una tablita de madera, la solitaria cafetera de aluminio mostraba la roña negruzca del líquido evaporado, los posos resecos colmaban su embudo. Un paquete de galletas sin empezar, varias cajitas de distintas infusiones y más paquetes de café, pasta, grano o legumbres, tres latas de conservas y una botella de aceite ocupaban los estrechos armarios de la pequeña cocina. Dentro del frigorífico encontré mantequilla rancia, queso endurecido, un paquete empezado de café molido, una bolsa de ensalada convertida en maloliente papilla de vegetales, una botella de jerez oloroso en las últimas y poca cosa más.
Ensombrecido por el pudor, sin su autoridad, sin su permiso, como se ahuyenta a manotazos la frágil estela de una mariposa, recorría la casa, el hogar donde ejercía su intimidad a pleno pulmón otra persona, un desconocido al que procuraba seguirle los pasos. Vencí sin duda la repulsión de entrometerme en la respiración, en la quietud que guardaba la disposición, el orden que Castilla había establecido, para seguir con mi labor de sabueso, no sin el presagio de que alguien surgido de un futuro inmediato emplearía manos mercenarias para desmontar esta vivienda, fin de nostalgias o recuerdos, un deshacer sin traslado, sin reubicación o acomodo o destino posible. Se había roto el lazo entre la persona y sus objetos.
Regresé al salón, sin duda lugar de trabajo de Castilla. Me acerqué a la mesa arrimada a la pared, junto a la ventana, y me senté en el sillón reclinable. Quise repanchigarme, por probar, solo probar, a ver si sucedía algo, una sensación que me alumbrara la idea resolutiva, y al mover las piernas golpeé algo, unas zapatillas de paño, muy usadas, que estaban debajo. «¡Qué extraño!», me sorprendí, y un repelús me retiró el pie de su blandura de paño. Salvo descuido, no me pareció lugar cómodo ni adecuado para dejarlas.
Giré el sillón y tomé perspectiva: lo que el desaparecido vería en sus horas de reposo, tal vez adormilado frente a la pequeña y ajustada librería. En el techo, la lamparita: un globo azul, transparente a pesar del finísimo baño de polvo. A un lado la ventana, la chata nadería de la calle, un trozo de cielo recortando la fachada, el percutir de la vida hecha sonido, monótono, indiferente; del otro, la banqueta con el teléfono, los estantes, el silencio y sus sombras.
Estaba rodeado de cosas sencillas, dóciles con su inercia en reposo, sin colmo de paciencia, aptas y dispuestas, sujetas al albedrío de un visitante cualquiera. Porque todo en la casa, sin recuerdos a la vista, parecía provisional, a la espera de destino: una maleta en un andén.
Lo que mi olfato –atrofiado olfato humano– detectaba era normalidad, pero interrumpida; es decir, lo que ocurre había dejado de ocurrir, su flujo se había cortado. Castilla, con su ausencia, sencillamente había cerrado el grifo de lo cotidiano; aunque todo, la presión contenida, seguía allí, dispuesto y a la espera, aguardando su llegada para continuar fluyendo.
Giro contrario para abrir el cajón, amplio y de poco fondo de la mesa de teca, sencilla pero con lujo de reposapiés, y menuzar su contenido: clips, tijeras, grapadora… una vieja agenda de bolsillo, pequeña y descuadernada, un pasaporte y un carnet de investigador de la Biblioteca Nacional caducos, y nada más… de interés, salvo el presupuesto de la agencia de viajes: sí, Antananarivo.
Sobre el tablero, aproximadamente lo que me dijo el abogado: Libros encimados por un sobre pajizo; dos agendas reposaban junto a un bote metálico repleto bolígrafos y lapiceros; presidiendo, un marco de plata con el retrato de un bello rostro de mujer que insinuaba una sonrisa cándida: Encarnita Centelles, mucho más joven, lejos de la amarga energía que yo había conocido en la trastienda ‒en la documentación que el gordito de la sucursal me entregara, ningún parecer o declaración la mencionaba‒; abierta, una carpeta de cartulina amarilla que ocupaba el centro del tablero mostraba, sobre unos cuantos folios, la fotografía de un lanchón de río entre abanicos de palmera.
En la segunda habitación, más libros y un rimero de cajas repletas; levanté las solapas de una y encontré el mismo ejemplar repetido n veces, parte o la edición completa de tres narraciones, según el índice, escritas por Castilla. La primera de ellas comenzaba así: «El rebaño perdido tras una esquina lloraba temeroso la cercana hecatombe». Consideré que las otras cajas contenían el resto de su producción literaria; probé en otra y leí, al azar: «…los asnos pisan las margaritas muertas…». Recoloqué el volumen y surgió la objeción, leve, casi un rubor; se me estaba poniendo cuerpo de catacaldos en el fondo de la habitación, mientras hurgaba entre todo aquello. Recordé entonces que sobre el respaldo de la única silla del dormitorio había visto unos pantalones. Regresé y allí estaban, la parte de la cintura colgaba detrás, hacia la pared, y tenían puesto un cinturón de cuero; también, una camisa, usada, debajo. Introduje una mano en los bolsillos; en uno rocé un pañuelo y en el otro un par de billetes, de diez y de veinte, que devolví.
