Cada nuevo año, este hombre, como cualquier otro, sospecha que la vida será otra, que los sueños se tornarán tangibles, que el tiempo muerto y desordenado del ayer sucumbirá a otras nuevas posibilidades. Siempre, cada año, la esperanza inarticulada de alimentar la misma quimera, de cambiarlo todo, se muestra real.
El año se abre dejando la puerta de par en par, y detrás, sin que este hombre pueda apercibirse de este otro nuevo emplazamiento, un viento huracanado rompe los jarrones de cerámica china, los vidrios pintados de las botellas, las ventanas inútiles, las bambalinas que dividen cualquier realidad onírica de cualquier otra viable. Entre un momento y otro, el tiempo apenas cabe en una copa de aguardiente.
Los sueños son eternos porque siempre regresan con nueva mercancía cuando el sol se pierde entre las montañas nevadas y la noche cubre con su manto perverso todos los agujeros de la tierra. Afuera, este hombre, apostado en su sillón de orejas, abre los oídos al silencio perpetuo, a la remota colina donde viven los lobos, al agua turbia de un río que se nutre de su propio cauce. Quiere pensar que, esperando, ahuyenta a los fantasmas y seduce a las hadas de su fantasía, a las sirenas salvajes cuyo silbido le subyuga e hipnotiza. Pero a unos metros de esta casa nadie habita otra hacienda. Tal vez una lluvia remota y fina deje rastro de su paso inútil en los cristales de alguna ventana. Cuando la noche cubre esta habitación de probabilidades inverosímiles, este hombre cierra los ojos para extraviarse en otro mundo que no es este, aun siendo el mismo.
Pero siempre, el nuevo día, como el primer mes de un nuevo año, vuelve a ubicarlo en este demoledor espacio donde rige el huidizo paso del tiempo. Acaso esta sensación de no poder detener su esencia le perturba aún más que la solidez de la vida, aún más que el brillo de un sol incandescente, que la perfecta geometría del día y la noche, incluso de su alternancia precisa sin que nadie se atreva a romper un sistema perfecto que alumbra cada noche y oscurece un nuevo día. La luz y sus sombras, los rayos deshilachados del olvido, cada exhalación que centellea como una chispa única e imposible de conservar en frasco alguno.
En esta magia imperfecta que es la vida, este hombre se sienta a sus anchas a debatir consigo sobre sus orígenes, a replantearse el origen de él mismo y de cada uno de nosotros, a entender la geometría incomprensible del aire, el suspiro agónico del punto final de toda existencia, como así envidia el vuelo hirsuto del pájaro, la voraz y estéril inteligencia de la serpiente, en un reptar absurdo e inútil que envidia ruedas y piernas, la intención torpe de cualquier bacteria o virus, incluso del informático, que siempre sufrirá el ataque demoledor de otra ciencia postiza pero eficaz. Nadie muere nunca del todo. Así que este hombre se dispone a crear otea vida paralela donde cobijarse y dar forma a otros sueños que siempre le fueron ajenos.
Cada año que nace, como cada amanecer, abre otras probabilidades, que, bien escudriñadas, son las mismas de otros días y de otros años, pero así, vistas de soslayo, dibujan un paisaje nuevo, acogedor, iridiscente, como un mineral expuesto al soborno de los sentidos. Bastará con cruzar otras calles, escuchar a otros transeúntes extraviados en las mismas avenidas, destripar los titulares informativos y cautivadores de la prensa, para saber que el mundo no ha sufrido ni el más mínimo rasguño en estos años que sucumbieron al desencanto, que la revolución pendiente pende -valga la redundancia- y agoniza en los barrizales estériles de la memoria. Es entonces cuando este hombre abre la ventana para comprender mejor por qué otros propósitos son necesarios, aunque pisemos siempre las tablas del mismo escenario.
Y es así. Porque la vida se va agotando, el mineral del que se nutre se diluye en las venas y en las venas deja almacenados los momentos de los que se alimenta la nostalgia. Este hombre, cuando se ampara en otros motivos para mudar su biografía, en realidad sabe que no puede escapar de su propia piel y que, aunque mudara el pellejo como otros reptiles, se le queda el mismo hueco en la mirada y las mismas dudas, acaso más consolidadas, con las que ha sobrevivido hasta ahora. Pero no le importa. Ya no le importa. Porque los años gastados son más que los que el destino le pueda devolver intactos, o bien usados, que ya le daría igual. Sabe que, después de todo, la vida, en sí misma, con sus descosidos y sus ingratas sorpresas, supera siempre a cualquier lectura del mejor libro. Porque estas páginas, las vividas, las escribe cada cual, las escribe él, a su antojo, con la tinta indeleble de quien ha optado por abrir esta puerta donde no hay camino ni árboles, pero que ya él se dispone a dibujar como el único paisaje posible: aquel que uno es capaz de crear donde no hay nada.
El año se abre dejando la puerta de par en par, y detrás, sin que este hombre pueda apercibirse de este otro nuevo emplazamiento, un viento huracanado rompe los jarrones de cerámica china, los vidrios pintados de las botellas, las ventanas inútiles, las bambalinas que dividen cualquier realidad onírica de cualquier otra viable. Entre un momento y otro, el tiempo apenas cabe en una copa de aguardiente.
Los sueños son eternos porque siempre regresan con nueva mercancía cuando el sol se pierde entre las montañas nevadas y la noche cubre con su manto perverso todos los agujeros de la tierra. Afuera, este hombre, apostado en su sillón de orejas, abre los oídos al silencio perpetuo, a la remota colina donde viven los lobos, al agua turbia de un río que se nutre de su propio cauce. Quiere pensar que, esperando, ahuyenta a los fantasmas y seduce a las hadas de su fantasía, a las sirenas salvajes cuyo silbido le subyuga e hipnotiza. Pero a unos metros de esta casa nadie habita otra hacienda. Tal vez una lluvia remota y fina deje rastro de su paso inútil en los cristales de alguna ventana. Cuando la noche cubre esta habitación de probabilidades inverosímiles, este hombre cierra los ojos para extraviarse en otro mundo que no es este, aun siendo el mismo.
Pero siempre, el nuevo día, como el primer mes de un nuevo año, vuelve a ubicarlo en este demoledor espacio donde rige el huidizo paso del tiempo. Acaso esta sensación de no poder detener su esencia le perturba aún más que la solidez de la vida, aún más que el brillo de un sol incandescente, que la perfecta geometría del día y la noche, incluso de su alternancia precisa sin que nadie se atreva a romper un sistema perfecto que alumbra cada noche y oscurece un nuevo día. La luz y sus sombras, los rayos deshilachados del olvido, cada exhalación que centellea como una chispa única e imposible de conservar en frasco alguno.
En esta magia imperfecta que es la vida, este hombre se sienta a sus anchas a debatir consigo sobre sus orígenes, a replantearse el origen de él mismo y de cada uno de nosotros, a entender la geometría incomprensible del aire, el suspiro agónico del punto final de toda existencia, como así envidia el vuelo hirsuto del pájaro, la voraz y estéril inteligencia de la serpiente, en un reptar absurdo e inútil que envidia ruedas y piernas, la intención torpe de cualquier bacteria o virus, incluso del informático, que siempre sufrirá el ataque demoledor de otra ciencia postiza pero eficaz. Nadie muere nunca del todo. Así que este hombre se dispone a crear otea vida paralela donde cobijarse y dar forma a otros sueños que siempre le fueron ajenos.
Cada año que nace, como cada amanecer, abre otras probabilidades, que, bien escudriñadas, son las mismas de otros días y de otros años, pero así, vistas de soslayo, dibujan un paisaje nuevo, acogedor, iridiscente, como un mineral expuesto al soborno de los sentidos. Bastará con cruzar otras calles, escuchar a otros transeúntes extraviados en las mismas avenidas, destripar los titulares informativos y cautivadores de la prensa, para saber que el mundo no ha sufrido ni el más mínimo rasguño en estos años que sucumbieron al desencanto, que la revolución pendiente pende -valga la redundancia- y agoniza en los barrizales estériles de la memoria. Es entonces cuando este hombre abre la ventana para comprender mejor por qué otros propósitos son necesarios, aunque pisemos siempre las tablas del mismo escenario.
Y es así. Porque la vida se va agotando, el mineral del que se nutre se diluye en las venas y en las venas deja almacenados los momentos de los que se alimenta la nostalgia. Este hombre, cuando se ampara en otros motivos para mudar su biografía, en realidad sabe que no puede escapar de su propia piel y que, aunque mudara el pellejo como otros reptiles, se le queda el mismo hueco en la mirada y las mismas dudas, acaso más consolidadas, con las que ha sobrevivido hasta ahora. Pero no le importa. Ya no le importa. Porque los años gastados son más que los que el destino le pueda devolver intactos, o bien usados, que ya le daría igual. Sabe que, después de todo, la vida, en sí misma, con sus descosidos y sus ingratas sorpresas, supera siempre a cualquier lectura del mejor libro. Porque estas páginas, las vividas, las escribe cada cual, las escribe él, a su antojo, con la tinta indeleble de quien ha optado por abrir esta puerta donde no hay camino ni árboles, pero que ya él se dispone a dibujar como el único paisaje posible: aquel que uno es capaz de crear donde no hay nada.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO