Serían las siete de la mañana de un día que se anunciaba esplendoroso, cuando me importunó el señor Flores; se escuchaba un zumbido, un martilleo, el zumbido, el martilleo, y así, a ritmo, mezclado con voces. El hombre ya viajaba (a juzgar por el ruido, en un tren), tal como afirmara la noche anterior.
Entre desayuno y ejercicios matinales pasó el tiempo y llegó la hora, prudente me pareció, de llamar al periodista. Respondió Cardenal con inusitada rapidez. Le expliqué el caso y enseguida se avino a colaborar.
–Espere, un momento –me ordenó, todo dinamismo.
Y lo hice durante no menos de diez minutos, que pasé entretenido en cambiarme el teléfono de oreja.
–Perdone –se disculpó, de aquella manera insustancial, sin concederle motivo, cuando le daba otra vuelta a mis notas y la oreja correspondiente ya comenzaba a protestarme–. Tenía que comprobar la fuente.
–Lejana pero es muy buena: el mismísimo señor Flores –le seguí el tono–. Creo que anoche lamentó su ausencia.
–Seguro que sí, pero no quise aguarle la fiesta. Asistía cierto caballero con el que tuve que ver no hace mucho tiempo.
–Apuesto a que sé quién es.
Escuché una risa alegre, infantiloide, espontánea.
–Parece que es usted un buen detective –ironizó–. Pues sí, el hombrecillo se hace notar mucho, es un gran… –y le volvió la risa–. Flores me cae muy bien; yo comprendo que tiene que navegar entre dos aguas, pero está haciendo una labor maravillosa con lo poco que va quedando del patrimonio histórico, y no lo tiene fácil. También es amigo de Castilla, desde la infancia.
–Lo sé, me lo ha dicho.
Enserió la voz y me pidió que le informara.
Lo hice someramente, haciendo hincapié en aquellos puntos que me interesaban. Él permaneció a la escucha, entre curioso y genuinamente interesado.
–A Castilla no le ha pasado nada que sea distinto a un accidente. Todo lo demás quíteselo de la cabeza.
–Lo afirma con mucha seguridad.
–Solo es una opinión, creo que fundamentada. Nos conocimos en la universidad, compartimos piso, y puedo asegurarle que es una de las personas más sensatas que conozco. De joven tuvo sus veleidades, presumía de espíritu aventurero y tal, como yo, ¿y quién no a esa edad? También le digo que Castilla era un revolucionario, teórico, se entiende, como la mayoría de los universitarios: cambiar el mundo, ¿le suena? El instinto juvenil, atiborrado de ídolos mal digeridos, pretende que le abran la puerta dándole sonoros puñetazos al aire. Es lo de siempre. Hoy, los ídolos son más livianos; algunos, francamente miserables o detestables o…
–Le noto pesimista –corté la retahíla.
–Soy periodista y ya; prolongo la mirada de quienquiera mirar, hasta el detalle más sucio, o estúpido, o trágico –¿por qué no añade «limpio», me pregunté–. Esto que le digo, contra lo que parezca, es mera descripción. La juventud desaparece y quedas integrado en el sistema, que es siempre variable, en continua tendencia. Castilla era un alma solitaria, y resulta que su afán de aventura se resolvía en su interior: imaginando. Leer, pensar y escribir; nada que fuera más allá. Le cuadraba muy bien ganarse la vida como funcionario, ¿comprende?, toda su aventura era interior, je, je…
–Algo así me comentó el abogado –cada poco, su voz se apartaba, así que esto no debió escucharlo.
–Entonces –continuó–, pues fíjese que, tras la licenciatura, incluso mucho antes en mi caso, yo opté por mi vocación, con todos sus riesgos, porque nunca fue fácil, ni lo es, ni lo será, eso está níquel; en cambio, él eligió hacer oposiciones. Aunque tuvo sus épocas, como todo el mundo. En los primeros años de universidad le entró la fiebre inmoral, a lo Henry Miller, y le dio al frasco, al porro y a la vomitera; pero muy temperado, muy borreguil. Después pasó a lo amoral, ya ve, de todo se prueba: Sartre, la Beauvoir, Garaudy con sus bandazos, etcétera; pero yo creo que se decantó más por Camus, este sí le sirvió de guía. Hasta que descubrió a Ciorán, aquí ya se puso insoportable. El existencialismo, la carga de pesimismo… ¿Recuerda? –pregunta retórica.
–Más o menos –dije, para interrumpir, se estaba alargando.
Pero él continuó, imperturbable:
–Le estoy hablando de fiebres, las del estudiante que descubre mirillas para contemplar entre admirado y entontecido las nuevas y fascinantes intimidades del mundo. Castilla quería ser escritor, poeta es más concreto, lo soñaba; todo lo demás era secundario, salvo la inclinación por sus estudios. Siempre tenía libros esturreados por la habitación, no sé cuántas fichas de varias bibliotecas. Aparte, en especial, ya le digo, la poesía. Se deleitaba con los Machado, con Dámaso Alonso, Aleixandre, con su amado Unamuno… quizás los imitaba, se decía alumno de ellos, sin olvidar a Lorca ni a Salinas ni a Rilke ni a León Felipe ni… ¡buf!, por supuesto, a su amadísimo Virgilio, en latín, naturalmente. Aquí me paro, y admire la sopa. Vivía con la fiebre y no paraba de emborronar folios, cuartillas, cuadernos, que amontonaba en carpetas. Yo le pillé alguna, con su tolerancia más que con su consentimiento, y reconozco que no lo entendía del todo, pero rebosaba talento, lo tengo meridiano, ¿no? Y porque me acordaba le ofrecí después una colaboración en mi antiguo periódico. Me dijo que estupendo, creí que muy animado. Y cómo no, pues que lo fue dilatando, me daba un montón de excusas y así rodó la cosa: nunca llegamos a nada. Algo sicológico, sin duda; y esto se lo apunto, tantee por ahí. No sé qué habrá hecho con todos esos borradores. Si los ha perdido, si los ha quemado o si los guarda en un sótano. ¿Usted le ha leído algo?
–No.
–Pues yo, aparte de borradores y un librito juvenil, tampoco.
–Le publicaron otro, dedicado a la muerte de su madre.
–Su madre, una mujer delicada, muy atenta. La recuerdo ofreciéndome una hospitalaria copita de anís y unas pastas servidas en un platito con banda azul. Su casa era de una humildad resplandeciente, todo sencillo y exacto, con ese olor a diáfano que yo asocio al de lavanda. Algo de todo eso impregnaba a Castilla, créame. No sé si lo conserva, je, je. ¿Otro, dice? ¡Ah, sí, claro, que tonto, aquel libro! Pero no llegué a leerlo, no recuerdo por qué. En cambio, no he olvidado que él sentía predilección por una pequeña editorial. Autores escogidos, edición muy cuidada, tapa dura, respeto al texto y demás. Nueva pero ya de éxito en nuestra época; terminó engullida por un grupo editorial que la ha vulgarizado. Envió uno de sus poemarios; le puso fe, me consta, pero le devolvieron el trabajo con una carta de agradecimiento. Una decepción, quizá definitiva; no tengo noticia de que volviera a intentarlo. Perdió el interés, en publicar, no en escribir, eso nunca. Hay quien no baja el listón que se impone, no sabe, y luego llegan las consecuencias –dejó que me las imaginara.
Entre desayuno y ejercicios matinales pasó el tiempo y llegó la hora, prudente me pareció, de llamar al periodista. Respondió Cardenal con inusitada rapidez. Le expliqué el caso y enseguida se avino a colaborar.
–Espere, un momento –me ordenó, todo dinamismo.
Y lo hice durante no menos de diez minutos, que pasé entretenido en cambiarme el teléfono de oreja.
–Perdone –se disculpó, de aquella manera insustancial, sin concederle motivo, cuando le daba otra vuelta a mis notas y la oreja correspondiente ya comenzaba a protestarme–. Tenía que comprobar la fuente.
–Lejana pero es muy buena: el mismísimo señor Flores –le seguí el tono–. Creo que anoche lamentó su ausencia.
–Seguro que sí, pero no quise aguarle la fiesta. Asistía cierto caballero con el que tuve que ver no hace mucho tiempo.
–Apuesto a que sé quién es.
Escuché una risa alegre, infantiloide, espontánea.
–Parece que es usted un buen detective –ironizó–. Pues sí, el hombrecillo se hace notar mucho, es un gran… –y le volvió la risa–. Flores me cae muy bien; yo comprendo que tiene que navegar entre dos aguas, pero está haciendo una labor maravillosa con lo poco que va quedando del patrimonio histórico, y no lo tiene fácil. También es amigo de Castilla, desde la infancia.
–Lo sé, me lo ha dicho.
Enserió la voz y me pidió que le informara.
Lo hice someramente, haciendo hincapié en aquellos puntos que me interesaban. Él permaneció a la escucha, entre curioso y genuinamente interesado.
–A Castilla no le ha pasado nada que sea distinto a un accidente. Todo lo demás quíteselo de la cabeza.
–Lo afirma con mucha seguridad.
–Solo es una opinión, creo que fundamentada. Nos conocimos en la universidad, compartimos piso, y puedo asegurarle que es una de las personas más sensatas que conozco. De joven tuvo sus veleidades, presumía de espíritu aventurero y tal, como yo, ¿y quién no a esa edad? También le digo que Castilla era un revolucionario, teórico, se entiende, como la mayoría de los universitarios: cambiar el mundo, ¿le suena? El instinto juvenil, atiborrado de ídolos mal digeridos, pretende que le abran la puerta dándole sonoros puñetazos al aire. Es lo de siempre. Hoy, los ídolos son más livianos; algunos, francamente miserables o detestables o…
–Le noto pesimista –corté la retahíla.
–Soy periodista y ya; prolongo la mirada de quienquiera mirar, hasta el detalle más sucio, o estúpido, o trágico –¿por qué no añade «limpio», me pregunté–. Esto que le digo, contra lo que parezca, es mera descripción. La juventud desaparece y quedas integrado en el sistema, que es siempre variable, en continua tendencia. Castilla era un alma solitaria, y resulta que su afán de aventura se resolvía en su interior: imaginando. Leer, pensar y escribir; nada que fuera más allá. Le cuadraba muy bien ganarse la vida como funcionario, ¿comprende?, toda su aventura era interior, je, je…
–Algo así me comentó el abogado –cada poco, su voz se apartaba, así que esto no debió escucharlo.
–Entonces –continuó–, pues fíjese que, tras la licenciatura, incluso mucho antes en mi caso, yo opté por mi vocación, con todos sus riesgos, porque nunca fue fácil, ni lo es, ni lo será, eso está níquel; en cambio, él eligió hacer oposiciones. Aunque tuvo sus épocas, como todo el mundo. En los primeros años de universidad le entró la fiebre inmoral, a lo Henry Miller, y le dio al frasco, al porro y a la vomitera; pero muy temperado, muy borreguil. Después pasó a lo amoral, ya ve, de todo se prueba: Sartre, la Beauvoir, Garaudy con sus bandazos, etcétera; pero yo creo que se decantó más por Camus, este sí le sirvió de guía. Hasta que descubrió a Ciorán, aquí ya se puso insoportable. El existencialismo, la carga de pesimismo… ¿Recuerda? –pregunta retórica.
–Más o menos –dije, para interrumpir, se estaba alargando.
Pero él continuó, imperturbable:
–Le estoy hablando de fiebres, las del estudiante que descubre mirillas para contemplar entre admirado y entontecido las nuevas y fascinantes intimidades del mundo. Castilla quería ser escritor, poeta es más concreto, lo soñaba; todo lo demás era secundario, salvo la inclinación por sus estudios. Siempre tenía libros esturreados por la habitación, no sé cuántas fichas de varias bibliotecas. Aparte, en especial, ya le digo, la poesía. Se deleitaba con los Machado, con Dámaso Alonso, Aleixandre, con su amado Unamuno… quizás los imitaba, se decía alumno de ellos, sin olvidar a Lorca ni a Salinas ni a Rilke ni a León Felipe ni… ¡buf!, por supuesto, a su amadísimo Virgilio, en latín, naturalmente. Aquí me paro, y admire la sopa. Vivía con la fiebre y no paraba de emborronar folios, cuartillas, cuadernos, que amontonaba en carpetas. Yo le pillé alguna, con su tolerancia más que con su consentimiento, y reconozco que no lo entendía del todo, pero rebosaba talento, lo tengo meridiano, ¿no? Y porque me acordaba le ofrecí después una colaboración en mi antiguo periódico. Me dijo que estupendo, creí que muy animado. Y cómo no, pues que lo fue dilatando, me daba un montón de excusas y así rodó la cosa: nunca llegamos a nada. Algo sicológico, sin duda; y esto se lo apunto, tantee por ahí. No sé qué habrá hecho con todos esos borradores. Si los ha perdido, si los ha quemado o si los guarda en un sótano. ¿Usted le ha leído algo?
–No.
–Pues yo, aparte de borradores y un librito juvenil, tampoco.
–Le publicaron otro, dedicado a la muerte de su madre.
–Su madre, una mujer delicada, muy atenta. La recuerdo ofreciéndome una hospitalaria copita de anís y unas pastas servidas en un platito con banda azul. Su casa era de una humildad resplandeciente, todo sencillo y exacto, con ese olor a diáfano que yo asocio al de lavanda. Algo de todo eso impregnaba a Castilla, créame. No sé si lo conserva, je, je. ¿Otro, dice? ¡Ah, sí, claro, que tonto, aquel libro! Pero no llegué a leerlo, no recuerdo por qué. En cambio, no he olvidado que él sentía predilección por una pequeña editorial. Autores escogidos, edición muy cuidada, tapa dura, respeto al texto y demás. Nueva pero ya de éxito en nuestra época; terminó engullida por un grupo editorial que la ha vulgarizado. Envió uno de sus poemarios; le puso fe, me consta, pero le devolvieron el trabajo con una carta de agradecimiento. Una decepción, quizá definitiva; no tengo noticia de que volviera a intentarlo. Perdió el interés, en publicar, no en escribir, eso nunca. Hay quien no baja el listón que se impone, no sabe, y luego llegan las consecuencias –dejó que me las imaginara.
HG MANUEL
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