En el minúsculo cuarto de baño flotaba un ligero hedor a cañería, pero el agua rebalsada en el inodoro era nueva; alguien había tirado de la cadena, acusé al abogado y al casero. El armarito con espejo –otra vez, aquí, de refilón, el intruso–, lo llenaban varias jabonetas con su envoltura, loción, colonia, nuevos y desgastados útiles de aseo, un pequeño botiquín, un bote de polvos de talco y una caja de pastillas para la tensión; sobre el lavabo, limpio, sin cercos, una agrietada pastilla de jabón amarillento en la jabonera; contra la lividez de los azulejos colgaban las toallas y un albornoz; en el rincón opuesto a la cortina con anillas del plato de ducha, junto a la puerta, había un cesto de lona, plegable, parecía nuevo, con algunas prendas de ropa sucia.
Pasé a la cocina, con ventana al patio por donde la mañana se había colado con tanta soltura que imitaba a la alegría; encantada de mirarse en el alicatado, en todo lo blanco o claro que hubiera por allí, de crear distintos reflejos, me evitaba encender la rosca fluorescente aplicada en el techo. Vecina a la placa de vitrocerámica había una caja de metacrilato con útiles de cocina; sobre una tablita de madera, la solitaria cafetera de aluminio mostraba la roña negruzca del líquido evaporado, los posos resecos colmaban su embudo. Un paquete de galletas sin empezar, varias cajitas de distintas infusiones y más paquetes de café, pasta, grano o legumbres, tres latas de conservas y una botella de aceite ocupaban los estrechos armarios de la pequeña cocina. Dentro del frigorífico encontré mantequilla rancia, queso endurecido, un paquete empezado de café molido, una bolsa de ensalada convertida en maloliente papilla de vegetales, una botella de jerez oloroso en las últimas y poca cosa más.
Ensombrecido por el pudor, sin su autoridad, sin su permiso, como se ahuyenta a manotazos la frágil estela de una mariposa, recorría la casa, el hogar donde ejercía su intimidad a pleno pulmón otra persona, un desconocido al que procuraba seguirle los pasos. Vencí sin duda la repulsión de entrometerme en la respiración, en la quietud que guardaba la disposición, el orden que Castilla había establecido, para seguir con mi labor de sabueso, no sin el presagio de que alguien surgido de un futuro inmediato emplearía manos mercenarias para desmontar esta vivienda, fin de nostalgias o recuerdos, un deshacer sin traslado, sin reubicación o acomodo o destino posible. Se había roto el lazo entre la persona y sus objetos.
Regresé al salón, sin duda lugar de trabajo de Castilla. Me acerqué a la mesa arrimada a la pared, junto a la ventana, y me senté en el sillón reclinable. Quise repanchigarme, por probar, solo probar, a ver si sucedía algo, una sensación que me alumbrara la idea resolutiva, y al mover las piernas golpeé algo, unas zapatillas de paño, muy usadas, que estaban debajo. «¡Qué extraño!», me sorprendí, y un repelús me retiró el pie de su blandura de paño. Salvo descuido, no me pareció lugar cómodo ni adecuado para dejarlas.
Giré el sillón y tomé perspectiva: lo que el desaparecido vería en sus horas de reposo, tal vez adormilado frente a la pequeña y ajustada librería. En el techo, la lamparita: un globo azul, transparente a pesar del finísimo baño de polvo. A un lado la ventana, la chata nadería de la calle, un trozo de cielo recortando la fachada, el percutir de la vida hecha sonido, monótono, indiferente; del otro, la banqueta con el teléfono, los estantes, el silencio y sus sombras.
Estaba rodeado de cosas sencillas, dóciles con su inercia en reposo, sin colmo de paciencia, aptas y dispuestas, sujetas al albedrío de un visitante cualquiera. Porque todo en la casa, sin recuerdos a la vista, parecía provisional, a la espera de destino: una maleta en un andén.
Lo que mi olfato –atrofiado olfato humano– detectaba era normalidad, pero interrumpida; es decir, lo que ocurre había dejado de ocurrir, su flujo se había cortado. Castilla, con su ausencia, sencillamente había cerrado el grifo de lo cotidiano; aunque todo, la presión contenida, seguía allí, dispuesto y a la espera, aguardando su llegada para continuar fluyendo.
Giro contrario para abrir el cajón, amplio y de poco fondo de la mesa de teca, sencilla pero con lujo de reposapiés, y menuzar su contenido: clips, tijeras, grapadora… una vieja agenda de bolsillo, pequeña y descuadernada, un pasaporte y un carnet de investigador de la Biblioteca Nacional caducos, y nada más… de interés, salvo el presupuesto de la agencia de viajes: sí, Antananarivo.
Sobre el tablero, aproximadamente lo que me dijo el abogado: Libros encimados por un sobre pajizo; dos agendas reposaban junto a un bote metálico repleto bolígrafos y lapiceros; presidiendo, un marco de plata con el retrato de un bello rostro de mujer que insinuaba una sonrisa cándida: Encarnita Centelles, mucho más joven, lejos de la amarga energía que yo había conocido en la trastienda ‒en la documentación que el gordito de la sucursal me entregara, ningún parecer o declaración la mencionaba‒; abierta, una carpeta de cartulina amarilla que ocupaba el centro del tablero mostraba, sobre unos cuantos folios, la fotografía de un lanchón de río entre abanicos de palmera.
HG MANUEL
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