La novela podría arrancar así: “Coincidían todas las tardes a las ocho. Él subía en Cisíon y ella en Monastiraki.” Una historia de encuentros que tienen lugar en el metro. Acaso no sea el lugar idóneo para darle alas a una narración de amor, pero a los escritores, en ocasiones, les da por ahí.
Él es joven, 21 años tal vez, seductor, viste pantalón de pana y jersey de cuello alto, cabello largo y descuidado, peinado hacia atrás. En una mano lleva un paquete de cigarrillos; en la otra, una carpeta llena de papeles. Siempre se sienta al fondo, junto a la ventanilla. Entonces, aparece ella. Una mujer madura, bien conservada, de pelo largo aclarado por el tinte.
En la historia, no debe ocurrir nada excepcional, nada que no acontezca en la vida. Pero en la vida, la mujer madura se siente atraída por un joven de 21 años. Se cruzan miradas. Siempre viajan en la misma dirección, a la misma hora. No es casualidad, por supuesto. Nada en literatura ni en la vida es azar.
Siempre se encuentran en los mismos asientos, las miradas se repiten y se encuentran inexorablemente; se buscan no solo los ojos, sino la biografía que esconden adentro, los momentos radiografiados de sus pasados remotos o recientes. Ambos se preguntan quiénes son, quiénes querrían ser a partir de ahora.
En un momento pretendido o fortuito –cada autor escribe el guion a su modo–, se entrecruzan unas palabras. La primera conversación siempre es ingenua, pero no baldía, torpe, solo busca los datos esenciales donde ubicarse los protagonistas.
Él vive con la madre y el hermano mayor. Estudia Electrónica. Por la tarde, toma clases de inglés. Su aspiración: obtener una beca de posgrado en Inglaterra. Ella trabaja en una delegación de Hacienda, aunque no lo necesita. Está casada. Tiene dos hijas. Cada mañana necesita tomar el metro, viajar, estar en la oficina. Necesita salir del hogar, enfriar el calor de la casa marital. De lo contrario, el mundo no tendría sentido.
Ahora se miran a los ojos sin parpadear. Hay chispas incandescentes en sus miradas. Como todos los enamorados, sienten que se dejan deslizar por un tobogán a una velocidad de vértigo que no logran controlar. Eso piensa ella; él, no sabemos. Han quedado para el viernes. Para hablar, para pasear.
Pero él prefiere quedar en un lugar concreto. Ella siente que el joven tiene la capacidad de alterar sus costumbres. No se pregunta si eso es el amor. Porque no lo sabe. En principio, se siente atraída por su juventud. Ella no se había casado por amor, así que le costaría averiguar qué la impulsaba a buscarle.
Al joven no le gustaban las chicas de su edad, sino las mujeres maduras, como ella. La llamaba de usted. Y, aun así, a ella le gustaba ese trato de respeto y atracción. Un día quedaron en una tabernita que él conocía, en un sótano, donde servían buen vino y el juke-box no paraba de soltar canciones repetidas de moda.
La clientela era vulgar, las paredes estaban ennegrecidas por el humo, las mesas cubiertas de manteles plastificados, lámparas de neón. Él le coge la mano y se la mantiene apretada. Visto así, los protagonistas de esta historia están condenados a mudar de escenario.
Él propone ir a casa de un amigo, para no ir callejeando por ahí. Ocurre en cualquier historia de amor. Como pensaría el poeta, siempre conviene tener un lugar a donde ir. Hay que cobijarse del mundo, perderse donde no los encuentre la luna llena.
Descendieron por una escalera de madera que daba a una pequeña habitación, como si fuera el camarote de un barco, escribe el autor, con las paredes adornadas con pósteres y mujeres desnudas. Ella lo piensa enseguida: ¿un picadero? Y no le importa. Hay sensaciones secretas que tiene que vivir, hacerlas propias, aunque después le cueste adaptarlas a su hábitat diario.
En el centro, hay una cama y una lamparita de color carne. A él no se le olvidaba que ella estaba casada, y a ella tampoco. Ella se escabulló de entre sus brazos y salió a la calle. La segunda vez no hubo escapatoria, ni intento de fuga por su parte. Él se esforzó por quitarle una combinación bordada de color rosa, las medias, el sostén. Temblaba todo su cuerpo.
Se decía a sí misma, y le decía a él, que estaba loca, que quería estar loca, que era inevitable no enloquecer algún día en la vida. Las noches de lujuria se repiten durante un tiempo, más bien breve, después el final se precipita en esta historia. El joven un día no sube al metro. Desaparece de su vida. Y ella se incorpora al hogar abandonado, donde nadie la ha echado de menos. Bueno, este último apunte, como alguno otro, es mío.
