La alarma me sorprende mientras que estoy cerrando las persianas. Por suerte, tengo el móvil en el bolsillo y la desactivo sin más complicaciones. Se trata de un aviso, una advertencia. Me guste o no, no me puedo permitir remolonear. Es hora de ir al trabajo. Por suerte, voy bien de tiempo y no me veo obligado a apresurarme. Son las 13:20.
Poco antes había disfrutado de un café con galletas en el postre. Un capricho goloso mientras recordaba con placer la sufrida y accidentada victoria de mi Betis sobre el eterno rival el pasado domingo. Energúmenos y listillos aparte, fue un buen partido en el que el entrenador del Sevilla FC., Julen Lopetegui, se hizo valedor de la nominación al mejor director en el Festival de San Sebastián. No me da palo reconocer el trabajo bien hecho. Un derbi como los de antes.
Mi abuelo, Cristóbal Escobar Jaén, había sido encargado de la sala de trofeos del Betis, y del buen estado tanto del palco como de la sala de prensa. Recuerdo con nostalgia los tiempos en los que íbamos juntos al sagrado templo de Heliópolis. Un lugar al que no he vuelto desde que me trasladé a la Meseta. Con mi correspondiente abono, mi abuelo consiguió el permiso del gerente para que yo entrara con él en la conocida como ‘Puerta de Cristales’. Eran otros tiempos.
Antes, los enormes trofeos ‘Ciudad de Sevilla’ se colocaban sobre una mesa en la parte de atrás de la sala, que presidía un busto de Manuel Ruiz de Lopera. Insisto, otros tiempos. Mi abuelo me dejaba sentado detrás de estos armatostes, en un angosto espacio entre la mesa y unas vitrinas que estaban pegadas a la pared. Yo era un niño y tenía la indicación de que no molestara, ni me moviera de ahí. Así que me quedaba leyendo o estudiando mientras que él volvía a por mí. Nunca tuve incidencias reseñables.
Llegada la hora, como unos aficionados más, nos sentábamos en nuestros asientos y esperábamos el comienzo del partido. Sin lugar a dudas, uno de los hechos más curiosos que recuerdo es la extraña camaradería entre desconocidos.
Semana sí y semana también, te encontrabas con personas que no conocías de nada. Sus rostros se repetían una y otra vez, y hasta saludabas al llegar a los más habituales. Incluso, en ocasiones, te abrazabas a alguno en la celebración de un gol importante. En especial, en los derbis, donde siempre había alguien que metiera la pata, fuera en su campo o en el nuestro. Porque la idiotez no entiende de colores.
Siempre me preguntaba sobre la vida de estas personas. ¿A qué se dedicaban? ¿Tendrían familia? Con toda probabilidad, ni nos reconoceríamos en la calle, y aún menos nos saludaríamos. Sin embargo, éramos rostros conocidos en un espacio común y compartido. Ahora me pregunto si, del mismo modo que yo tenía estas dudas sobre ellos y sus circunstancias, si ellos las tendrían sobre mí.
Sobre estas cuestiones reflexionaba, mientras esperaba con ansiedad a que las galletas se reblandecieran en el café. Son las 13:25 aproximadamente. Salgo del piso algo hinchado por el postre y no abandono el edificio sin comprobar el correo. Sin novedades. Puedo irme. Sin prisas y sin pausas. Puedo permitirme observar la calle.
Por alguna razón, las tiendas y los bares que se encuentran cuesta abajo me parecen tan extraños como el rostro de los viandantes con los que me cruzo. No llevo mucho en el barrio, pero debería de ser suficiente. El terreno se allana y cruzo una carretera que separa el barrio de un centro comercial.
Tras cruzar, la calle vuelve a estar cuesta abajo, aunque es más llana en la acera pegada al edificio. Una acera que, además, me ofrece un camino más recto hacia la parada del autobús. Es en este punto donde me encuentro el único rostro reconocible de todo el recorrido.
Junto a una de las entradas secundarias al centro comercial hay un banco de hormigón al que le da el sol en los días soleados y que está cubierto en los días lluviosos. Al fondo, una pared, del mismo material que el banquito. Cada vez que voy al trabajo, a la hora en la que paso –13:30-13:40, aproximadamente–, hay un señor con gorro rojo, barba abundante y abrigo verde. A su lado, bultos varios que quizá sean su único patrimonio. O no.
Nunca he visto a esta persona pedir limosna. Siempre lo veo sentado con las piernas cruzadas y un cigarrillo entre los dedos índice y corazón de la mano derecha. Es evidente que disfruta de la luz del sol tanto como de la observación de los viandantes. No lo veo a la vuelta, por las noches.
