He leído con tristeza y pudor el libro de Rodrigo García titulado Gabo y Mercedes: una despedida. Hijo de Gabriel García Márquez y director de cine, describe en estas páginas los últimos días en la vida del premio Nobel y su muerte anunciada.
Arranca el libro con la promesa que él y su hermano Gonzalo hicieron al padre de que pasarían juntos la víspera del Año Nuevo del 2000. Era su deseo de estar vivo para esa fecha, pero logró aún vivir quince años más.
Ya cercano a los ochenta años, el autor de Cien años de soledad le dijo a su hijo: “La cabeza ya no puede contener la vasta arquitectura de no atravesar el terreno traicionero de una novela larga. Es cierto. Ya lo siento. Así que, de ahora en adelante, serán textos más cortos”. Cuando cumplió los ochenta le preguntó si tenía miedo a la muerte. Y él le respondió: “Me da una enorme tristeza”.
El libro está inundado de confesiones y de frases redondas de Gabo, así como de descripciones demasiado íntimas del padre que cuesta pensar si a él le hubiera gustado leerlas ahora desde el más allá. Mercedes también sobrevivió dos veces al cáncer. Y le sobrevivió a él solo unos años, y murió en agosto del 2020, en plena pandemia.
Los hermanos, Rodrigo y Gonzalo, asumen desde el primer instante que la enfermedad y posterior muerte del padre serán en parte asunto público. Rodrigo sabía también que este libro solo vería la luz cuando su madre ya hubiera muerto. Los médicos le descifran a la familia la gravedad de la enfermedad de Gabo: cáncer de pulmón o de hígado, o ambos, y solo le quedan unos meses de vida.
El escritor de cine justifica la necesidad de escribir este libro: “Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma y, sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta. Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso”.
“Lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad. Tal vez sea mejor resistir al llamado, y permanecer humilde. La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad. Pero, como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil”.
Rodrigo describe al padre como un gran conversador, tanto como un buen escritor. Gabo era plenamente consciente de que la memoria se le iba por descosidos de su existencia. En una visita que los hijos le hacen a la casa familiar, ya no los reconoció. Y él pregunta quiénes eran esas personas que estaban en la habitación de al lado. La empleada del servicio le responde que son sus hijos. Y Gabo acierta a decir: “¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble”.
En ese proceso de demencia senil solía decir también en los momentos de tranquilidad: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”. En otra ocasión narra Rodrigo que a veces decía que se quería ir a la casa de su padre, que aquella no era su casa. Pero él entiende que no quería referirse a su padre, sino a su abuelo, el coronel. Gabo decía también de Mercedes que era la persona más asombrosa que jamás hubiera conocido.
El libro también hace referencia a las memorias de Gabo, concebidas en un principio como una serie de libros, el primero de los cuales empezaba con sus recuerdos más antiguos y terminaba con su viaje a París a los veintisiete años para trabajar como corresponsal.
Pero después del primero, no escribió ningún otro, porque solo le interesaba contar los años que lo convirtieron en escritor. En la casa familiar, durante veinticinco años, tuvieron un loro. Se ve que Gabo se inspiraba en las cercanías. Nadie le prestaba atención al pájaro parlante, pero, cuando murió, confiesa el autor, a todos “se nos rompió el corazón”.
García Márquez siempre dijo que nunca releía sus libros, pero ya aquejado de una memoria rota, sí lo hizo, y solía decir: “De dónde carajos salió todo esto?” También se sorprendía cuando veía su foto en la contraportada o en la solapa del libro.
Creía en la estructura cerrada de la novela y disentía de aquellos que aseveraban que era una forma más libre y, consecuentemente, más fácil que el guion cinematográfico o el cuento. Sobre el significado de la vida plena del premio Nobel, escribe su hijo: “El viaje desde Aracataca en 1927 hasta ese día del 2014 en Ciudad de México es tan largo y extraordinario como se puede emprender, y esas fechas en una lápida ni siquiera podrían pretender abarcarlo. Desde mi punto de vista, es una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vivida por un latinoamericano. Él sería el primero en estar de acuerdo”.
Las páginas en que describe la muerte del padre son, obviamente, las más tristes. Quiso acompañarlo en el último momento, pero no pudo ser. La enfermera diurna le da la noticia: “Su corazón se detuvo”. Se enfada con ella porque no le avisó como le pidió. Pero no le dice nada. Se lo dice a Mercedes.
Después regresa al lado del padre. Y describe el cuerpo de Gabo: “Su cabeza yace de lado, su boca está un poco abierta y se ve tan frágil como puede verse una persona. Verlo así, en esta escala tan humana, es aterrador y reconfortante”. Cuando entra Mercedes, dice Rodrigo que el momento le confiere a ella completa autoridad.
Rodrigo pide a la enfermera que le ponga la dentadura postiza al cadáver antes de que la mandíbula quede rígida. Y escribe: “… alivia constatar lo mucho mejor que se ve con ella”. No lo visten, sino que envuelven el cuerpo en un sudario.