En cualquier caso, no hay que escribir la historia, porque ya está publicada con algunas variantes respecto a la sinopsis aquí descrita. Conocemos el arranque. Este sería el final. Ella, en el metro: “El trayecto le parecía interminable, toda una odisea. ¿Le seguiría pareciendo así de aquí en adelante?”. Sería correcto, como en el original, terminar con un interrogante, porque ahí radica la savia de la vida y el motor de sus dolores y de sus más ardientes locuras.
La historia la escribió en 1976 Menis Kumandareas, destacado representante del realismo social griego, perseguido en tiempos de la Dictadura de los Coroneles, autor de una obra llena de historias que, como esta, son metáforas poderosas de aquel tiempo, tal vez también de este.
Pero como ignoramos que esta historia se pudiera repetir tal cual, o incluso que alguna vez haya ocurrido y solo sea una invención del escritor griego, yo solo propondría escribir miles de finales diferentes e incluso incompatibles entre sí. El amor es lo que tiene: cada quién lo viene a su manera.
Hace unos años, cuando se publicó en español, leí este libro. Estos días, no sé por qué razón, he vuelto a releerlo. La señora Kula, así se titula esta novela breve de Kumandareas, narra el intento malogrado, de una mujer de mediana edad, de escapar de su vida estancada a través de la relación amorosa con un jovencito. Este y la mujer coinciden cada día en el mismo vagón del metro.
Así nace este idilio en la Atenas gris de los años setenta, en busca de una felicidad cotidiana que la vida no le dio a ella. En la contracubierta del libro, publicado en España en 2007 por 451 Editores, se puede leer que esta novela indaga en la soledad a las que nos abocan las ciudades, en la que el opresivo suburbano se convierte en escenario del amor.
Cuando cerramos la novela, del joven no sabemos nada más, sino que un día desaparece de la vida de esta mujer. Ella vuelve a su vida cotidiana, a su hogar y a su trabajo. Y el suspense permanece ahí. Tal vez viviera de la nostalgia el resto de sus días, o también, ahora que conocía el largo y curvo camino del hechizo amoroso, igual se echó a la calle, como haría cada día, no buscando, sino encontrando, a ese joven casual que, aunque nunca será parte de su día a día, sí le bastarán nada más algunas noches compartidas para entender que la vida nadie sabe, a estas alturas, de qué va verdaderamente. Porque, claro, las historias de amor se pueden asemejar mucho o demasiado unas a otras, pero nunca todas son iguales. Dicho de otro modo: toda historia de amor es única.
Él es joven, 21 años tal vez, seductor, viste pantalón de pana y jersey de cuello alto, cabello largo y descuidado, peinado hacia atrás. En una mano lleva un paquete de cigarrillos; en la otra, una carpeta llena de papeles. Siempre se sienta al fondo, junto a la ventanilla. Entonces, aparece ella. Una mujer madura, bien conservada, de pelo largo aclarado por el tinte.
En la historia, no debe ocurrir nada excepcional, nada que no acontezca en la vida. Pero en la vida, la mujer madura se siente atraída por un joven de 21 años. Se cruzan miradas. Siempre viajan en la misma dirección, a la misma hora. No es casualidad, por supuesto. Nada en literatura ni en la vida es azar.
Siempre se encuentran en los mismos asientos, las miradas se repiten y se encuentran inexorablemente; se buscan no solo los ojos, sino la biografía que esconden adentro, los momentos radiografiados de sus pasados remotos o recientes. Ambos se preguntan quiénes son, quiénes querrían ser a partir de ahora.
En un momento pretendido o fortuito –cada autor escribe el guion a su modo–, se entrecruzan unas palabras. La primera conversación siempre es ingenua, pero no baldía, torpe, solo busca los datos esenciales donde ubicarse los protagonistas.
Él vive con la madre y el hermano mayor. Estudia Electrónica. Por la tarde, toma clases de inglés. Su aspiración: obtener una beca de posgrado en Inglaterra. Ella trabaja en una delegación de Hacienda, aunque no lo necesita. Está casada. Tiene dos hijas. Cada mañana necesita tomar el metro, viajar, estar en la oficina. Necesita salir del hogar, enfriar el calor de la casa marital. De lo contrario, el mundo no tendría sentido.
Ahora se miran a los ojos sin parpadear. Hay chispas incandescentes en sus miradas. Como todos los enamorados, sienten que se dejan deslizar por un tobogán a una velocidad de vértigo que no logran controlar. Eso piensa ella; él, no sabemos. Han quedado para el viernes. Para hablar, para pasear.
Pero él prefiere quedar en un lugar concreto. Ella siente que el joven tiene la capacidad de alterar sus costumbres. No se pregunta si eso es el amor. Porque no lo sabe. En principio, se siente atraída por su juventud. Ella no se había casado por amor, así que le costaría averiguar qué la impulsaba a buscarle.
