Hace unos días, en el recorrido por la exposición Hiperreal. El arte del trampantojo, en el Museo Thyssen-Bornemisza, me encontré con unos peces pintados en una cerámica de la Campania italiana en el siglo IV antes de nuestra era (a.n.e.).
Me llama la atención la profusión de detalles naturalistas: la cuidadosa representación de las aletas de los peces y las ventosas de las patas del calamar; los dibujos del cuerpo de los peces que permiten distinguir, muy probablemente, un sargo (el pez más grande), una herrera y una mojarra.
Me pregunto ¿por qué una representación tan realista en una cerámica? Desde luego que no parece una simple ornamentación de un recipiente destinado a ser utilizado para contener pescados u otros alimentos. La pintura sobre la superficie de barro no resistiría ese tipo de uso cotidiano.
¿Puede ser un objeto puramente decorativo? ¿Podría ser algo así como esos objetos absolutamente inútiles que compramos como recuerdo de los lugares visitados en nuestros viajes turísticos? No lo creo, no parece que la época se preste a un comercio de productos del tipo “Yo estuve en la Campania”.
Así que me decido a hacer algunas averiguaciones al respecto y me entero de que este tipo de cerámica decorada con peces y seres marinos fue muy frecuente en la cultura griega clásica: se han encontrado más de mil ejemplares. Y especialmente en las colonias del sur de la península italiana, estos objetos se hallaban situados en lugares relacionados con usos funerarios. Por ello se han relacionado los peces con el tránsito a la muerte.
Quizás tenga alguna relación con lo que dice Robert Graves al resumir las múltiples explicaciones sobre la vida en el otro mundo que tenían los primitivos habitantes de Grecia. Entre ellas había una que afirmaba algo tan singular como que “las ánimas podían volver a ser hombres si entraban en habichuelas, nueces o peces y las comían sus futuras madres”.
¿Por qué precisamente “habichuelas, nueces o peces”? Me parece misteriosa la preferencia por esos elementos. Las almas parecen ser bastante caprichosas o, lo que es más factible, son los hermeneutas encargados de interpretar los destinos de las almas humanas quienes son los caprichosos. Sabiendo, como sin duda han sabido los “interpretadores” de lo no visible de todos los tiempos, que los seres humanos nos dejamos fascinar por las significaciones más absurdas e intrincadas.
En todo caso y observando detenidamente la imagen, no me parece que se haya hecho con la intención de ilustrar esa peregrina idea. Me parece más probable que se haya pretendido establecer una relación simbólica entre los peces y el lugar en el que habitan y se mueven: el mar, el océano.
Las grandes extensiones de agua han sugerido múltiples fantasías y significados en todo tipo de culturas. Y, frecuentemente, se han relacionado con las aguas del mundo subterráneo en el que habitan las almas de los muertos.
En la siguiente imagen de un sello acadio de hace aproximadamente 4.300 años, se puede ver a un personaje (el segundo desde la derecha) hacía el que fluyen peces sumergidos en unas ondas acuáticas. Su nombre es Ea (Enki para los sumerios) el dios de las aguas subterráneas y de la sabiduría.
Un ejemplo, mucho más reciente, de vínculo entre la vida humana y los peces se puede ver en Bidasari, una película malaya de 1965. La historia que se narra tiene bastantes similitudes con el conocido cuento de Blancanieves. No hay enanitos, pero sí está incluida una reina malvada con espejo mágico y un príncipe que despierta a la protagonista, Bidasari, y se casa con ella. La película está basada en un poema malayo muy popular en los siglos XVIII y XIX que, a su vez, está basado en una versión más antigua.
James G. Frazer lo resume de la siguiente manera en su obra La rama dorada: un rico mercader y su mujer adoptan a una niñita tierna y bella como un ángel. Pero la vida de la niña está irremisiblemente unida a la de un pez dorado al que se ha transferido su alma y el mercader coloca al pez en una caja de oro llena de agua oculta en el estanque de su jardín.
Cuando la niña crece se convierte en una bellísima mujer y esto preocupa a la reina, que teme que el rey la pueda desear como segunda esposa. Así que decide acabar con ella. Pero, a pesar de las torturas, Bidasari no muere y, para evitar más sufrimiento, le dice a la reina: “Si deseáis que muera, mandad traer la caja que está en el estanque del jardín de mi padre (...) Mi alma está en este pez; por la mañana sacad este pez del agua y al atardecer ponedlo otra vez en ella (...) Si lo hacéis así, yo pronto moriré”. Y efectivamente, “mientras el pez estaba fuera del agua, ella estaba inconsciente pero, al anochecer, cuando ponían el pez en el agua, ella revivía”.
Después de una serie de avatares, el rey descubre a Bidasari aparentemente dormida, pero logra averiguar lo que pasa y le quita el pez a la reina para ponerlo en el agua. Inmediatamente, Bidasari revive. Por lo visto, no hace falta ningún beso –que, por otra parte, hubiera resultado totalmente abusivo, teniendo en cuenta el estado inconsciente de la joven–. Evidentemente, el cuento finaliza con el rey tomando por esposa a Bidasari.