Más adelante, vuelve a describirlo: “Su rostro está limpio y le quitaron la toalla que tenía alrededor de la cabeza. La mandíbula está ajustada, la dentadura postiza en su sitio, se ve pálido y serio, pero en paz. Los escasos crespos grises que se aplanan contra la cabeza me recuerdan el busto de un patricio. Mi sobrina le pone unas rosas amarillas sobre el vientre. Eran las flores favoritas de mi padre, y creía que le traían buena suerte”.
Era Jueves Santo. Unos días después de su muerte, la secretaria de Gabo recibió un correo de una amiga del escritor, solo para decir si se habían dado cuenta de que Úrsula Iguarán, uno de sus personajes más famosos, también murió un Jueves Santo.
Ya en el crematorio, una joven le da el pésame a Rodrigo y le dice que, aunque no se lo solicitó, le hizo algunos retoques a su papá: le maquilló sutilmente, lo peinó y le recortó el bigote y las cejas indomables que “mi madre cepilló con su pulgar incontables veces a través de los años”.
Quiere tomarle una foto y la hace con el celular. Al instante, se siente culpable y avergonzado de “haber violado su privacidad de una manera tan violenta”. Borra la fotografía. Después añade: “La imagen del cuerpo de mi padre entrando al horno crematorio es alucinante y anestésica. Es a la vez grávida y sin sentido. Lo único que puedo sentir con algo de certeza en ese momento es que él no está allí en absoluto. Sigue siendo la imagen más indescifrable de mi vida”.
Muchos escritores han escrito sobre pérdidas en general, y más concretamente sobre le muerte del padre y de la madre. Pero ningún libro he leído con detalles tan minuciosos y precisos como este de Ricardo García. Tantos, que he sentido cierto pudor al pasar página, como si me estuviese metiendo en un mundo que no fuese mío, como si yo mismo diese a la luz la vida íntima de un escritor al que quise tanto.
Tuve el privilegio de conocerlo personalmente. Estuve con él en tres ocasiones y fue mi escritor de cabecera durante años. Leí este libro en la tarde del pasado viernes y dormí con la conciencia de que esa noche los sueños entrecruzados y las pesadillas me alterarían el descanso.
Desperté cansado, como si una manada de búfalos me hubiese pisoteado en su estampida. Después me puse a escribir este artículo. Gabriel García Márquez decía que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Su hijo Rodrigo le ha evitado el dolor de ese trance. Demasiada tristeza para beberla de un solo trago.
Arranca el libro con la promesa que él y su hermano Gonzalo hicieron al padre de que pasarían juntos la víspera del Año Nuevo del 2000. Era su deseo de estar vivo para esa fecha, pero logró aún vivir quince años más.
Ya cercano a los ochenta años, el autor de Cien años de soledad le dijo a su hijo: “La cabeza ya no puede contener la vasta arquitectura de no atravesar el terreno traicionero de una novela larga. Es cierto. Ya lo siento. Así que, de ahora en adelante, serán textos más cortos”. Cuando cumplió los ochenta le preguntó si tenía miedo a la muerte. Y él le respondió: “Me da una enorme tristeza”.
El libro está inundado de confesiones y de frases redondas de Gabo, así como de descripciones demasiado íntimas del padre que cuesta pensar si a él le hubiera gustado leerlas ahora desde el más allá. Mercedes también sobrevivió dos veces al cáncer. Y le sobrevivió a él solo unos años, y murió en agosto del 2020, en plena pandemia.
Los hermanos, Rodrigo y Gonzalo, asumen desde el primer instante que la enfermedad y posterior muerte del padre serán en parte asunto público. Rodrigo sabía también que este libro solo vería la luz cuando su madre ya hubiera muerto. Los médicos le descifran a la familia la gravedad de la enfermedad de Gabo: cáncer de pulmón o de hígado, o ambos, y solo le quedan unos meses de vida.
El escritor de cine justifica la necesidad de escribir este libro: “Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma y, sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta. Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso”.
“Lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad. Tal vez sea mejor resistir al llamado, y permanecer humilde. La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad. Pero, como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil”.
Rodrigo describe al padre como un gran conversador, tanto como un buen escritor. Gabo era plenamente consciente de que la memoria se le iba por descosidos de su existencia. En una visita que los hijos le hacen a la casa familiar, ya no los reconoció. Y él pregunta quiénes eran esas personas que estaban en la habitación de al lado. La empleada del servicio le responde que son sus hijos. Y Gabo acierta a decir: “¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble”.
En ese proceso de demencia senil solía decir también en los momentos de tranquilidad: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”. En otra ocasión narra Rodrigo que a veces decía que se quería ir a la casa de su padre, que aquella no era su casa. Pero él entiende que no quería referirse a su padre, sino a su abuelo, el coronel. Gabo decía también de Mercedes que era la persona más asombrosa que jamás hubiera conocido.