Al joven no le gustaban las chicas de su edad, sino las mujeres maduras, como ella. La llamaba de usted. Y, aun así, a ella le gustaba ese trato de respeto y atracción. Un día quedaron en una tabernita que él conocía, en un sótano, donde servían buen vino y el juke-box no paraba de soltar canciones repetidas de moda.
La clientela era vulgar, las paredes estaban ennegrecidas por el humo, las mesas cubiertas de manteles plastificados, lámparas de neón. Él le coge la mano y se la mantiene apretada. Visto así, los protagonistas de esta historia están condenados a mudar de escenario.
Él propone ir a casa de un amigo, para no ir callejeando por ahí. Ocurre en cualquier historia de amor. Como pensaría el poeta, siempre conviene tener un lugar a donde ir. Hay que cobijarse del mundo, perderse donde no los encuentre la luna llena.
Descendieron por una escalera de madera que daba a una pequeña habitación, como si fuera el camarote de un barco, escribe el autor, con las paredes adornadas con pósteres y mujeres desnudas. Ella lo piensa enseguida: ¿un picadero? Y no le importa. Hay sensaciones secretas que tiene que vivir, hacerlas propias, aunque después le cueste adaptarlas a su hábitat diario.
En el centro, hay una cama y una lamparita de color carne. A él no se le olvidaba que ella estaba casada, y a ella tampoco. Ella se escabulló de entre sus brazos y salió a la calle. La segunda vez no hubo escapatoria, ni intento de fuga por su parte. Él se esforzó por quitarle una combinación bordada de color rosa, las medias, el sostén. Temblaba todo su cuerpo.
Se decía a sí misma, y le decía a él, que estaba loca, que quería estar loca, que era inevitable no enloquecer algún día en la vida. Las noches de lujuria se repiten durante un tiempo, más bien breve, después el final se precipita en esta historia. El joven un día no sube al metro. Desaparece de su vida. Y ella se incorpora al hogar abandonado, donde nadie la ha echado de menos. Bueno, este último apunte, como alguno otro, es mío.
En cualquier caso, no hay que escribir la historia, porque ya está publicada con algunas variantes respecto a la sinopsis aquí descrita. Conocemos el arranque. Este sería el final. Ella, en el metro: “El trayecto le parecía interminable, toda una odisea. ¿Le seguiría pareciendo así de aquí en adelante?”. Sería correcto, como en el original, terminar con un interrogante, porque ahí radica la savia de la vida y el motor de sus dolores y de sus más ardientes locuras.
La historia la escribió en 1976 Menis Kumandareas, destacado representante del realismo social griego, perseguido en tiempos de la Dictadura de los Coroneles, autor de una obra llena de historias que, como esta, son metáforas poderosas de aquel tiempo, tal vez también de este.
Pero como ignoramos que esta historia se pudiera repetir tal cual, o incluso que alguna vez haya ocurrido y solo sea una invención del escritor griego, yo solo propondría escribir miles de finales diferentes e incluso incompatibles entre sí. El amor es lo que tiene: cada quién lo viene a su manera.
Hace unos años, cuando se publicó en español, leí este libro. Estos días, no sé por qué razón, he vuelto a releerlo. La señora Kula, así se titula esta novela breve de Kumandareas, narra el intento malogrado, de una mujer de mediana edad, de escapar de su vida estancada a través de la relación amorosa con un jovencito. Este y la mujer coinciden cada día en el mismo vagón del metro.
Así nace este idilio en la Atenas gris de los años setenta, en busca de una felicidad cotidiana que la vida no le dio a ella. En la contracubierta del libro, publicado en España en 2007 por 451 Editores, se puede leer que esta novela indaga en la soledad a las que nos abocan las ciudades, en la que el opresivo suburbano se convierte en escenario del amor.
Cuando cerramos la novela, del joven no sabemos nada más, sino que un día desaparece de la vida de esta mujer. Ella vuelve a su vida cotidiana, a su hogar y a su trabajo. Y el suspense permanece ahí. Tal vez viviera de la nostalgia el resto de sus días, o también, ahora que conocía el largo y curvo camino del hechizo amoroso, igual se echó a la calle, como haría cada día, no buscando, sino encontrando, a ese joven casual que, aunque nunca será parte de su día a día, sí le bastarán nada más algunas noches compartidas para entender que la vida nadie sabe, a estas alturas, de qué va verdaderamente. Porque, claro, las historias de amor se pueden asemejar mucho o demasiado unas a otras, pero nunca todas son iguales. Dicho de otro modo: toda historia de amor es única.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO