En el artículo anterior me había comprometido a tratar más detenidamente la función del artista visual en las culturas primitivas. Pero creo necesario hacer antes una aclaración previa: si dedico tanta atención a las formas de expresión visual “primitivas” es por algo que nos cuesta percibir por nuestra habitual perspectiva “eurocéntrica”.
Tenemos tendencia a valorar los fenómenos culturales por comparación con nuestra propia cultura, la denominada “cultura occidental” enraizada en la Grecia clásica y en el cristianismo. E, igualmente, tendemos a concebir nuestro presente como el momento culminante de un progreso cultural continuo.
Pero el progreso incesante no es sino un mito moderno. Las sociedades y las culturas se desarrollan, ascienden y, fatalmente, entran en decadencia y se extinguen. En lo que sí se diferencian unas de otras es en la duración, en la cantidad de tiempo que permanecen y se mantienen en equilibrio con su entorno.
Y, precisamente, la expresión visual de los aborígenes australianos es la más duradera con bastante diferencia: al menos 40.000 años. En comparación con estas cifras, el arte moderno occidental es una gota en el océano de las imágenes como forma de comunicación.
Si lo que nos interesa es saber cómo se representa el mundo por medio de imágenes y qué es lo que se representa, si lo que queremos es buscar en las representaciones visuales las huellas de cómo ven y conciben la realidad las personas que producen y usan las imágenes, está claro que nos interesarán principalmente aquellas imágenes que tienen o han tenido una mayor presencia en las diversas sociedades humanas.
En lo que no hay ninguna duda es en el carácter plenamente universal de la producción artística. Prácticamente todas las sociedades humanas han desarrollado alguna forma de arte, ya sea en forma de esculturas y pinturas, templos y palacios o, simplemente, objetos de uso cotidiano en madera, barro, textiles o cestería. Parece que los seres humanos tenemos una capacidad innata para apreciar lo bello y responder emocionalmente ante los logros estéticos.
Y, siempre, detrás de la ejecución de la obra hay una intención. Cada obra es un objeto con una función definida, o con varias. Y esto se ha dado a lo largo de la historia de la humanidad y en contextos sociales muy diferentes.
Y una función destacada, y constante, ha sido la de mediación con lo sobrenatural y la de hacer visible lo sobrenatural. De aquí el carácter elevadamente espiritual del trabajo del artista. Hegel nos dice que “el hombre se ha servido siempre del arte como un medio para tener conciencia de las ideas e intereses más sublimes de su espíritu. Los pueblos han depositado sus concepciones más elevadas en las producciones del arte, las han manifestado y han tomado conciencia de ellas por medio del arte”.
Considerando al arte como forma de comunicación –y a diferencia de otros medios más informativos–, en el arte siempre hay representación de algo y esa representación tiene un marcado carácter simbólico. Por lo que es imprescindible una formación ideológica en cuanto a los contenidos y a los símbolos apropiados. Esto va acompañado de un aprendizaje sobre los métodos figurativos y de expresión propios del grupo social, es decir, la asimilación de un estilo característico.
La complejidad de los procesos de iniciación artística explica que cada escultura o cada máscara puedan tener significados diferentes para los espectadores, en función de su grado de conocimiento de la simbología utilizada.
Un ejemplo lo encontramos en las pinturas de los aborígenes australianos. Su arte tradicional es considerado como el más potente medio de expresión de realidades culturales y espirituales. Se ha usado durante miles de generaciones para dar vida a creencias y valores y, especialmente, para impartirlas a los jóvenes.
Los temas y contenidos son transmitidos de generación en generación (normalmente, de padre a hijo). A través de su obra, el artista expresa su grado de iniciación y conocimiento. Aunque los no iniciados pueden ver las pinturas, el simbolismo y el conocimiento no pueden ser revelados.
Los temas y las técnicas son heredados en función de la pertenencia a un determinado grupo de parentesco. El típico sombreado con rayas paralelas y cruzadas, por ejemplo, es diferente de un grupo a otro. También los colores utilizables están limitados por dicha pertenencia.
Otro ejemplo muy concreto y del que se ha escrito bastante es el pueblo dogon, dotado de una cultura particularmente creativa. Situado geográficamente en los actuales Malí y Burkina Faso, su mitología es la base de toda su producción artística. Es más, para ellos, cualquier obra humana constituye el reflejo de un mito.
Cuando vemos sus máscaras kanaga, la primera impresión que nos dan es la similitud con la cruz que enarbolaba Juana de Arco, la cruz de Lorena, pero para los Dogon –y según su grado de formación religiosa– puede representar un pájaro, un mítico cocodrilo, el gesto del dios supremo Amma al crear el mundo o el equilibrio entre el cielo y la tierra.
Otro interesante y más moderno ejemplo lo tenemos en la siguiente imagen difícil de reconocer para aquellos que no han sido instruidos en el mito de Jesús Malverde, aunque en Sinaloa (México) sea ampliamente venerado como santo y patrono de los narcos.
Se podrían citar muchísimos más ejemplos en los que podemos comprobar que los rasgos singulares debidos únicamente a la creatividad individualista no tienen cabida, en cuanto que podrían actuar como elemento distorsionador del contenido que se desea transmitir.
Además, para que la obra cumpla su función sagrada, es imprescindible una iniciación en el acervo espiritual común, tanto para autores como para espectadores, por lo que el arte visual es necesariamente colectivo tanto en su origen como en su recepción.
Ahora tocaría hablar sobre cómo hemos llegado al desenfrenado individualismo creativo en el arte moderno pero, para no cansar al lector, creo más conveniente dejarlo para una próxima entrega.
Tenemos tendencia a valorar los fenómenos culturales por comparación con nuestra propia cultura, la denominada “cultura occidental” enraizada en la Grecia clásica y en el cristianismo. E, igualmente, tendemos a concebir nuestro presente como el momento culminante de un progreso cultural continuo.
Pero el progreso incesante no es sino un mito moderno. Las sociedades y las culturas se desarrollan, ascienden y, fatalmente, entran en decadencia y se extinguen. En lo que sí se diferencian unas de otras es en la duración, en la cantidad de tiempo que permanecen y se mantienen en equilibrio con su entorno.
Y, precisamente, la expresión visual de los aborígenes australianos es la más duradera con bastante diferencia: al menos 40.000 años. En comparación con estas cifras, el arte moderno occidental es una gota en el océano de las imágenes como forma de comunicación.
Si lo que nos interesa es saber cómo se representa el mundo por medio de imágenes y qué es lo que se representa, si lo que queremos es buscar en las representaciones visuales las huellas de cómo ven y conciben la realidad las personas que producen y usan las imágenes, está claro que nos interesarán principalmente aquellas imágenes que tienen o han tenido una mayor presencia en las diversas sociedades humanas.
En lo que no hay ninguna duda es en el carácter plenamente universal de la producción artística. Prácticamente todas las sociedades humanas han desarrollado alguna forma de arte, ya sea en forma de esculturas y pinturas, templos y palacios o, simplemente, objetos de uso cotidiano en madera, barro, textiles o cestería. Parece que los seres humanos tenemos una capacidad innata para apreciar lo bello y responder emocionalmente ante los logros estéticos.
Y, siempre, detrás de la ejecución de la obra hay una intención. Cada obra es un objeto con una función definida, o con varias. Y esto se ha dado a lo largo de la historia de la humanidad y en contextos sociales muy diferentes.
Y una función destacada, y constante, ha sido la de mediación con lo sobrenatural y la de hacer visible lo sobrenatural. De aquí el carácter elevadamente espiritual del trabajo del artista. Hegel nos dice que “el hombre se ha servido siempre del arte como un medio para tener conciencia de las ideas e intereses más sublimes de su espíritu. Los pueblos han depositado sus concepciones más elevadas en las producciones del arte, las han manifestado y han tomado conciencia de ellas por medio del arte”.
Considerando al arte como forma de comunicación –y a diferencia de otros medios más informativos–, en el arte siempre hay representación de algo y esa representación tiene un marcado carácter simbólico. Por lo que es imprescindible una formación ideológica en cuanto a los contenidos y a los símbolos apropiados. Esto va acompañado de un aprendizaje sobre los métodos figurativos y de expresión propios del grupo social, es decir, la asimilación de un estilo característico.
La complejidad de los procesos de iniciación artística explica que cada escultura o cada máscara puedan tener significados diferentes para los espectadores, en función de su grado de conocimiento de la simbología utilizada.
Un ejemplo lo encontramos en las pinturas de los aborígenes australianos. Su arte tradicional es considerado como el más potente medio de expresión de realidades culturales y espirituales. Se ha usado durante miles de generaciones para dar vida a creencias y valores y, especialmente, para impartirlas a los jóvenes.
Los temas y contenidos son transmitidos de generación en generación (normalmente, de padre a hijo). A través de su obra, el artista expresa su grado de iniciación y conocimiento. Aunque los no iniciados pueden ver las pinturas, el simbolismo y el conocimiento no pueden ser revelados.
Los temas y las técnicas son heredados en función de la pertenencia a un determinado grupo de parentesco. El típico sombreado con rayas paralelas y cruzadas, por ejemplo, es diferente de un grupo a otro. También los colores utilizables están limitados por dicha pertenencia.
Otro ejemplo muy concreto y del que se ha escrito bastante es el pueblo dogon, dotado de una cultura particularmente creativa. Situado geográficamente en los actuales Malí y Burkina Faso, su mitología es la base de toda su producción artística. Es más, para ellos, cualquier obra humana constituye el reflejo de un mito.
Cuando vemos sus máscaras kanaga, la primera impresión que nos dan es la similitud con la cruz que enarbolaba Juana de Arco, la cruz de Lorena, pero para los Dogon –y según su grado de formación religiosa– puede representar un pájaro, un mítico cocodrilo, el gesto del dios supremo Amma al crear el mundo o el equilibrio entre el cielo y la tierra.
Otro interesante y más moderno ejemplo lo tenemos en la siguiente imagen difícil de reconocer para aquellos que no han sido instruidos en el mito de Jesús Malverde, aunque en Sinaloa (México) sea ampliamente venerado como santo y patrono de los narcos.
Se podrían citar muchísimos más ejemplos en los que podemos comprobar que los rasgos singulares debidos únicamente a la creatividad individualista no tienen cabida, en cuanto que podrían actuar como elemento distorsionador del contenido que se desea transmitir.
Además, para que la obra cumpla su función sagrada, es imprescindible una iniciación en el acervo espiritual común, tanto para autores como para espectadores, por lo que el arte visual es necesariamente colectivo tanto en su origen como en su recepción.
Ahora tocaría hablar sobre cómo hemos llegado al desenfrenado individualismo creativo en el arte moderno pero, para no cansar al lector, creo más conveniente dejarlo para una próxima entrega.
JES JIMÉNEZ