Posdata: en la versión cinematográfica, no es el rey el que salva a Bidasari, sino un príncipe, hijastro de la malvada reina.
Me llama la atención la profusión de detalles naturalistas: la cuidadosa representación de las aletas de los peces y las ventosas de las patas del calamar; los dibujos del cuerpo de los peces que permiten distinguir, muy probablemente, un sargo (el pez más grande), una herrera y una mojarra.
Me pregunto ¿por qué una representación tan realista en una cerámica? Desde luego que no parece una simple ornamentación de un recipiente destinado a ser utilizado para contener pescados u otros alimentos. La pintura sobre la superficie de barro no resistiría ese tipo de uso cotidiano.
¿Puede ser un objeto puramente decorativo? ¿Podría ser algo así como esos objetos absolutamente inútiles que compramos como recuerdo de los lugares visitados en nuestros viajes turísticos? No lo creo, no parece que la época se preste a un comercio de productos del tipo “Yo estuve en la Campania”.
Así que me decido a hacer algunas averiguaciones al respecto y me entero de que este tipo de cerámica decorada con peces y seres marinos fue muy frecuente en la cultura griega clásica: se han encontrado más de mil ejemplares. Y especialmente en las colonias del sur de la península italiana, estos objetos se hallaban situados en lugares relacionados con usos funerarios. Por ello se han relacionado los peces con el tránsito a la muerte.
Quizás tenga alguna relación con lo que dice Robert Graves al resumir las múltiples explicaciones sobre la vida en el otro mundo que tenían los primitivos habitantes de Grecia. Entre ellas había una que afirmaba algo tan singular como que “las ánimas podían volver a ser hombres si entraban en habichuelas, nueces o peces y las comían sus futuras madres”.
¿Por qué precisamente “habichuelas, nueces o peces”? Me parece misteriosa la preferencia por esos elementos. Las almas parecen ser bastante caprichosas o, lo que es más factible, son los hermeneutas encargados de interpretar los destinos de las almas humanas quienes son los caprichosos. Sabiendo, como sin duda han sabido los “interpretadores” de lo no visible de todos los tiempos, que los seres humanos nos dejamos fascinar por las significaciones más absurdas e intrincadas.
En todo caso y observando detenidamente la imagen, no me parece que se haya hecho con la intención de ilustrar esa peregrina idea. Me parece más probable que se haya pretendido establecer una relación simbólica entre los peces y el lugar en el que habitan y se mueven: el mar, el océano.
Las grandes extensiones de agua han sugerido múltiples fantasías y significados en todo tipo de culturas. Y, frecuentemente, se han relacionado con las aguas del mundo subterráneo en el que habitan las almas de los muertos.
En la siguiente imagen de un sello acadio de hace aproximadamente 4.300 años, se puede ver a un personaje (el segundo desde la derecha) hacía el que fluyen peces sumergidos en unas ondas acuáticas. Su nombre es Ea (Enki para los sumerios) el dios de las aguas subterráneas y de la sabiduría.
Un ejemplo, mucho más reciente, de vínculo entre la vida humana y los peces se puede ver en Bidasari, una película malaya de 1965. La historia que se narra tiene bastantes similitudes con el conocido cuento de Blancanieves. No hay enanitos, pero sí está incluida una reina malvada con espejo mágico y un príncipe que despierta a la protagonista, Bidasari, y se casa con ella. La película está basada en un poema malayo muy popular en los siglos XVIII y XIX que, a su vez, está basado en una versión más antigua.
James G. Frazer lo resume de la siguiente manera en su obra La rama dorada: un rico mercader y su mujer adoptan a una niñita tierna y bella como un ángel. Pero la vida de la niña está irremisiblemente unida a la de un pez dorado al que se ha transferido su alma y el mercader coloca al pez en una caja de oro llena de agua oculta en el estanque de su jardín.
Cuando la niña crece se convierte en una bellísima mujer y esto preocupa a la reina, que teme que el rey la pueda desear como segunda esposa. Así que decide acabar con ella. Pero, a pesar de las torturas, Bidasari no muere y, para evitar más sufrimiento, le dice a la reina: “Si deseáis que muera, mandad traer la caja que está en el estanque del jardín de mi padre (...) Mi alma está en este pez; por la mañana sacad este pez del agua y al atardecer ponedlo otra vez en ella (...) Si lo hacéis así, yo pronto moriré”. Y efectivamente, “mientras el pez estaba fuera del agua, ella estaba inconsciente pero, al anochecer, cuando ponían el pez en el agua, ella revivía”.
Después de una serie de avatares, el rey descubre a Bidasari aparentemente dormida, pero logra averiguar lo que pasa y le quita el pez a la reina para ponerlo en el agua. Inmediatamente, Bidasari revive. Por lo visto, no hace falta ningún beso –que, por otra parte, hubiera resultado totalmente abusivo, teniendo en cuenta el estado inconsciente de la joven–. Evidentemente, el cuento finaliza con el rey tomando por esposa a Bidasari.
Posdata: en la versión cinematográfica, no es el rey el que salva a Bidasari, sino un príncipe, hijastro de la malvada reina.
JES JIMÉNEZ SEGURA