Siempre volvemos al mismo lugar, a la misma casa, al único rincón posible, empujados por los libros leídos, por la música de la nostalgia, por los recuerdos infalibles. La vida, después de todo, es un cúmulo de navegaciones y de regresos como, más o menos, diría Pablo Neruda.
Se quema el mes de agosto en los eriales de la memoria y allá andamos nosotros para poner orden en el divertido caos de la existencia venidera, que no es otra que una prolongación fotocopiada de los días pasados. Pero el transcurso del tiempo desbroza también toda memoria advenediza, aquella que sobrevive a cualquier imprevisto naufragio y esta otra con la que nos tropezamos de narices y nos rompe de golpe la vasija donde escondíamos las fotografías de las horas olvidadas.
Vuelvo de unas vacaciones a las que no sé si un día de estos me fui, o si he retornado al cataclismo monótono llevado nada más que ese viento colectivo que se amansa cuando vivimos en colectividad. Me tiendo en mi sillón de siempre, sin libros, escuchando el Canto General de Mikis Theodorakis, esa obra magna en la que el autor griego puso música a los versos de Neruda.
He escuchado este disco cientos o miles de veces. Dos o tres o cuatro veces el mismo día, durante días y meses y años. La majestuosidad elocuente de letra y música, la profundidad salvaje de una obra diferente, impresionante, grande.
Neruda y Theodorakis, dos nombres que son parte inalienable de mis recuerdos. Como también lo son para mi amigo Antonio García Martínez. Hace unos días murió el compositor griego. Compuso piezas clásicas y populares, otras que eran clásicas y populares, algunas en la cárcel. Escribió sinfonías, óperas, balés, música para teatro, bandas sonoras para películas, incluso marchas de protesta. Pero nunca se le pasó por la cabeza escribir marchas militares. O eso me gustaría pensar. Había nacido en la isla de Quíos y en los últimos años andaba retirado del alboroto de la existencia. La salud le estaba rompiendo ya la vida.
Yo le amaba por esa música honda y solemne que era su Canto General. Ahí estaba también la sangre enardecida del poeta chileno, los versos sinfónicos de ese gran libro, por ambicioso, y tan grande, por extenso. Escuchaba esa música tan mía, mientras leía y releía los poemas en una edición de la Biblioteca clásica y contemporánea de Losada, impresa en Buenos Aires, esa editorial que nos asomaba a las páginas prohibidas en España por el régimen.
En esa editorial leí por primera vez Tercera residencia, cuando Franco comenzaba ya a agonizar. Cuando murió el general, recuerdo que el PCE imprimió y distribuyó por toda la Ciudad Universitaria un panfleto donde reproducía un poema incluido en aquel libro: “El general Franco en los infiernos”. Nadie ha escrito mejor obituario anticipado al dictador.
Siempre recordaba cómo arrancaba aquel libro que tanto le impresionó a Theodorakis: “Antes de la peluca y la casaca/ fueron los ríos, ríos arteriales:/ fueron las cordilleras, en cuya onda raída/ el cóndor o la nieve parecían inmóviles:/ fue la humedad y la espesura, el trueno/ sin nombre todavía, las pampas planetarias”.
Editorial Losada publicó la obra, por primera vez, en 1955. Yo conservo la sexta edición, en dos volúmenes especialmente revisados, de 1975, el mismo año que murió Franco. Tampoco es casualidad. El azar no existe cuando los astros se alinean buscando la misma luz.
En la contracubierta del libro se podía leer que en esta obra Neruda cantaba a América en su totalidad, desde sus raíces hasta sus problemas actuales, y en cuyas páginas “toda realidad se vuelve sustancia poética para su inspiración, una de las más apasionadas de la lengua española en nuestros días”.
Pero el Canto General no era la obra más conocida de Mikis Theodorakis. Más popular era Zorba el griego. Cualquiera recuerda a Anthony Quinn bailando esta danza con los brazos en alto al borde del mar. O Z (1969), dirigida por su compatriota Costa-Gavras. O Serpico (1973), el thriller de Sidney Lumet protagonizado por Al Pacino.
En 1967 la junta militar griega lo encarceló y lo torturó, prohibió su música. Como otros artistas griegos, el exilio le llevó a París. Regresó en los años setenta y compatibilizó su carrera artística con la política. Los años le confundieron la ética y la estética y pasó de militar en la izquierda, desde el año 1988, a entrar en las filas del partido conservador. Incluso fue diputado en los años ochenta y noventa, y ministro en el Gobierno de coalición integrado por el centro-derecha y los comunistas.
Estos días he vuelto a escuchar, de manera reiterada e insistente, también anímicamente necesaria, el mismo disco después de tantos años, descifrando el trasunto de los versos nerudianos y la música alta del compositor griego: alta como el vuelo del cóndor perdido sin rumbo en la cordillera de los Andes que, muchos años después, recorrí buscando una identidad compartida, un compromiso con la memoria, un encuentro con los poetas y con los compositores que nos ayudaron a crecer cuando aún ignorábamos qué podría ser de nosotros sin sus versos y sin su música, y dónde podríamos haber acabado si nunca les hubiésemos conocido o nunca hubiésemos sucumbido al bálsamo incorregible de sus creaciones y de sus propuestas.
Se quema el mes de agosto en los eriales de la memoria y allá andamos nosotros para poner orden en el divertido caos de la existencia venidera, que no es otra que una prolongación fotocopiada de los días pasados. Pero el transcurso del tiempo desbroza también toda memoria advenediza, aquella que sobrevive a cualquier imprevisto naufragio y esta otra con la que nos tropezamos de narices y nos rompe de golpe la vasija donde escondíamos las fotografías de las horas olvidadas.
Vuelvo de unas vacaciones a las que no sé si un día de estos me fui, o si he retornado al cataclismo monótono llevado nada más que ese viento colectivo que se amansa cuando vivimos en colectividad. Me tiendo en mi sillón de siempre, sin libros, escuchando el Canto General de Mikis Theodorakis, esa obra magna en la que el autor griego puso música a los versos de Neruda.
He escuchado este disco cientos o miles de veces. Dos o tres o cuatro veces el mismo día, durante días y meses y años. La majestuosidad elocuente de letra y música, la profundidad salvaje de una obra diferente, impresionante, grande.
Neruda y Theodorakis, dos nombres que son parte inalienable de mis recuerdos. Como también lo son para mi amigo Antonio García Martínez. Hace unos días murió el compositor griego. Compuso piezas clásicas y populares, otras que eran clásicas y populares, algunas en la cárcel. Escribió sinfonías, óperas, balés, música para teatro, bandas sonoras para películas, incluso marchas de protesta. Pero nunca se le pasó por la cabeza escribir marchas militares. O eso me gustaría pensar. Había nacido en la isla de Quíos y en los últimos años andaba retirado del alboroto de la existencia. La salud le estaba rompiendo ya la vida.
Yo le amaba por esa música honda y solemne que era su Canto General. Ahí estaba también la sangre enardecida del poeta chileno, los versos sinfónicos de ese gran libro, por ambicioso, y tan grande, por extenso. Escuchaba esa música tan mía, mientras leía y releía los poemas en una edición de la Biblioteca clásica y contemporánea de Losada, impresa en Buenos Aires, esa editorial que nos asomaba a las páginas prohibidas en España por el régimen.
En esa editorial leí por primera vez Tercera residencia, cuando Franco comenzaba ya a agonizar. Cuando murió el general, recuerdo que el PCE imprimió y distribuyó por toda la Ciudad Universitaria un panfleto donde reproducía un poema incluido en aquel libro: “El general Franco en los infiernos”. Nadie ha escrito mejor obituario anticipado al dictador.
Siempre recordaba cómo arrancaba aquel libro que tanto le impresionó a Theodorakis: “Antes de la peluca y la casaca/ fueron los ríos, ríos arteriales:/ fueron las cordilleras, en cuya onda raída/ el cóndor o la nieve parecían inmóviles:/ fue la humedad y la espesura, el trueno/ sin nombre todavía, las pampas planetarias”.
Editorial Losada publicó la obra, por primera vez, en 1955. Yo conservo la sexta edición, en dos volúmenes especialmente revisados, de 1975, el mismo año que murió Franco. Tampoco es casualidad. El azar no existe cuando los astros se alinean buscando la misma luz.
En la contracubierta del libro se podía leer que en esta obra Neruda cantaba a América en su totalidad, desde sus raíces hasta sus problemas actuales, y en cuyas páginas “toda realidad se vuelve sustancia poética para su inspiración, una de las más apasionadas de la lengua española en nuestros días”.
Pero el Canto General no era la obra más conocida de Mikis Theodorakis. Más popular era Zorba el griego. Cualquiera recuerda a Anthony Quinn bailando esta danza con los brazos en alto al borde del mar. O Z (1969), dirigida por su compatriota Costa-Gavras. O Serpico (1973), el thriller de Sidney Lumet protagonizado por Al Pacino.
En 1967 la junta militar griega lo encarceló y lo torturó, prohibió su música. Como otros artistas griegos, el exilio le llevó a París. Regresó en los años setenta y compatibilizó su carrera artística con la política. Los años le confundieron la ética y la estética y pasó de militar en la izquierda, desde el año 1988, a entrar en las filas del partido conservador. Incluso fue diputado en los años ochenta y noventa, y ministro en el Gobierno de coalición integrado por el centro-derecha y los comunistas.
Estos días he vuelto a escuchar, de manera reiterada e insistente, también anímicamente necesaria, el mismo disco después de tantos años, descifrando el trasunto de los versos nerudianos y la música alta del compositor griego: alta como el vuelo del cóndor perdido sin rumbo en la cordillera de los Andes que, muchos años después, recorrí buscando una identidad compartida, un compromiso con la memoria, un encuentro con los poetas y con los compositores que nos ayudaron a crecer cuando aún ignorábamos qué podría ser de nosotros sin sus versos y sin su música, y dónde podríamos haber acabado si nunca les hubiésemos conocido o nunca hubiésemos sucumbido al bálsamo incorregible de sus creaciones y de sus propuestas.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO