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Jes Jiménez | Huellas de vida

En la entrega anterior vimos algunos ejemplos de cómo los humanos han insistido, a lo largo de los siglos y en los más diversos lugares del planeta, en grabar o pintar en muros todo tipo de mensajes. Y hay una serie de rasgos comunes en muchos de ellos.


En primer lugar, su carácter de acción elemental, casi automática, similar a los dibujos que hacemos, con los dedos o un palito, en la arena húmeda de la playa, o los garabatos que trazamos en un papel mientras se habla por teléfono. Responden a la necesidad, imperiosamente humana, de actuar sobre el entorno, de encontrar en el gesto la prueba de vida.

Para sentirse plenamente vivo hay que actuar desde dentro hacia afuera; limitarse a ver y recibir estímulos del exterior no es vivir, es vegetar. Y la vida vegetativa es apropiada, y muy digna, para árboles y plantas, pero no lo es para primates, ni ningún tipo de animal en general.

El grafiti es gesto automático que incide sobre una superficie y deja la huella del gesto allí grabada y en esa huella, impregnando el espacio, una porción de su aliento vital. Lo grabado o dibujado, en esta primera intención, no importa demasiado, lo que importa es grabarlo. Y que lo grabado permanezca en el tiempo.

Esta es una segunda característica que se puede encontrar en prácticamente todos los grabados: ese deseo de permanencia, de hacer visible nuestra huella en el mundo. La intención de permanencia puede ser mayor o menor, según la intensidad o la importancia de lo que queremos hacer público.

Y en función de ello se utilizarán unos instrumentos u otros: de la tiza, la pintura u otros materiales pictóricos a las herramientas que arañan o inciden profundamente en el muro, grabando los rastros de nuestro paso por la vida.

También el soporte en el que se inscribe el grabado puede ser cambiante y afectar a la duración de la inscripción y a sus características estéticas. Es muy diferente el resultado y la evolución temporal cuando se graba sobre una pared urbana o sobre la tierna corteza de un árbol.


Precisamente sobre este último tipo de grabado se puede leer el magnifico testimonio de un “grafitero” ilustre, Johann Wolfgang von Goethe. En sus memorias de juventud, publicadas en castellano con el título de Poesía y verdad, dice:

De un modo que resulta muy humano, yo estaba enamorado de mi nombre y, como suele hacerlo la gente joven e inculta, lo escribía por todas partes. En una ocasión lo grabé con belleza y precisión en la corteza lisa de un tilo joven. El otoño siguiente, cuando mi inclinación por Annette se hallaba en su punto más floreciente, me molesté en grabar el suyo encima del mío. Entretanto, a finales del invierno, como amante veleidoso que era, propicié más de una ocasión para torturarla y causarle disgusto.

La próxima primavera visité casualmente aquel lugar, y la savia que subía poderosamente por los árboles había brotado de los cortes que señalaban su nombre y que la resina todavía no había sellado, humedeciendo con inocentes lágrimas vegetales los trazos ya endurecidos del mío. Así pues, verla llorar sobre mí, que tantas veces le había arrancado lágrimas con mis inconveniencias, me sumió en una gran consternación
”.

Goethe tenía en ese momento 17 años y la joven de la que habla es Annette Schoenkopf, que fue su primer gran amor. En su vigorosa prosa y en apenas unas líneas podemos encontrar sintetizadas algunas otras características de los grafitis, si no de todos, sí de alguno de los tipos más frecuentes.

El novelista y poeta alemán generaliza a los autores de estos grabados como “gente joven e inculta” y parece obvio que habitualmente, no exclusivamente, son adolescentes o niños los principales creadores de los mismos. Lo de “inculta” es más discutible, aunque cuando Goethe publica su obra (1811), el concepto de cultura aparecía restringido a lo que hoy en día podríamos denominar “alta cultura”.

Pero desde un punto de vista antropológico, los grafitis sí que son una forma de expresión cultural. Y, como tales, facultan la expresión pública de sentimientos e ideas a los que no tienen acceso a medios más “institucionales”. El muro, o el árbol, es un soporte público, o expuesto a las miradas de forma pública. Y, por lo tanto, facilita la expresión de cultura popular al margen de la alta cultura. Aunque también, no podemos olvidarlo, se presta al vandalismo.

Goethe nos habla también del amor por el propio nombre. Esta es una presencia constante en los grafitis: el nombre completo, las iniciales, el apodo, el símbolo que representa a la persona como individuo único. Desde las omnipresentes pintadas con coloridos aerosoles que encontramos en paredes, vallas, vagones de metro… hasta las piedras de catedrales medievales o cerámicas de culturas diversas. Allí está inscrito el nombre de quien no quiere que se olvide que estuvo allí o que quede constancia de que talló esa piedra o creó esa pieza de vajilla. El propio nombre es certificado de vida y presencia, entre el gesto y la palabra; es más bien suma de ambos y va más allá de la propia escritura.

Y nos queda, de lo escrito por Goethe, el amor y la magia. Pero este tema merece su propio espacio en otra entrega más adelante.

JES JIMÉNEZ
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
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