Si reducimos los 4.500 millones de años de la vida de la Tierra en un solo año, los seres humanos llevaríamos sobre ella solo los últimos cuatro segundos del 31 de diciembre. Eso nos demuestra que el planeta no nos necesita para sobrevivir. Sin embargo, nosotros a él, sí.
En esos cuatro segundos, 250.000 años, nos hemos multiplicado exponencialmente, pasando del millón de habitantes que había en el 10.000 a.C., a los 7.800 millones que hay en la actualidad. El gran crecimiento poblacional coincidió con la Revolución Industrial y desde 1800 hemos multiplicado casi por ocho los mil millones de personas que había en ese momento (0,0048 segundos). Se calcula que en el año 2100 seremos 10.900 millones y que La Tierra no puede soportar más de 12.000 millones de seres humanos.
Para muchos, son cifras, predicciones catastrofistas sin base ninguna porque, según ellos, La Tierra puede generar alimento y recursos suficientes para todos: solo hay que aprender a distribuirlos de manera justa y equitativa.
No sé que da más miedo, si saber que no podremos alimentar a tanta gente o pedir a los ricos que repartan sus ganancias, algo que, ya nos advirtieron con aquella imagen del camello y el ojo de la aguja, no sería nada fácil. Si Jesús levantase la cabeza no tendría que reescribir nada de la Biblia: la de templos y obispos con los bolsillos llenos que se iba a quitar de en medio...
Esa sobrepoblación y nuestras necesidades de recursos para sobrevivir han conseguido que provoquemos la sexta gran extinción de especies (la próxima, dicen los expertos, será la de los mamíferos), que hayamos creado una nueva era geológica, el Antropoceno, y que estemos inmersos en una emergencia climática sin precedentes en la historia de la humanidad.
Cuatro segundos hemos tardado en alterar el equilibrio terrestre, cuatro segundos de consecuencias impredecibles, cuatro segundos nos han bastado para destrozar el paraíso del que nos echaron en su momento. Quizás ahí el Creador se equivocó al no reconocer su error y haber empezado de nuevo con otro pegote de arcilla.
No es nuevo lo que está pasando sobre el planeta, pero sí es la primera vez que todos esos cambios están provocados por una sola especie o, como decía Richard Dawkins, por el gen egoísta que es el que evoluciona para reproducirse. Para este autor, el individuo, la sociedad, la humanidad, están en manos de esa unidad mínima que, en su afán de sobrevivir, se adapta y evoluciona, sin importarle nada a su alrededor.
Entender por qué destruimos el planeta se me hace cada vez más difícil. Intentar comprender por qué a pesar de todo lo que conocemos, de las múltiples evidencias, aún seguimos pensándonos inmortales, intocables, todopoderosos, los elegidos, me produce desesperación.
Quizás lo complicamos todo con la teología, con la ciencia, con la biología, con la economía, con la psicología, con la sociología, con tantas creencias, dogmas y estudios científicos que desarrollamos para entendernos, para entender lo que pasa a nuestro alrededor.
Quizás estemos destinados, programados, para hacer lo que hacemos, y que nuestro castigo, como el de Sísifo, sea el de soportar una pesada carga que vuelve a martirizarnos continuamente. Quizás nos equivocamos y cometimos el error de no haber apelado solo a la belleza de la naturaleza para hablar de su conservación.
Hace unos días intentábamos explicarles a un grupo de ancianos la importancia de los cuatro bosques para nuestro pueblo, y les incidíamos que luchan contra la erosión, regulan las temperaturas, protegen la biodiversidad, nos ofrecen el agua que necesitamos.
Les hablábamos de los errores cometidos, de nuestra responsabilidad para las generaciones futuras, de la delicada situación en la que nos encontramos, de la urgencia de las medidas que hay que tomar. Una charla que terminamos con la frase “y por todas estas razones tenemos que conservar los bosques”, y a la que una de las asistentes añadió, con un hilo de voz casi imperceptible, como si fuese una reflexión personal que se le escapó sin querer, “y por la belleza”.
Así que, para celebrar este año el Día Mundial del Medio Ambiente, en honor a esta mujer que con sus palabras, sus imágenes, sus recuerdos, me hizo reflexionar, y de paso aprovecho para rendirle un humilde homenaje a Aute en el primer aniversario de su muerte, hago míos sus versos y “reivindico el espejismo, de intentar ser uno mismo, ese viaje hacia la nada, que consiste en la certeza, de encontrar en tu mirada, la belleza, la belleza, la belleza”. Disfrútala.
En esos cuatro segundos, 250.000 años, nos hemos multiplicado exponencialmente, pasando del millón de habitantes que había en el 10.000 a.C., a los 7.800 millones que hay en la actualidad. El gran crecimiento poblacional coincidió con la Revolución Industrial y desde 1800 hemos multiplicado casi por ocho los mil millones de personas que había en ese momento (0,0048 segundos). Se calcula que en el año 2100 seremos 10.900 millones y que La Tierra no puede soportar más de 12.000 millones de seres humanos.
Para muchos, son cifras, predicciones catastrofistas sin base ninguna porque, según ellos, La Tierra puede generar alimento y recursos suficientes para todos: solo hay que aprender a distribuirlos de manera justa y equitativa.
No sé que da más miedo, si saber que no podremos alimentar a tanta gente o pedir a los ricos que repartan sus ganancias, algo que, ya nos advirtieron con aquella imagen del camello y el ojo de la aguja, no sería nada fácil. Si Jesús levantase la cabeza no tendría que reescribir nada de la Biblia: la de templos y obispos con los bolsillos llenos que se iba a quitar de en medio...
Esa sobrepoblación y nuestras necesidades de recursos para sobrevivir han conseguido que provoquemos la sexta gran extinción de especies (la próxima, dicen los expertos, será la de los mamíferos), que hayamos creado una nueva era geológica, el Antropoceno, y que estemos inmersos en una emergencia climática sin precedentes en la historia de la humanidad.
Cuatro segundos hemos tardado en alterar el equilibrio terrestre, cuatro segundos de consecuencias impredecibles, cuatro segundos nos han bastado para destrozar el paraíso del que nos echaron en su momento. Quizás ahí el Creador se equivocó al no reconocer su error y haber empezado de nuevo con otro pegote de arcilla.
No es nuevo lo que está pasando sobre el planeta, pero sí es la primera vez que todos esos cambios están provocados por una sola especie o, como decía Richard Dawkins, por el gen egoísta que es el que evoluciona para reproducirse. Para este autor, el individuo, la sociedad, la humanidad, están en manos de esa unidad mínima que, en su afán de sobrevivir, se adapta y evoluciona, sin importarle nada a su alrededor.
Entender por qué destruimos el planeta se me hace cada vez más difícil. Intentar comprender por qué a pesar de todo lo que conocemos, de las múltiples evidencias, aún seguimos pensándonos inmortales, intocables, todopoderosos, los elegidos, me produce desesperación.
Quizás lo complicamos todo con la teología, con la ciencia, con la biología, con la economía, con la psicología, con la sociología, con tantas creencias, dogmas y estudios científicos que desarrollamos para entendernos, para entender lo que pasa a nuestro alrededor.
Quizás estemos destinados, programados, para hacer lo que hacemos, y que nuestro castigo, como el de Sísifo, sea el de soportar una pesada carga que vuelve a martirizarnos continuamente. Quizás nos equivocamos y cometimos el error de no haber apelado solo a la belleza de la naturaleza para hablar de su conservación.
Hace unos días intentábamos explicarles a un grupo de ancianos la importancia de los cuatro bosques para nuestro pueblo, y les incidíamos que luchan contra la erosión, regulan las temperaturas, protegen la biodiversidad, nos ofrecen el agua que necesitamos.
Les hablábamos de los errores cometidos, de nuestra responsabilidad para las generaciones futuras, de la delicada situación en la que nos encontramos, de la urgencia de las medidas que hay que tomar. Una charla que terminamos con la frase “y por todas estas razones tenemos que conservar los bosques”, y a la que una de las asistentes añadió, con un hilo de voz casi imperceptible, como si fuese una reflexión personal que se le escapó sin querer, “y por la belleza”.
Así que, para celebrar este año el Día Mundial del Medio Ambiente, en honor a esta mujer que con sus palabras, sus imágenes, sus recuerdos, me hizo reflexionar, y de paso aprovecho para rendirle un humilde homenaje a Aute en el primer aniversario de su muerte, hago míos sus versos y “reivindico el espejismo, de intentar ser uno mismo, ese viaje hacia la nada, que consiste en la certeza, de encontrar en tu mirada, la belleza, la belleza, la belleza”. Disfrútala.
MOI PALMERO