Celebramos el Día de las Bibliotecas con actividades aptas para todos los públicos bajo el lema BiblioTEcuida. Presentaciones, sesiones de lectura, cuentacuentos que nos invitan a visitarlas, reivindicarlas, protegerlas, defenderlas como garantes de la cultura, de la libertad de pensamiento, de la igualdad, de la verdad. Bastiones ante la mentira, la desinformación, los dogmatismos y la eficiente pero alienante, insensible e insensata tecnología, que nos controla y adormece.
Disculpen el tono belicista, pero hablar de bibliotecas es hablar de lo peor y lo mejor del ser humano, de la inteligencia y la sinrazón, de la luz y la oscuridad, de la cordura y la locura, de la paz y la violencia. Sin ir más lejos, en España, elegimos el 24 de octubre para celebrar este día porque coincide con la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo durante la guerra de los Balcanes. Un suceso repetido a lo largo de la historia en el que el miedo, la soberbia, la ignorancia, nos han hecho perder lo que nos hizo sapiens: gran parte de nuestro patrimonio cultural, artístico y científico.
Yo hubiese elegido como día de celebración el 30 de marzo, nacimiento de María Moliner, porque su vida recoge ese binomio al que hacía referencia. Con su biografía podemos explicar la historia de las bibliotecas públicas de nuestro país e, incluso, la historia de la humanidad.
Muchos la recuerdan por su gran obra, el Diccionario de uso del español, publicado en 1966, que en la actualidad sigue siendo uno de los más consultados y útiles en nuestro país. Un trabajo concienzudo de más de quince años y que, para algunos historiadores, fue fruto de la desilusión.
Sin la Guerra Civil, si no la hubiesen apartado de sus proyectos iniciales, quizás no habría tenido tiempo para dedicar a su diccionario. Quién sabe lo que habría pasado si no hubiese tenido que vivir con los ojos cerrados, con el corazón aletargado, con las manos atadas, con la boca cosida...
Al menos a ella no la mataron, como hicieron con otros muchos intelectuales, científicos y eruditos. Solo la relegaron, la olvidaron, la arrinconaron a la biblioteca de la Escuela Técnica de Ingenieros Industriales de Madrid. Puede que ese sea otro de sus grandes legados: el no rendirse, el no tirar la toalla, el saber reinventarse cuando estás señalado, cuando tu talento, tus ideas o tus palabras son ignoradas e infravaloradas.
Su gran obra le valió la candidatura para ocupar la silla B de la Real Academia Española, pero fue ninguneada, aludiendo que no era filóloga de formación, excusa tras la que se escondía la envidia y el machismo recalcitrante de la época, que aún se resistía a valorar a las mujeres como se merecían.
Al año siguiente, en 1973, la RAE le otorgó por unanimidad el Premio Lorenzo Nieto López, pero lo rechazó, entiendo que por dignidad. Supongo que comprendió que era un premio de consolación, una palmadita en la espalda.
Premios, distinciones, que no pueden compararse con el orgullo de que le pongan tu nombre a decenas de colegios, de bibliotecas, de calles y plazas de las ciudades españolas. Porque si María Moliner dejó un legado y los anteriores no fuesen suficientes, fue el de crear la red de bibliotecas públicas, rurales y escolares de este país.
Durante la Segunda República, a través del Patronato de Misiones Pedagógicas, María Moliner fue la encargada de crear bibliotecas en aldeas perdidas, en dotarlas de ejemplares, apostando por dignificar a las personas, por cambiar el mundo a través de los libros, de la educación, de la cultura. Ella sentó las bases para formar a los bibliotecarios, para convertir a las bibliotecas en semillas de futuro, en faros ante las tormentas, en caminos de esperanza.
Elaboró dos planes que aún son de gran vigencia: Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas, dirigido a las bibliotecas rurales y el Proyecto de bases de un Plan de organización general de Bibliotecas del Estado. Entre 1931 y 1939 se crearon más de 5.200 bibliotecas, a las que se les enviaba una caja con cien volúmenes, fichas para clasificarlos y hojas de papel para forrarlos y conservarlos.
Bibliotecas que, durante el levantamiento militar de 1936, fueron saqueadas, cerradas, quemando los libros, encarcelando y matando a maestros, escritores, editores. Un bibliocausto, como lo llama la historiadora Martínez Rus, que duró cuarenta años y que hundió a España en el blanco y negro.
Es por eso por lo que tenemos que valorar nuestras bibliotecas y a nuestros bibliotecarios, porque son la última defensa de un pensamiento libre, porque difunden lo más valioso que una sociedad pueda poseer: su cultura, su arte y su ciencia. La BiblioTEcuida, te transforma, te hace invencible.
Disculpen el tono belicista, pero hablar de bibliotecas es hablar de lo peor y lo mejor del ser humano, de la inteligencia y la sinrazón, de la luz y la oscuridad, de la cordura y la locura, de la paz y la violencia. Sin ir más lejos, en España, elegimos el 24 de octubre para celebrar este día porque coincide con la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo durante la guerra de los Balcanes. Un suceso repetido a lo largo de la historia en el que el miedo, la soberbia, la ignorancia, nos han hecho perder lo que nos hizo sapiens: gran parte de nuestro patrimonio cultural, artístico y científico.
Yo hubiese elegido como día de celebración el 30 de marzo, nacimiento de María Moliner, porque su vida recoge ese binomio al que hacía referencia. Con su biografía podemos explicar la historia de las bibliotecas públicas de nuestro país e, incluso, la historia de la humanidad.
Muchos la recuerdan por su gran obra, el Diccionario de uso del español, publicado en 1966, que en la actualidad sigue siendo uno de los más consultados y útiles en nuestro país. Un trabajo concienzudo de más de quince años y que, para algunos historiadores, fue fruto de la desilusión.
Sin la Guerra Civil, si no la hubiesen apartado de sus proyectos iniciales, quizás no habría tenido tiempo para dedicar a su diccionario. Quién sabe lo que habría pasado si no hubiese tenido que vivir con los ojos cerrados, con el corazón aletargado, con las manos atadas, con la boca cosida...
Al menos a ella no la mataron, como hicieron con otros muchos intelectuales, científicos y eruditos. Solo la relegaron, la olvidaron, la arrinconaron a la biblioteca de la Escuela Técnica de Ingenieros Industriales de Madrid. Puede que ese sea otro de sus grandes legados: el no rendirse, el no tirar la toalla, el saber reinventarse cuando estás señalado, cuando tu talento, tus ideas o tus palabras son ignoradas e infravaloradas.
Su gran obra le valió la candidatura para ocupar la silla B de la Real Academia Española, pero fue ninguneada, aludiendo que no era filóloga de formación, excusa tras la que se escondía la envidia y el machismo recalcitrante de la época, que aún se resistía a valorar a las mujeres como se merecían.
Al año siguiente, en 1973, la RAE le otorgó por unanimidad el Premio Lorenzo Nieto López, pero lo rechazó, entiendo que por dignidad. Supongo que comprendió que era un premio de consolación, una palmadita en la espalda.
Premios, distinciones, que no pueden compararse con el orgullo de que le pongan tu nombre a decenas de colegios, de bibliotecas, de calles y plazas de las ciudades españolas. Porque si María Moliner dejó un legado y los anteriores no fuesen suficientes, fue el de crear la red de bibliotecas públicas, rurales y escolares de este país.
Durante la Segunda República, a través del Patronato de Misiones Pedagógicas, María Moliner fue la encargada de crear bibliotecas en aldeas perdidas, en dotarlas de ejemplares, apostando por dignificar a las personas, por cambiar el mundo a través de los libros, de la educación, de la cultura. Ella sentó las bases para formar a los bibliotecarios, para convertir a las bibliotecas en semillas de futuro, en faros ante las tormentas, en caminos de esperanza.
Elaboró dos planes que aún son de gran vigencia: Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas, dirigido a las bibliotecas rurales y el Proyecto de bases de un Plan de organización general de Bibliotecas del Estado. Entre 1931 y 1939 se crearon más de 5.200 bibliotecas, a las que se les enviaba una caja con cien volúmenes, fichas para clasificarlos y hojas de papel para forrarlos y conservarlos.
Bibliotecas que, durante el levantamiento militar de 1936, fueron saqueadas, cerradas, quemando los libros, encarcelando y matando a maestros, escritores, editores. Un bibliocausto, como lo llama la historiadora Martínez Rus, que duró cuarenta años y que hundió a España en el blanco y negro.
Es por eso por lo que tenemos que valorar nuestras bibliotecas y a nuestros bibliotecarios, porque son la última defensa de un pensamiento libre, porque difunden lo más valioso que una sociedad pueda poseer: su cultura, su arte y su ciencia. La BiblioTEcuida, te transforma, te hace invencible.
MOI PALMERO