Ponderó un momento sus palabras y volvió a escanciar, la botella de Pedro Ximénez se empobrecía a ojos vistas y sin alarma. Bebió, bebí. Quedó interrogante, parecía decirme: «Y después de esto, ¿qué? ¿Qué quiere usted?»
Yo solo quería saber. Así pues:
–¿Dónde puede estar el señor Castilla? –me propuse sorprenderla, ¡qué original!
Ella tomó el vasito, le pasó un dedo por el borde y se lo llevó a los labios, como un beso.
Yo aguardaba.
‒¿Se lo pregunta a alguien que vive en otra ciudad? –fue su salida.
–Se lo pregunto a alguien que lo conoce –la rectifiqué.
Ella me midió con la mirada algo encendida: combustión instantánea.
–Él quería… no; él tenía fijación con ciertos lugares –suavizó la voz, conformada–. Y deseaba visitarlos, pronto, antes de que la evolución… o la civilización, o maldita lo que sea, termine por cambiarlos… o matarlos y queden en una pérdida irreparable. ¡Imagine! ‒suspiró‒. Revivir, y son sus palabras, en esos lugares, eso quería. Revivir, tome nota, una más de nuestras discusiones.
–¿Usted los conoce? ¿Los nombró?
–Son muchos, y tan dispares. Porque habla en general, teóricamente.
–Pero…
–Sí, teóricamente. Él piensa en algo y ya, ahí tiene: lo hizo, vivió la experiencia si mover un dedo, ¡resulta tan cómodo! Aunque, afortunadamente, a veces sufre de periodos aventureros, que yo le alabo. Me habló especialmente de un pueblecito y su playa, en Madagascar, el nombre es largo y enrevesado, no lo recuerdo. Había estado allí, colaborando con alguna ONG, o eso le entendí, y guardaba un recuerdo tan grato que estaba resuelto a volver, ¿otra de sus ideas peregrinas? –lo dejó en suspenso.
–¿Usted cree…?
–Mire, yo también tengo mi lugar de huida, al que siempre estoy yendo… con mis recuerdos: Civita di Bagnoregio. Hoy, para mí tristemente, parece ser que ya lo ha tomado el turismo. Allí me escondí de la vida, lo pretendía, cuando Mario se me murió. Hallé un pueblecito apartado, casi secreto; en él me consolaron su amabilidad, su belleza y su soledad, y también sus vinos, quizá en exceso, por qué no, y sus quesos y su pasta y mis largos paseos por aquella cuesta hermosa y terrible, remedios maravillosos que me ayudaron a soportarlo. Pero no hay escondite para el dolor, es imposible. Lo traes de vuelta, algo cansado, y se acomoda contigo, en tu rutina, en tus obligaciones, aunque tiene sus días de berrinche, sí…
La vi separar y unir las manos, como se hace para el rezo, cuando un resto de tristeza, evocadora, descendía por su cara hasta el silencio, breve, que yo respeté.
–Pepín es un ser tan esquivo y aburrido como interesante –continuaba su crítica–, ¿capta el oxímoron? Vagará ‒apuntó hacia el vano de la puerta‒ buscando algo, un no-sé-qué que solo existe en su cabeza. ¿Volverá? ¡Ah! –se encogió de hombros–. Y, la verdad, tampoco sé si lo deseo, estoy cansada. Mantuvimos una ficción, cada uno imaginando en el otro algo que no tenía; duró un tiempo que nos ha venido bien, alivió los malos tragos de lo que no debimos o tuvimos que beber, los dos, cada uno los suyos. Lo hablamos, lo aceptamos y desde entonces nos hacemos compañía. Yo soy una fuente seca y él, él… ¿se lo puedo decir?, sí porque anda desaparecido, ¡le es fiel a un amor de juventud! Se enamoró y enamorado sigue, ¡ángel mío! Nunca me habló de ella, pero…
Dio un par de palmaditas, insonoras, traviesas; me transmitía su admirada perplejidad.
–La edad, ¿qué cura la edad? ¡Ni los espantos! Una se los traga y los digiere o tiene mala digestión toda la vida. ¿Ha leído el Mairena? Pues hágalo, ¿sabe por qué?, porque anticipa paradojas y perplejidades que luego se tropezará, es inevitable. Verá, cómo lo diría… Yo padezco de conformidad, con sus fiebres, pero sé aplacarlas; él padece de nostalgia, y no sé qué es peor. De pronto le viene un acceso de nostalgia y sin encomendarse a Dios ni al diablo allá que se va, a donde esa perra loca lo lleve. Pero no se imagine exotismos. Puede ser una habitación o la mesa de una terraza o un viaje en autobús ¡Ah, los sueños!, un modo ¿cobarde?, no sé si lo es, creo que no, de viajar la vida. Pero no seré yo quien lo despierte. No tengo autoridad, ni fuerza, ni ganas.
–¿Discutieron ustedes?
–¿Cómo? ¿Discutir? ¡Ah, vaya! –se le fue la vista hacia un ángulo de las alturas–. ¿También le han dicho eso?
–Usted parecía muy enfadada –insistí.
–¡Cómo no iba a estar enfadada! Nosotros… –negó seguido con la cabeza–. Suelo leer lo que escribe, ¿sabe?, quiere oír las frases, comprobar de viva voz el ritmo, la cadencia, si el sonido confirma la propiedad de las palabras, si el tono se mantiene o decae… No es vanidad, ni lo imagine; es un modo de comprobar, de corregir. Para mí es un ejercicio que resulta placentero; me gusta leer, escucharme y que me escuchen, desde niña, ya le digo. Bien, él tiene una novelita, para mí de lo mejor, me encanta, que expone lo siguiente: Una mujer, casada con un rutinario y madre de dos preadolescentes egoistones y consentidos, siente que su vida es poco menos que la de una planta mustia. Desapercibida, mal cuidada, decide, en un impulso desesperado, liberarse, huir, perder de vista ese tedio que la ahoga, todo cuanto conoce y la sujeta. Bien, yo estoy muy interesada, y le pedí, le repetí, le insistí, le supliqué, vamos, a ese, el susodicho que usted busca, que la vertiera a monólogo y la adaptara a mi estilo, por no decir edad, para ser representada. Pepín aceptó, un poco a regañadientes, es verdad, y se puso a ello, al menos eso me dijo. Yo leía y releía la novela, y cuando venía aquí le hacía sugerencias que él anotaba o rechazaba, porque es tan, tan meticuloso… Admito que yo estaba confiada, ¡ah, so boba!, y me decidí, por mi cuenta y riesgo, salvando mis dudas, las tenía, es verdad, ¡como si no lo conociera!, a comentarle mi proyecto, con mucha precaución y mucho adorno, a un director de teatro, antiguo amigo y excelente persona, que se mostró dispuesto a recibir el texto. Texto que nunca llega, ni llegará. Él siempre me dice que sí, que ya, que está en ello, que lo está haciendo. ¡Y no lo hace! Aquel día, el de nuestro último encuentro, descubro… me dice que está entusiasmado con unas fotografías que le han enviado. Tenía que inventarle una historia a cada una de ellas, me parece. Y me trae su entusiasmo y lo mucho que trabaja en el proyecto y lo avanzado que lo lleva… ¿Y lo mío?, le pregunto, ¿para cuándo, eh?, ¿para cuándo? ¡Para nunca!, le grité, porque él ni sabes ni contestas.
Me parecía inverosímil, pero se le quebró la voz; vi, venía oyendo, el naufragio de la esperanza en la mujer. Se le humedecieron los ojos. Sacó un pañuelito de no sé dónde y se limpió con él.
–Qué amargura, ¿sabe?, qué amargura y qué decepción –tironeaba del pañuelo entre las manos–. Me levanté y me fui, para no decirle lo que me vino a la boca, lo que se merecía. Esto ocurrió en la cafetería del hotel.
Se le fue un suspiro, se sonó la nariz, desvió la mirada y la dejó flotar, cansada, en falso y entristecido arrobo.
–¿No volvió a verlo?
–¿Qué? Sí, después. Al rato, vino por aquí, nada, un minuto, no pasó del mostrador, y me dijo que seguiría trabajando en el texto. Ni le hice caso, ¿para qué? Entonces me salió con que posiblemente se iría de viaje; en fin, sus eternas dudas. Típico en él quitarse de en medio. Pero no importa, ¿sabe?, no me importa, la experiencia es buena consejera y yo tengo mucha… –se le apagó la voz, y la dureza del gesto se mudó en alarma, turbada quizá por lo que sus palabras, dichas a locas, insinuaban.
Se ahuecó el peinado, toque rápido, con las dos manos; su mirada zigzagueó por el despacho o salita de estar hasta posarse cerca de mi cabeza.
–Se había informado en una agencia que está aquí, al doblar la calle –parpadeó antes de mirarme, directa–. Traía unos folletos.
–¿Usted pudo leerlos? –le pregunté.
–Ya ve que forma más tonta de, de… –continuaba ella–. Yo pensando, por su silencio, claro, es tan orgulloso el muy bobo, que cualquier relación entre nosotros había terminado, y resulta que está desaparecido. No me lo creo. Estará en un eclipse de los suyos, temporalmente indispuesto con todos sus amigos conocidos y agregados como yo.
Tomó la licorera, la inclinó, observó el escaso líquido oscuro y la sostuvo vertical sobre la falda; repasaba los dedos por sus finos relieves.
La sesión ha terminado, pensé.
El silloncito colaboró con el cuidado al levantarme y no crujió. Desde el suyo, Encarnita Centelles mantenía la mirada sobre mis zapatos; la fue elevando, despacio, cansadamente, hasta llegar a la mía: planteaba el temor de un interrogante.
Cuando salí de la mercería, el atardecer iba desprendiendo más tedio que tristeza desde el trozo de cielo desteñido entre el remate de los tejados. Caminé sin prisa, concreta o inventada, sorprendido por el silencio en la calle, tan contrario al desmañado tiroriro que discordaba en mi cabeza: los recuerdos y reflexiones de la actriz y el inherente cacareo de coincidencias y casualidades que tomaban vuelo; rebasé una farola que pugnaba por encenderse y di con la agencia de viajes; permanecía abierta, languidecía entre un café cerrado y el luminoso de una farmacia. Pregunté, di el nombre del señor Castilla; una breve consulta con el responsable. No debían tener mucha clientela, se acordaban de él; conservaban el presupuesto, aún sin respuesta, de un viaje a Antananarivo, para el último día de abril, solo ida.
Terminada la gestión y de regreso a donde estacioné mi coche di con una placita, mucho más modesta que la del hotel, por la que no había pasado antes; me gustó la hipnótica galería que ocupaba el centro de la fachada principal, los maderos barnizados de sus marcos oscuros, y el árbol frondoso con flores rojas, arracimadas, en el que se repetían los pájaros. Me senté en el banco largo y encalado situado enfrente y permití que el sosiego se adueñara de mi destino durante unos pocos minutos; que el tiempo fluyera y se derramara a su antojo.
Yo solo quería saber. Así pues:
–¿Dónde puede estar el señor Castilla? –me propuse sorprenderla, ¡qué original!
Ella tomó el vasito, le pasó un dedo por el borde y se lo llevó a los labios, como un beso.
Yo aguardaba.
‒¿Se lo pregunta a alguien que vive en otra ciudad? –fue su salida.
–Se lo pregunto a alguien que lo conoce –la rectifiqué.
Ella me midió con la mirada algo encendida: combustión instantánea.
–Él quería… no; él tenía fijación con ciertos lugares –suavizó la voz, conformada–. Y deseaba visitarlos, pronto, antes de que la evolución… o la civilización, o maldita lo que sea, termine por cambiarlos… o matarlos y queden en una pérdida irreparable. ¡Imagine! ‒suspiró‒. Revivir, y son sus palabras, en esos lugares, eso quería. Revivir, tome nota, una más de nuestras discusiones.
–¿Usted los conoce? ¿Los nombró?
–Son muchos, y tan dispares. Porque habla en general, teóricamente.
–Pero…
–Sí, teóricamente. Él piensa en algo y ya, ahí tiene: lo hizo, vivió la experiencia si mover un dedo, ¡resulta tan cómodo! Aunque, afortunadamente, a veces sufre de periodos aventureros, que yo le alabo. Me habló especialmente de un pueblecito y su playa, en Madagascar, el nombre es largo y enrevesado, no lo recuerdo. Había estado allí, colaborando con alguna ONG, o eso le entendí, y guardaba un recuerdo tan grato que estaba resuelto a volver, ¿otra de sus ideas peregrinas? –lo dejó en suspenso.
–¿Usted cree…?
–Mire, yo también tengo mi lugar de huida, al que siempre estoy yendo… con mis recuerdos: Civita di Bagnoregio. Hoy, para mí tristemente, parece ser que ya lo ha tomado el turismo. Allí me escondí de la vida, lo pretendía, cuando Mario se me murió. Hallé un pueblecito apartado, casi secreto; en él me consolaron su amabilidad, su belleza y su soledad, y también sus vinos, quizá en exceso, por qué no, y sus quesos y su pasta y mis largos paseos por aquella cuesta hermosa y terrible, remedios maravillosos que me ayudaron a soportarlo. Pero no hay escondite para el dolor, es imposible. Lo traes de vuelta, algo cansado, y se acomoda contigo, en tu rutina, en tus obligaciones, aunque tiene sus días de berrinche, sí…
La vi separar y unir las manos, como se hace para el rezo, cuando un resto de tristeza, evocadora, descendía por su cara hasta el silencio, breve, que yo respeté.
–Pepín es un ser tan esquivo y aburrido como interesante –continuaba su crítica–, ¿capta el oxímoron? Vagará ‒apuntó hacia el vano de la puerta‒ buscando algo, un no-sé-qué que solo existe en su cabeza. ¿Volverá? ¡Ah! –se encogió de hombros–. Y, la verdad, tampoco sé si lo deseo, estoy cansada. Mantuvimos una ficción, cada uno imaginando en el otro algo que no tenía; duró un tiempo que nos ha venido bien, alivió los malos tragos de lo que no debimos o tuvimos que beber, los dos, cada uno los suyos. Lo hablamos, lo aceptamos y desde entonces nos hacemos compañía. Yo soy una fuente seca y él, él… ¿se lo puedo decir?, sí porque anda desaparecido, ¡le es fiel a un amor de juventud! Se enamoró y enamorado sigue, ¡ángel mío! Nunca me habló de ella, pero…
Dio un par de palmaditas, insonoras, traviesas; me transmitía su admirada perplejidad.
–La edad, ¿qué cura la edad? ¡Ni los espantos! Una se los traga y los digiere o tiene mala digestión toda la vida. ¿Ha leído el Mairena? Pues hágalo, ¿sabe por qué?, porque anticipa paradojas y perplejidades que luego se tropezará, es inevitable. Verá, cómo lo diría… Yo padezco de conformidad, con sus fiebres, pero sé aplacarlas; él padece de nostalgia, y no sé qué es peor. De pronto le viene un acceso de nostalgia y sin encomendarse a Dios ni al diablo allá que se va, a donde esa perra loca lo lleve. Pero no se imagine exotismos. Puede ser una habitación o la mesa de una terraza o un viaje en autobús ¡Ah, los sueños!, un modo ¿cobarde?, no sé si lo es, creo que no, de viajar la vida. Pero no seré yo quien lo despierte. No tengo autoridad, ni fuerza, ni ganas.
–¿Discutieron ustedes?
–¿Cómo? ¿Discutir? ¡Ah, vaya! –se le fue la vista hacia un ángulo de las alturas–. ¿También le han dicho eso?
–Usted parecía muy enfadada –insistí.
–¡Cómo no iba a estar enfadada! Nosotros… –negó seguido con la cabeza–. Suelo leer lo que escribe, ¿sabe?, quiere oír las frases, comprobar de viva voz el ritmo, la cadencia, si el sonido confirma la propiedad de las palabras, si el tono se mantiene o decae… No es vanidad, ni lo imagine; es un modo de comprobar, de corregir. Para mí es un ejercicio que resulta placentero; me gusta leer, escucharme y que me escuchen, desde niña, ya le digo. Bien, él tiene una novelita, para mí de lo mejor, me encanta, que expone lo siguiente: Una mujer, casada con un rutinario y madre de dos preadolescentes egoistones y consentidos, siente que su vida es poco menos que la de una planta mustia. Desapercibida, mal cuidada, decide, en un impulso desesperado, liberarse, huir, perder de vista ese tedio que la ahoga, todo cuanto conoce y la sujeta. Bien, yo estoy muy interesada, y le pedí, le repetí, le insistí, le supliqué, vamos, a ese, el susodicho que usted busca, que la vertiera a monólogo y la adaptara a mi estilo, por no decir edad, para ser representada. Pepín aceptó, un poco a regañadientes, es verdad, y se puso a ello, al menos eso me dijo. Yo leía y releía la novela, y cuando venía aquí le hacía sugerencias que él anotaba o rechazaba, porque es tan, tan meticuloso… Admito que yo estaba confiada, ¡ah, so boba!, y me decidí, por mi cuenta y riesgo, salvando mis dudas, las tenía, es verdad, ¡como si no lo conociera!, a comentarle mi proyecto, con mucha precaución y mucho adorno, a un director de teatro, antiguo amigo y excelente persona, que se mostró dispuesto a recibir el texto. Texto que nunca llega, ni llegará. Él siempre me dice que sí, que ya, que está en ello, que lo está haciendo. ¡Y no lo hace! Aquel día, el de nuestro último encuentro, descubro… me dice que está entusiasmado con unas fotografías que le han enviado. Tenía que inventarle una historia a cada una de ellas, me parece. Y me trae su entusiasmo y lo mucho que trabaja en el proyecto y lo avanzado que lo lleva… ¿Y lo mío?, le pregunto, ¿para cuándo, eh?, ¿para cuándo? ¡Para nunca!, le grité, porque él ni sabes ni contestas.
Me parecía inverosímil, pero se le quebró la voz; vi, venía oyendo, el naufragio de la esperanza en la mujer. Se le humedecieron los ojos. Sacó un pañuelito de no sé dónde y se limpió con él.
–Qué amargura, ¿sabe?, qué amargura y qué decepción –tironeaba del pañuelo entre las manos–. Me levanté y me fui, para no decirle lo que me vino a la boca, lo que se merecía. Esto ocurrió en la cafetería del hotel.
Se le fue un suspiro, se sonó la nariz, desvió la mirada y la dejó flotar, cansada, en falso y entristecido arrobo.
–¿No volvió a verlo?
–¿Qué? Sí, después. Al rato, vino por aquí, nada, un minuto, no pasó del mostrador, y me dijo que seguiría trabajando en el texto. Ni le hice caso, ¿para qué? Entonces me salió con que posiblemente se iría de viaje; en fin, sus eternas dudas. Típico en él quitarse de en medio. Pero no importa, ¿sabe?, no me importa, la experiencia es buena consejera y yo tengo mucha… –se le apagó la voz, y la dureza del gesto se mudó en alarma, turbada quizá por lo que sus palabras, dichas a locas, insinuaban.
Se ahuecó el peinado, toque rápido, con las dos manos; su mirada zigzagueó por el despacho o salita de estar hasta posarse cerca de mi cabeza.
–Se había informado en una agencia que está aquí, al doblar la calle –parpadeó antes de mirarme, directa–. Traía unos folletos.
–¿Usted pudo leerlos? –le pregunté.
–Ya ve que forma más tonta de, de… –continuaba ella–. Yo pensando, por su silencio, claro, es tan orgulloso el muy bobo, que cualquier relación entre nosotros había terminado, y resulta que está desaparecido. No me lo creo. Estará en un eclipse de los suyos, temporalmente indispuesto con todos sus amigos conocidos y agregados como yo.
Tomó la licorera, la inclinó, observó el escaso líquido oscuro y la sostuvo vertical sobre la falda; repasaba los dedos por sus finos relieves.
La sesión ha terminado, pensé.
El silloncito colaboró con el cuidado al levantarme y no crujió. Desde el suyo, Encarnita Centelles mantenía la mirada sobre mis zapatos; la fue elevando, despacio, cansadamente, hasta llegar a la mía: planteaba el temor de un interrogante.
Cuando salí de la mercería, el atardecer iba desprendiendo más tedio que tristeza desde el trozo de cielo desteñido entre el remate de los tejados. Caminé sin prisa, concreta o inventada, sorprendido por el silencio en la calle, tan contrario al desmañado tiroriro que discordaba en mi cabeza: los recuerdos y reflexiones de la actriz y el inherente cacareo de coincidencias y casualidades que tomaban vuelo; rebasé una farola que pugnaba por encenderse y di con la agencia de viajes; permanecía abierta, languidecía entre un café cerrado y el luminoso de una farmacia. Pregunté, di el nombre del señor Castilla; una breve consulta con el responsable. No debían tener mucha clientela, se acordaban de él; conservaban el presupuesto, aún sin respuesta, de un viaje a Antananarivo, para el último día de abril, solo ida.
Terminada la gestión y de regreso a donde estacioné mi coche di con una placita, mucho más modesta que la del hotel, por la que no había pasado antes; me gustó la hipnótica galería que ocupaba el centro de la fachada principal, los maderos barnizados de sus marcos oscuros, y el árbol frondoso con flores rojas, arracimadas, en el que se repetían los pájaros. Me senté en el banco largo y encalado situado enfrente y permití que el sosiego se adueñara de mi destino durante unos pocos minutos; que el tiempo fluyera y se derramara a su antojo.
HG MANUEL
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