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Rafael Soto | Educar a los lectores

Cuanto más investigo sobre los orígenes del periodismo, menos diferencias encuentro entre las prácticas de ayer y las de hoy. No obstante, sí que encuentro una diferencia relevante en la propia actitud de los lectores.


Durante los siglos XVI y XVII, el periodismo primitivo hispano se asentó en dos principios rectores. Por un lado, en los reducidos costes de producción y, por el otro, en el desmesurado interés de los lectores por un mundo en constante evolución. Seríamos reduccionistas si nos quedáramos con solo uno de estos dos motores.

Sumados todos los costes y ganancias, lo cierto es que la producción informativa en sus inicios era muy económica en comparación con otros géneros editoriales. Una inversión cuya vuelta garantizaba el ansia de noticias. Son bien conocidas las prácticas de lectura colectiva en el período, así como el subestimado fenómeno de la semialfabetización: personas que sabían leer, pero no escribir.

El lector era popular, urbano y, desde nuestra perspectiva actual, incrédulo. Sin embargo, valoraba la cultura y, en su sistema de valores, la información era sinónimo de estatus. Un hecho que imponía a vasallos y subalternos la obligación de informar a sus superiores de las novedades.

Salvando las distancias entre épocas, el lector ha evolucionado. Se supone que todos los lectores están alfabetizados y familiarizados con la lectura. Sin embargo, sobrestiman sus capacidades y desprecian la cultura, la información y el arte.

Por un lado, en el mundo de internet, no son pocos los orgullosos de su incultura y desinformación. A alguno le da hasta por abrir cuentas en redes sociales para difundir sus insensateces.

Por otro, tenemos consumistas de titulares y panfletos –no se puede usar otro término para los principales medios de este país–, que ni leen con propiedad ni reflexionan con sensatez. Esclavos del ahora y forofos del político de turno –la polarización crea hinchas, no ciudadanos críticos–, los consumidores de información y opinión no exigen ni se informan con propiedad.

Este desprecio por los hechos y su relato permite a los agentes económicos y políticos mangonear a la prensa, y hace estragos en el personal de las redacciones. Si el buen periodismo ni se premia ni se consume, ¿para qué hacerlo? Los titulares sensacionalistas y engañosos son más rentables.

Tanto por las razones expuestas como por otras que se salen del espacio de esta columna –infoxicación, credibilidad, etc.–, puedo afirmar que para mejorar las condiciones del periodismo contemporáneo y, con ellas, las de nuestra ya dañada democracia, debemos educar a los lectores a través de la alfabetización informacional. Esta formación debe ser una prioridad para la sociedad posmoderna y debe empezar por un cambio de actitud por parte de los consumidores de información.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO
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