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Moi Palmero | Lechugas y opiniones

Opinar siempre ha sido peligroso. Por eso nos aconsejaban pasar desapercibidos, responder solo si nos preguntaban e intentar no hacerlo en determinadas circunstancias. ¿Para qué mostrar tus ideas, pensamientos o dudas en público si nada vas a ganar en ello y puedes perderlo todo, incluso la vida?


A pesar de que vivimos en el mejor momento de la historia para poder expresar nuestras opiniones, y pese a que el derecho a la libertad de expresión e información aparece reflejado en la Declaración de los Derechos Humanos y en las Constituciones de la mayoría de los países democráticos, tengo la impresión de que hay más miedo a hacerlo que nunca, ya que el poder sigue moviendo sus hilos para intentar silenciar a la ciudadanía y redirigir su pensamiento.

En los últimos meses hemos vivido algunos ejemplos muy llamativos que pretenden recordarnos lo que nos puede pasar si abrimos la boca. Uno de ellos fue la detención en directo de una youtuber cubana que invitaba a la población a salir a protestar, aunque lo más impactante fue escuchar su declaración al día siguiente, después de pasar una noche entera en el calabozo.

Contaba que la habían tratado bien, que sus guardianes le habían aconsejado muy amablemente que tuviese cuidado, argumentos previos para justificar que había aprendido la lección, que ella seguiría defendiendo los derechos de sus conciudadanos, pero que se planteaba dejarlo todo por la seguridad de su familia, para que a ellos no les pasase nada, para no engordar la lista de los centenares de personas desaparecidas en la isla. La habían aterrorizado y con razón. No la culpo. Lo triste es que los medios quieren presentarla como una heroína del pueblo cuando, en realidad, lo hacen para recordarnos lo que nos puede pasar si no guardamos silencio.

"Pero eso es un régimen dictatorial", me dirán muchos. "Eso aquí no pasa". Y tienen razón. Aquí, gracias a la democracia, ya no nos hacen desaparecer o intentan reconducir nuestras ideas a base de amenazas y hostias en calabozos oscuros, aunque a algunos, estoy seguro, les gustaría recuperar viejas costumbres. Ahora, las estrategias –nada novedosas– se han adaptado a los tiempos.

Si tu voz o tu capacidad de influencia es poca, te ignoran. Eso sí, si tu mensaje pone en peligro sus intereses, te mantendrán vigilado, por si las moscas. Si has conseguido algunos seguidores que apoyan tus ideas, lo intentan por las clásicas vías: la carta de un abogado, una llamada telefónica para, entre risas, recordarte lo que puedes perder: un consejo de amigos comunes, un vacío profesional, una puerta cerrada, una zancadilla continua... Un trabajo sutil que pasa incluso desapercibido y que solo con el tiempo descubres que no era una amenaza sino una sentencia.

Ahora bien, si tus palabras alcanzan gran recorrido y tocas sus bolsillos, la maquinaria del poder entra en acción, sin escrúpulos. Da igual si eres ministro, uno de los futbolistas más importantes del mundo, un cantante reputado o presidente de un club de futbol de primer nivel: irán a por ti, destruyendo tu imagen, humillándote, achacándote intereses ocultos, poniendo a los pies de los caballos tu vida íntima y privada.

Utilizarán sus marionetas, sus medios de comunicación, sus banderas, sus hordas de vasallos, para que te rodeen, para que te calles, para que te escondas, para que vuelvas a agachar la cabeza. Hipócritamente apelarán a la ética, al honor, a sus derechos, a la estabilidad nacional... Y si persistes, te mostrarán el peso de la Justicia para que descubras que no es ciega, que la venda se levanta cuando les apetece, cuando se lo ordenan o cuando la recompensa es la oportuna.

Lo más triste de todo es que están consiguiendo lo que buscan: que nos autocensuremos y lo hagamos con el vecino; que midamos nuestras palabras; que no hablemos de determinados temas en público; que conozcamos muy bien las consecuencias...

Es cierto que debemos aprender a opinar y, sobre todo, a escuchar y a debatir. Saber que nuestra opinión no es una verdad absoluta, que seguro que ni siquiera es original y que ya estará planteada, es un paso importante. Pero que eso no sea óbice para no mostrarla en público porque, al fin y al cabo, es lo único personal que poseemos.

Nuestras opiniones, como interpreto de El Huerto de Emerson de Luis Landero, son las lechugas del rincón de tierra que nos ha tocado, el que trabajamos. Seguro que no son las mejores, pero son las nuestras, las que cuidamos, las que regamos, las que podemos hacer crecer, las que nos alimentan. Consumir las lechugas de otros por no trabajar tu huerto es otra opción, pero siempre dependerás de ellos para sobrevivir.

MOI PALMERO
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