Ismael, el memorable personaje de Herman Melville, en su inmortal obra titulada Moby Dick, piensa que lo mejor es darse a la mar por una temporada para ver la parte acuática del mundo. Es una manera más, escribe Melville, de “combatir la melancolía y de regular la circulación de la sangre”. Añade Ismael: “Este es el sustituto que utilizo para el suicidio”. Pero Ismael advierte que nunca se embarcó como pasajero. Tampoco como comodoro, capitán o cocinero.
Dejaba la fama y distinción de tales empleos a quienes les gustasen. Cuando se hacía a la mar, lo hacía siempre como simple marinero, de los de a proa. A veces, basta con mirar el mar, el método más eficaz para sumergirnos en cualquier pensamiento. Pero cuando Ismael se hacía a la mar, además de hallar la serenidad en la observación de ese enorme espacio acuático, también lo hacía porque le gustaba navegar por mares prohibidos y desembarcar en costas ignotas. Pero sobre todo para poder observar interminables procesiones de ballenas y, en mitad de todas ellas, “un gran fantasma encapuchado, como una montaña de nieve en el aire”. La ballena blanca.
Desde la arena, en Isla Cristina, he observado algunas mañanas, a lo lejos, cómo manadas de delfines saltaban en el océano festejando la vida y la libertad que les ofrecía el Atlántico. Pero cuando el mar está en calma, que en verano es casi todos los días, me quedo mirando con un libro en las manos la paz verde y azul en la inmensidad de un océano en calma. Tal vez sea el paisaje más enigmático que conozco y el único que pone paz en el alma. Pueden pasar las horas y los días, y ese paisaje, tan propio, siempre es un enigma de belleza y de encuentro, de peligro constante y de necesidad íntima, como una amante ingrata y necesaria que viene y que va, como vuelven las olas al anochecer de un día ya gastado.
Los límites entre las dos orillas de un río no empequeñecen esa incógnita que el agua en su camino inabordable al mar ofrece al fiel observador. El Guadalquivir, a su paso por Coria, con sus corrientes enfangadas y sus barcas decrépitas venciendo el empuje manso de su cauce, ofrecen una imagen prestada de un Vietnam ya posiblemente inexistente, de aquellos que identificamos en algunos documentales o en películas como El americano impasible, esa película rodada en 2002, dirigida por Phillip Noyce y protagonizado por Michael Caine, versión de la obra homónima de Mankiewicz (1958), basada en la novela del mismo título de Graham Greene. Todos recordamos la historia. En 1952, Vietnam se levanta contra Francia para conseguir la independencia. En este escenario, un veterano periodista inglés (Michael Caine), un joven americano (Brendan Fraser) y una bella mujer vietnamita forman un exótico triángulo amoroso.
El Guadalquivir, a su paso por Coria, tal vez por influencia japonesa –valga la vulgaridad oportuna de la comparación–, aporta al paisaje un aire oriental de película que no desagrada a un observador con pedigrí. Algunas mañanas, buscando el remanso de una cerveza bien fría, me he quedado observando la decadencia de ese río grande –así lo llamaban los árabes–, aunque hoy su cauce domesticado palpe a regañadientes la majestuosidad de un pasado que desconocemos o que le negamos. Pero siempre con mirar basta para encontrar unas secuelas de melancolía que alivian el espíritu.
El océano Atlántico, sin embargo, cuando lo atisbo desde el apartamento cada mañana, ofrece sueños sin límites para la estrechez de una noche. Y al amanecer, cuando las olas rompen en la playa, la vida bulle sin estremecimiento. Sentado frente a su inabordable magnitud, la existencia se torna en un paisaje eléctrico de sensaciones. Basta con mirar para saber de la pequeñez de la realidad que nos consume a diario y de aquella otra que se esparce más allá de cualquier sensibilidad, de cualquier posibilidad de agitar el mundo para buscarle las cosquillas a la certeza que nos abate cuando la oscuridad se nutre de tantos recursos postizos con los que se apaga el día.
Observar el mar o el río, quedarnos quietos pensando que nada se mueve, se parece bastante a esa felicidad delgada que se escurre por la piel y que solo de vez en vez, cuando nos pellizcamos, despertamos a la vida con la sensación contrastada de que algo se nos escapa cada hora, cada minuto, ese fluir del aire sin dirección alguna, ese sol tibio que adormece y no quema, esa luz menguante del día que se apaga como una bombilla inalcanzable y necesaria puesta en el horizonte como una manzana enorme y prohibida, como si fuera la puerta de un paraíso que se evade a cada instante de las manos y de los sentidos, y que, cada mañana, nada más despertar, volvemos a buscar con los ojos en ese mar y en ese río que, ajenos a nuestra voluntad repiten su monótono devenir diario. Y ahí estamos todos, como lo está Ismael, esperando que, de un momento a otro, una ballena enorme emerja entre las aguas, o de entre las páginas de un libro, como una montaña de nieve en el aire.
Dejaba la fama y distinción de tales empleos a quienes les gustasen. Cuando se hacía a la mar, lo hacía siempre como simple marinero, de los de a proa. A veces, basta con mirar el mar, el método más eficaz para sumergirnos en cualquier pensamiento. Pero cuando Ismael se hacía a la mar, además de hallar la serenidad en la observación de ese enorme espacio acuático, también lo hacía porque le gustaba navegar por mares prohibidos y desembarcar en costas ignotas. Pero sobre todo para poder observar interminables procesiones de ballenas y, en mitad de todas ellas, “un gran fantasma encapuchado, como una montaña de nieve en el aire”. La ballena blanca.
Desde la arena, en Isla Cristina, he observado algunas mañanas, a lo lejos, cómo manadas de delfines saltaban en el océano festejando la vida y la libertad que les ofrecía el Atlántico. Pero cuando el mar está en calma, que en verano es casi todos los días, me quedo mirando con un libro en las manos la paz verde y azul en la inmensidad de un océano en calma. Tal vez sea el paisaje más enigmático que conozco y el único que pone paz en el alma. Pueden pasar las horas y los días, y ese paisaje, tan propio, siempre es un enigma de belleza y de encuentro, de peligro constante y de necesidad íntima, como una amante ingrata y necesaria que viene y que va, como vuelven las olas al anochecer de un día ya gastado.
Los límites entre las dos orillas de un río no empequeñecen esa incógnita que el agua en su camino inabordable al mar ofrece al fiel observador. El Guadalquivir, a su paso por Coria, con sus corrientes enfangadas y sus barcas decrépitas venciendo el empuje manso de su cauce, ofrecen una imagen prestada de un Vietnam ya posiblemente inexistente, de aquellos que identificamos en algunos documentales o en películas como El americano impasible, esa película rodada en 2002, dirigida por Phillip Noyce y protagonizado por Michael Caine, versión de la obra homónima de Mankiewicz (1958), basada en la novela del mismo título de Graham Greene. Todos recordamos la historia. En 1952, Vietnam se levanta contra Francia para conseguir la independencia. En este escenario, un veterano periodista inglés (Michael Caine), un joven americano (Brendan Fraser) y una bella mujer vietnamita forman un exótico triángulo amoroso.
El Guadalquivir, a su paso por Coria, tal vez por influencia japonesa –valga la vulgaridad oportuna de la comparación–, aporta al paisaje un aire oriental de película que no desagrada a un observador con pedigrí. Algunas mañanas, buscando el remanso de una cerveza bien fría, me he quedado observando la decadencia de ese río grande –así lo llamaban los árabes–, aunque hoy su cauce domesticado palpe a regañadientes la majestuosidad de un pasado que desconocemos o que le negamos. Pero siempre con mirar basta para encontrar unas secuelas de melancolía que alivian el espíritu.
El océano Atlántico, sin embargo, cuando lo atisbo desde el apartamento cada mañana, ofrece sueños sin límites para la estrechez de una noche. Y al amanecer, cuando las olas rompen en la playa, la vida bulle sin estremecimiento. Sentado frente a su inabordable magnitud, la existencia se torna en un paisaje eléctrico de sensaciones. Basta con mirar para saber de la pequeñez de la realidad que nos consume a diario y de aquella otra que se esparce más allá de cualquier sensibilidad, de cualquier posibilidad de agitar el mundo para buscarle las cosquillas a la certeza que nos abate cuando la oscuridad se nutre de tantos recursos postizos con los que se apaga el día.
Observar el mar o el río, quedarnos quietos pensando que nada se mueve, se parece bastante a esa felicidad delgada que se escurre por la piel y que solo de vez en vez, cuando nos pellizcamos, despertamos a la vida con la sensación contrastada de que algo se nos escapa cada hora, cada minuto, ese fluir del aire sin dirección alguna, ese sol tibio que adormece y no quema, esa luz menguante del día que se apaga como una bombilla inalcanzable y necesaria puesta en el horizonte como una manzana enorme y prohibida, como si fuera la puerta de un paraíso que se evade a cada instante de las manos y de los sentidos, y que, cada mañana, nada más despertar, volvemos a buscar con los ojos en ese mar y en ese río que, ajenos a nuestra voluntad repiten su monótono devenir diario. Y ahí estamos todos, como lo está Ismael, esperando que, de un momento a otro, una ballena enorme emerja entre las aguas, o de entre las páginas de un libro, como una montaña de nieve en el aire.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