Debió de captar algo de sinsustancia en mi cara que lo inspiró; porque, tras el breve inciso (hecho, quizás, por un claro en la memoria, o para que yo asimilara), continuó así con la deriva:
El cuerpo que yace ante el cuerpo que contempla: la muerte y la vida conversan de amor en tanto se miran…
–Usted, que afirma ser detective, y yo le imagino cercado por el misterio… podrá advertir, sin exigirse gran esfuerzo, en qué erráticas disquisiciones consume sus pocos días este viejo que le habla… Provocando al humilde profesor de ciencias que fui, le expongo la siguiente ocurrencia, tómela como un chiste en forma de adivinanza –¡Vaya!, se me escapó (mentalmente)–. Veamos… El tiempo y el espacio intercambian sus propiedades. ¿Qué sucede…? –simuló que aguardaría mi respuesta mientras le durara la sonrisa. Yo fingí que la pensaba–. La vejez. Una simplicidad que, puestos a ello y prescindiendo de mi obstinado guía: la fe, podría formularse si fijamos las relaciones entre los distintos elementos que componen una estructura estable. Pero no, esto es nimio, no… –de nuevo hizo mutis. Yo desesperé por no tener libreta a mano para el apunte, aunque ni repajolera idea de lo que hablaba. Pero se recobró, y ya peregrinaba el profesor por otras lindes–: Mis hijos, me refiero a los carnales, a éste –abrió las manos para incluir la librería y todo cuanto para él representaba– le queda lo que a mí de pasear la calle, tienen otros intereses, es decir menos folía y más pragmatismo… Mi esperanza volará con Esperancita, la dependienta, chica admirable; cuida de que no me descalabre y me vigila cuando subo esa escalera… Nada más gane la oposición a perito agrícola, que le sorbe el día salvo el rato de novio… –anunció la despedida con un aleteo de manos.
Y en tanto él consideraba su auspicio, yo me impuse una pregunta (a riesgo de su elocuencia) por si caía el dato, un detalle, que justificara la visita.
–Tengo entendido que su editorial le publicó un libro a Castilla, su antiguo alumno.
–Pero… considero injusto no referirme a Flores, historiador; usted lo ha mencionado antes, me parece, entre los otros. Le publicamos algo, sí… Preside una asociación que se ocupa de preservar el patrimonio histórico, y esto es importante, porque de algún modo continúa… –se interrumpió don José María y se me quedó mirando; movía los labios, pero no pronunciaba.
Se echó hacia atrás, descansó la cabeza sobre el respaldo del sillón y cerró los ojos; aquietó la respiración y así se mantuvo. Llegué a dudar entre algún tipo de ataque y si se había dormido, o que simplemente descansaba; yo empuñaba el teléfono dispuesto a pedir ayuda. Mordisqueaba la duda y en esto despabiló, recobró la postura y ya contestaba a mi pregunta como si acabara de oírla.
–Y… dice usted Castilla… Su primer libro, porque le publicamos dos, era una delicia juvenil con amores platónicos y toda la carga, ya sabe –se pasó la mano por la cara–. Lo acogía un proyecto que daba cauce a la creación de los jóvenes. El experimento, como tantos otros, resultó gravoso para la editorial… La librería lo soportaba, no era otra su razón de ser; porque nuestro estipendio consistía, sobre todo, en la satisfacción del deber cumplido y en las buenas palabras, cuando las daban… Así y todo, esta editorial ha llegado a las doscientas publicaciones, que no es poco mérito, ¿eh? El segundo libro… posterior a su época universitaria, creo, las fechas, discúlpeme, se me trastocan… se lo editamos, y esto es notable, superando la resistencia del propio Castilla, que se oponía, no crea; este chico fue siempre un personaje… particular. Se empeñó su gran amigo, Hernández, buena persona; alumno, y me apena, no de los mejores, no… aunque yo le suponía talento: dibujaba muy bien, y sus fotografías captaban, en las costumbres del lugar donde las hacía, un aire… diría de arraigada pureza, antigua; alguna le fue premiada, recuerdo, sí… y mereció las páginas de nuestra revista. Quiso este, Hernández, ser director de cine y, según tengo entendido, no ha sabido dirigir su vida, una lástima…–se compadeció–. El caso es que leí aquel cuaderno y me gustó. Más, mucho más: me impresionó. Era un quejido ante Dios, o su conjetura, y un himno de adoración agradecida. El cuerpo que yace ante el cuerpo que contempla: la muerte y la vida conversan de amor en tanto se miran… El libro, en esencia, lo recuerdo así… Velar días y días la enfermedad de la madre, su dilatada agonía en aquel hospital… Aquella experiencia inspiró el libro. Castilla era un joven, en aquellos tiempos, de expresión difícil, hablo en concreto de aquel libro, muy conceptuoso. La tragedia del hijo, así era, estrofa por estrofa, el largo poema… La presencia de la madre, única, antes que nosotros y siempre en nosotros, de pronto se va, nos abandona… –al profesor le cayeron las manos sobre las rodillas. Sibilante, emitió un pequeño ronquido; a veces le costaba respirar–. Sí, la juventud intuye lo que los viejos aceptamos. El tiempo, ese bromista feroz, elije lugar y momento para dejarnos a dos velas –dijo, para sorpresa mía. Y quedó calladito, se le obstinaba la sonrisa.
Yo me mantuve igual: áfono. Se estaba haciendo larga la mañana.
–Algunos ejemplares quedan –recuperó la voz, lo mismo que cae el hilo de agua de un grifo obstruido–, estoy seguro porque se compadece con todo lo editado, en esta selva que me dispensará de explorar. No se vendió mucho, no… Es el sino de un bellísimo animal en extinción: la Poesía ‒se esforzó para mal garabatear con el dedo una P sobre la revista‒. El verso ayudó a fijar en la memoria fechas y vicisitudes, también cantó las hazañas de los héroes… hoy, en el dilatado hoy, se acerca al costado del alma para escuchar sus rumores… No sabe el mundo lo que pierde, a pesar de tanto animal raquítico, híbrido, deforme o alcanforado que se desgañifa entre la maleza, y digo maleza en su segunda acepción… Después, leí, me lo dijeron o me lo dijo, se dedicó a la novela; desconozco… –alentó con fuerza–. Lo cierto es que desde entonces Castilla se olvidó de las letras, o no ha tenido el detalle, la cortesía me permito decir, de enviarme ninguno de sus trabajos… Ha tiempo que no me visita, sí… ¿Y afirma usted que anda desaparecido?
Abrí la boca para responder.
–Usted, que afirma ser detective, y yo le imagino cercado por el misterio… podrá advertir, sin exigirse gran esfuerzo, en qué erráticas disquisiciones consume sus pocos días este viejo que le habla… Provocando al humilde profesor de ciencias que fui, le expongo la siguiente ocurrencia, tómela como un chiste en forma de adivinanza –¡Vaya!, se me escapó (mentalmente)–. Veamos… El tiempo y el espacio intercambian sus propiedades. ¿Qué sucede…? –simuló que aguardaría mi respuesta mientras le durara la sonrisa. Yo fingí que la pensaba–. La vejez. Una simplicidad que, puestos a ello y prescindiendo de mi obstinado guía: la fe, podría formularse si fijamos las relaciones entre los distintos elementos que componen una estructura estable. Pero no, esto es nimio, no… –de nuevo hizo mutis. Yo desesperé por no tener libreta a mano para el apunte, aunque ni repajolera idea de lo que hablaba. Pero se recobró, y ya peregrinaba el profesor por otras lindes–: Mis hijos, me refiero a los carnales, a éste –abrió las manos para incluir la librería y todo cuanto para él representaba– le queda lo que a mí de pasear la calle, tienen otros intereses, es decir menos folía y más pragmatismo… Mi esperanza volará con Esperancita, la dependienta, chica admirable; cuida de que no me descalabre y me vigila cuando subo esa escalera… Nada más gane la oposición a perito agrícola, que le sorbe el día salvo el rato de novio… –anunció la despedida con un aleteo de manos.
Y en tanto él consideraba su auspicio, yo me impuse una pregunta (a riesgo de su elocuencia) por si caía el dato, un detalle, que justificara la visita.
–Tengo entendido que su editorial le publicó un libro a Castilla, su antiguo alumno.
–Pero… considero injusto no referirme a Flores, historiador; usted lo ha mencionado antes, me parece, entre los otros. Le publicamos algo, sí… Preside una asociación que se ocupa de preservar el patrimonio histórico, y esto es importante, porque de algún modo continúa… –se interrumpió don José María y se me quedó mirando; movía los labios, pero no pronunciaba.
Se echó hacia atrás, descansó la cabeza sobre el respaldo del sillón y cerró los ojos; aquietó la respiración y así se mantuvo. Llegué a dudar entre algún tipo de ataque y si se había dormido, o que simplemente descansaba; yo empuñaba el teléfono dispuesto a pedir ayuda. Mordisqueaba la duda y en esto despabiló, recobró la postura y ya contestaba a mi pregunta como si acabara de oírla.
–Y… dice usted Castilla… Su primer libro, porque le publicamos dos, era una delicia juvenil con amores platónicos y toda la carga, ya sabe –se pasó la mano por la cara–. Lo acogía un proyecto que daba cauce a la creación de los jóvenes. El experimento, como tantos otros, resultó gravoso para la editorial… La librería lo soportaba, no era otra su razón de ser; porque nuestro estipendio consistía, sobre todo, en la satisfacción del deber cumplido y en las buenas palabras, cuando las daban… Así y todo, esta editorial ha llegado a las doscientas publicaciones, que no es poco mérito, ¿eh? El segundo libro… posterior a su época universitaria, creo, las fechas, discúlpeme, se me trastocan… se lo editamos, y esto es notable, superando la resistencia del propio Castilla, que se oponía, no crea; este chico fue siempre un personaje… particular. Se empeñó su gran amigo, Hernández, buena persona; alumno, y me apena, no de los mejores, no… aunque yo le suponía talento: dibujaba muy bien, y sus fotografías captaban, en las costumbres del lugar donde las hacía, un aire… diría de arraigada pureza, antigua; alguna le fue premiada, recuerdo, sí… y mereció las páginas de nuestra revista. Quiso este, Hernández, ser director de cine y, según tengo entendido, no ha sabido dirigir su vida, una lástima…–se compadeció–. El caso es que leí aquel cuaderno y me gustó. Más, mucho más: me impresionó. Era un quejido ante Dios, o su conjetura, y un himno de adoración agradecida. El cuerpo que yace ante el cuerpo que contempla: la muerte y la vida conversan de amor en tanto se miran… El libro, en esencia, lo recuerdo así… Velar días y días la enfermedad de la madre, su dilatada agonía en aquel hospital… Aquella experiencia inspiró el libro. Castilla era un joven, en aquellos tiempos, de expresión difícil, hablo en concreto de aquel libro, muy conceptuoso. La tragedia del hijo, así era, estrofa por estrofa, el largo poema… La presencia de la madre, única, antes que nosotros y siempre en nosotros, de pronto se va, nos abandona… –al profesor le cayeron las manos sobre las rodillas. Sibilante, emitió un pequeño ronquido; a veces le costaba respirar–. Sí, la juventud intuye lo que los viejos aceptamos. El tiempo, ese bromista feroz, elije lugar y momento para dejarnos a dos velas –dijo, para sorpresa mía. Y quedó calladito, se le obstinaba la sonrisa.
Yo me mantuve igual: áfono. Se estaba haciendo larga la mañana.
–Algunos ejemplares quedan –recuperó la voz, lo mismo que cae el hilo de agua de un grifo obstruido–, estoy seguro porque se compadece con todo lo editado, en esta selva que me dispensará de explorar. No se vendió mucho, no… Es el sino de un bellísimo animal en extinción: la Poesía ‒se esforzó para mal garabatear con el dedo una P sobre la revista‒. El verso ayudó a fijar en la memoria fechas y vicisitudes, también cantó las hazañas de los héroes… hoy, en el dilatado hoy, se acerca al costado del alma para escuchar sus rumores… No sabe el mundo lo que pierde, a pesar de tanto animal raquítico, híbrido, deforme o alcanforado que se desgañifa entre la maleza, y digo maleza en su segunda acepción… Después, leí, me lo dijeron o me lo dijo, se dedicó a la novela; desconozco… –alentó con fuerza–. Lo cierto es que desde entonces Castilla se olvidó de las letras, o no ha tenido el detalle, la cortesía me permito decir, de enviarme ninguno de sus trabajos… Ha tiempo que no me visita, sí… ¿Y afirma usted que anda desaparecido?
Abrí la boca para responder.
HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
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