Da igual el sexo o la belleza, el hombre siempre mira a quien pasa, gira la cabeza y continúa observándolo hasta que se aleja demasiado o ve que puede repetir la operación. Quizá sea su forma de disfrutar del pitillo.
Admito que me despierta curiosidad e inquietud. Curiosidad cuando me acerco y lo observo. Inquietud cuando clava sus ojos en mi persona y me sigue con la mirada. Yo bajo la mirada y paso sin más complicaciones. Nunca le he oído decir nada, ni le he visto molestar a nadie. Nunca me he planteado cambiar de acera.
Una de las primeras veces, por instinto, le devolví la mirada. Solo por un instante. Con la pared de hormigón de fondo, su mirada me pareció penetrante, sus ojos oscuros e inexpresivos, su piel morena y arrugada. Incluso me pareció advertir un punto desafiante. No dejó de clavar sus ojos en mí, y yo volví la mirada hacia adelante.
El momento en el que soy observado siento mucha incomodidad. Siempre me embarga la misma pregunta. ¿Qué ve? ¿Qué piensa de mí? ¿Se ha dado cuenta de que paso todos los días? A veces, me planteo que las chicas –en especial, las jóvenes– deben de sentirse aún más incómodas.
También, en ese breve instante, se me ocurre que me encantaría que me saludara y me hablara. Se trata de curiosidad, tirando a cotilleo. Me gustaría saber de él, de sus circunstancias, de su vida. O quizá, mejor no.
Hoy no es diferente. Paso y me observa. En unos instantes, entiendo que he dejado de estar bajo su observación y mi mente pasa a otras cuestiones más anodinas. Sigo adelante, hacia la carretera, para girar a la izquierda y coger la parada.
Mientras llego, me pregunto cuántas personas debe de haber observándome en silencio todos los días. Caras conocidas, o no, con las que te cruzas. Desconocidos que, coartados por los límites cotidianos de la privacidad, se preguntan casi a diario, por un instante, quién eres y cuáles son tus circunstancias, para olvidarte a la misma velocidad. Inevitable, supongo.
Llego a la parada. Son las 13:40-13:45 aproximadamente y no veo venir el autobús. Suena el móvil y me olvido del señor del banquito de hormigón. Es el WhatsApp. Chorradas varias. Mi Betis ha ganado el derbi y ha eliminado al eterno rival. Soy feliz. Somos felices. No hay nada malo, de vez en cuando, en disfrutar del circo, siempre y cuando no se meta el palo en candela.
Haereticus dixit.
Poco antes había disfrutado de un café con galletas en el postre. Un capricho goloso mientras recordaba con placer la sufrida y accidentada victoria de mi Betis sobre el eterno rival el pasado domingo. Energúmenos y listillos aparte, fue un buen partido en el que el entrenador del Sevilla FC., Julen Lopetegui, se hizo valedor de la nominación al mejor director en el Festival de San Sebastián. No me da palo reconocer el trabajo bien hecho. Un derbi como los de antes.
Mi abuelo, Cristóbal Escobar Jaén, había sido encargado de la sala de trofeos del Betis, y del buen estado tanto del palco como de la sala de prensa. Recuerdo con nostalgia los tiempos en los que íbamos juntos al sagrado templo de Heliópolis. Un lugar al que no he vuelto desde que me trasladé a la Meseta. Con mi correspondiente abono, mi abuelo consiguió el permiso del gerente para que yo entrara con él en la conocida como ‘Puerta de Cristales’. Eran otros tiempos.
Antes, los enormes trofeos ‘Ciudad de Sevilla’ se colocaban sobre una mesa en la parte de atrás de la sala, que presidía un busto de Manuel Ruiz de Lopera. Insisto, otros tiempos. Mi abuelo me dejaba sentado detrás de estos armatostes, en un angosto espacio entre la mesa y unas vitrinas que estaban pegadas a la pared. Yo era un niño y tenía la indicación de que no molestara, ni me moviera de ahí. Así que me quedaba leyendo o estudiando mientras que él volvía a por mí. Nunca tuve incidencias reseñables.
Llegada la hora, como unos aficionados más, nos sentábamos en nuestros asientos y esperábamos el comienzo del partido. Sin lugar a dudas, uno de los hechos más curiosos que recuerdo es la extraña camaradería entre desconocidos.
Semana sí y semana también, te encontrabas con personas que no conocías de nada. Sus rostros se repetían una y otra vez, y hasta saludabas al llegar a los más habituales. Incluso, en ocasiones, te abrazabas a alguno en la celebración de un gol importante. En especial, en los derbis, donde siempre había alguien que metiera la pata, fuera en su campo o en el nuestro. Porque la idiotez no entiende de colores.
Siempre me preguntaba sobre la vida de estas personas. ¿A qué se dedicaban? ¿Tendrían familia? Con toda probabilidad, ni nos reconoceríamos en la calle, y aún menos nos saludaríamos. Sin embargo, éramos rostros conocidos en un espacio común y compartido. Ahora me pregunto si, del mismo modo que yo tenía estas dudas sobre ellos y sus circunstancias, si ellos las tendrían sobre mí.
Sobre estas cuestiones reflexionaba, mientras esperaba con ansiedad a que las galletas se reblandecieran en el café. Son las 13:25 aproximadamente. Salgo del piso algo hinchado por el postre y no abandono el edificio sin comprobar el correo. Sin novedades. Puedo irme. Sin prisas y sin pausas. Puedo permitirme observar la calle.
Por alguna razón, las tiendas y los bares que se encuentran cuesta abajo me parecen tan extraños como el rostro de los viandantes con los que me cruzo. No llevo mucho en el barrio, pero debería de ser suficiente. El terreno se allana y cruzo una carretera que separa el barrio de un centro comercial.
Tras cruzar, la calle vuelve a estar cuesta abajo, aunque es más llana en la acera pegada al edificio. Una acera que, además, me ofrece un camino más recto hacia la parada del autobús. Es en este punto donde me encuentro el único rostro reconocible de todo el recorrido.
Junto a una de las entradas secundarias al centro comercial hay un banco de hormigón al que le da el sol en los días soleados y que está cubierto en los días lluviosos. Al fondo, una pared, del mismo material que el banquito. Cada vez que voy al trabajo, a la hora en la que paso –13:30-13:40, aproximadamente–, hay un señor con gorro rojo, barba abundante y abrigo verde. A su lado, bultos varios que quizá sean su único patrimonio. O no.
Nunca he visto a esta persona pedir limosna. Siempre lo veo sentado con las piernas cruzadas y un cigarrillo entre los dedos índice y corazón de la mano derecha. Es evidente que disfruta de la luz del sol tanto como de la observación de los viandantes. No lo veo a la vuelta, por las noches.
Da igual el sexo o la belleza, el hombre siempre mira a quien pasa, gira la cabeza y continúa observándolo hasta que se aleja demasiado o ve que puede repetir la operación. Quizá sea su forma de disfrutar del pitillo.
Admito que me despierta curiosidad e inquietud. Curiosidad cuando me acerco y lo observo. Inquietud cuando clava sus ojos en mi persona y me sigue con la mirada. Yo bajo la mirada y paso sin más complicaciones. Nunca le he oído decir nada, ni le he visto molestar a nadie. Nunca me he planteado cambiar de acera.
Una de las primeras veces, por instinto, le devolví la mirada. Solo por un instante. Con la pared de hormigón de fondo, su mirada me pareció penetrante, sus ojos oscuros e inexpresivos, su piel morena y arrugada. Incluso me pareció advertir un punto desafiante. No dejó de clavar sus ojos en mí, y yo volví la mirada hacia adelante.
El momento en el que soy observado siento mucha incomodidad. Siempre me embarga la misma pregunta. ¿Qué ve? ¿Qué piensa de mí? ¿Se ha dado cuenta de que paso todos los días? A veces, me planteo que las chicas –en especial, las jóvenes– deben de sentirse aún más incómodas.
También, en ese breve instante, se me ocurre que me encantaría que me saludara y me hablara. Se trata de curiosidad, tirando a cotilleo. Me gustaría saber de él, de sus circunstancias, de su vida. O quizá, mejor no.
Hoy no es diferente. Paso y me observa. En unos instantes, entiendo que he dejado de estar bajo su observación y mi mente pasa a otras cuestiones más anodinas. Sigo adelante, hacia la carretera, para girar a la izquierda y coger la parada.
Mientras llego, me pregunto cuántas personas debe de haber observándome en silencio todos los días. Caras conocidas, o no, con las que te cruzas. Desconocidos que, coartados por los límites cotidianos de la privacidad, se preguntan casi a diario, por un instante, quién eres y cuáles son tus circunstancias, para olvidarte a la misma velocidad. Inevitable, supongo.
Llego a la parada. Son las 13:40-13:45 aproximadamente y no veo venir el autobús. Suena el móvil y me olvido del señor del banquito de hormigón. Es el WhatsApp. Chorradas varias. Mi Betis ha ganado el derbi y ha eliminado al eterno rival. Soy feliz. Somos felices. No hay nada malo, de vez en cuando, en disfrutar del circo, siempre y cuando no se meta el palo en candela.
Haereticus dixit.
RAFAEL SOTO