El libro también hace referencia a las memorias de Gabo, concebidas en un principio como una serie de libros, el primero de los cuales empezaba con sus recuerdos más antiguos y terminaba con su viaje a París a los veintisiete años para trabajar como corresponsal.
Pero después del primero, no escribió ningún otro, porque solo le interesaba contar los años que lo convirtieron en escritor. En la casa familiar, durante veinticinco años, tuvieron un loro. Se ve que Gabo se inspiraba en las cercanías. Nadie le prestaba atención al pájaro parlante, pero, cuando murió, confiesa el autor, a todos “se nos rompió el corazón”.
García Márquez siempre dijo que nunca releía sus libros, pero ya aquejado de una memoria rota, sí lo hizo, y solía decir: “De dónde carajos salió todo esto?” También se sorprendía cuando veía su foto en la contraportada o en la solapa del libro.
Creía en la estructura cerrada de la novela y disentía de aquellos que aseveraban que era una forma más libre y, consecuentemente, más fácil que el guion cinematográfico o el cuento. Sobre el significado de la vida plena del premio Nobel, escribe su hijo: “El viaje desde Aracataca en 1927 hasta ese día del 2014 en Ciudad de México es tan largo y extraordinario como se puede emprender, y esas fechas en una lápida ni siquiera podrían pretender abarcarlo. Desde mi punto de vista, es una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vivida por un latinoamericano. Él sería el primero en estar de acuerdo”.
Las páginas en que describe la muerte del padre son, obviamente, las más tristes. Quiso acompañarlo en el último momento, pero no pudo ser. La enfermera diurna le da la noticia: “Su corazón se detuvo”. Se enfada con ella porque no le avisó como le pidió. Pero no le dice nada. Se lo dice a Mercedes.
Después regresa al lado del padre. Y describe el cuerpo de Gabo: “Su cabeza yace de lado, su boca está un poco abierta y se ve tan frágil como puede verse una persona. Verlo así, en esta escala tan humana, es aterrador y reconfortante”. Cuando entra Mercedes, dice Rodrigo que el momento le confiere a ella completa autoridad.
Rodrigo pide a la enfermera que le ponga la dentadura postiza al cadáver antes de que la mandíbula quede rígida. Y escribe: “… alivia constatar lo mucho mejor que se ve con ella”. No lo visten, sino que envuelven el cuerpo en un sudario.
Más adelante, vuelve a describirlo: “Su rostro está limpio y le quitaron la toalla que tenía alrededor de la cabeza. La mandíbula está ajustada, la dentadura postiza en su sitio, se ve pálido y serio, pero en paz. Los escasos crespos grises que se aplanan contra la cabeza me recuerdan el busto de un patricio. Mi sobrina le pone unas rosas amarillas sobre el vientre. Eran las flores favoritas de mi padre, y creía que le traían buena suerte”.
Era Jueves Santo. Unos días después de su muerte, la secretaria de Gabo recibió un correo de una amiga del escritor, solo para decir si se habían dado cuenta de que Úrsula Iguarán, uno de sus personajes más famosos, también murió un Jueves Santo.
Ya en el crematorio, una joven le da el pésame a Rodrigo y le dice que, aunque no se lo solicitó, le hizo algunos retoques a su papá: le maquilló sutilmente, lo peinó y le recortó el bigote y las cejas indomables que “mi madre cepilló con su pulgar incontables veces a través de los años”.
Quiere tomarle una foto y la hace con el celular. Al instante, se siente culpable y avergonzado de “haber violado su privacidad de una manera tan violenta”. Borra la fotografía. Después añade: “La imagen del cuerpo de mi padre entrando al horno crematorio es alucinante y anestésica. Es a la vez grávida y sin sentido. Lo único que puedo sentir con algo de certeza en ese momento es que él no está allí en absoluto. Sigue siendo la imagen más indescifrable de mi vida”.
Muchos escritores han escrito sobre pérdidas en general, y más concretamente sobre le muerte del padre y de la madre. Pero ningún libro he leído con detalles tan minuciosos y precisos como este de Ricardo García. Tantos, que he sentido cierto pudor al pasar página, como si me estuviese metiendo en un mundo que no fuese mío, como si yo mismo diese a la luz la vida íntima de un escritor al que quise tanto.
Tuve el privilegio de conocerlo personalmente. Estuve con él en tres ocasiones y fue mi escritor de cabecera durante años. Leí este libro en la tarde del pasado viernes y dormí con la conciencia de que esa noche los sueños entrecruzados y las pesadillas me alterarían el descanso.
Desperté cansado, como si una manada de búfalos me hubiese pisoteado en su estampida. Después me puse a escribir este artículo. Gabriel García Márquez decía que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Su hijo Rodrigo le ha evitado el dolor de ese trance. Demasiada tristeza para beberla de un solo trago.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO