A veces, una mirada es solo eso: dos ojos que te miran, o que solo miran. Hay también los ojos que observan, como si detrás de sus pupilas apagadas se escondiera un espía que desnuda el alma o un ladrón de bancos que confunde el corazón con una caja acorazada repleta de billetes y de abrazos robados.
Hay otros ojos que ven un atardecer igual que les dan vueltas a los caballitos de feria, sin saber con precisión qué buscan en ese movimiento repetitivo que se desgata en su propio eje. Hay miradas ciegas y otras que aspiran a dibujar un mundo inanimado que no existe. Y están las miradas estáticas, aquellas que no se percatan de que la suerte anda al acecho y apenas se inmutan cuando un rayo les rompe el vértigo.
Hay miradas enigmáticas que anuncian mucho más de cuanto esconden. Está todo en los ojos, el frío y la calidez a la vez, el abismo y el vuelo; parecen impenetrables, pero no lo son; siempre miran adonde el sol se pone cuando el sol no está, y busca la definición en los objetos próximos porque los lejanos no le alcanzan a la vista.
En ocasiones, cuando metes las pestañas en sus pupilas, dejando atrás las pestañas de ella, adentro te sorprende que no haya nada, sino pasillos interminables que se asoman a un abismo sin dirección alguna. Te vuelves afuera y los miras de nuevo y en ellos solo ves los mismos ojos de antes, sin perspectiva, sin horizonte de futuro.
Ahora sabes qué ven: solos alcanzan a distinguir los objetos más próximos, sin clasificación alguna, sin poder adivinar sus funciones o su estética. Siempre andan muy cerca de la felicidad más doméstica, donde el temporal no mueve las sabanas colgadas a secar. En su simplicidad, hay una belleza coqueta y barata, que no se oxida con los años pero que tampoco atrapa para enloquecer o morir por ella.
Hay otras miradas enigmáticas que esconden mucho más de cuanto ofrecen. Miran tan a lo lejos que da miedo el rastro de sus ojos en el horizonte, en un horizonte desbordado de posibilidades y de abstracciones. Más de cerca, cuando te pones cerca de ellos, de frente, sabes que es un duelo perdido, que te llevará a un rincón de la vida con el cuerpo magullado, con adicciones de alcohol y lecturas oscuras y desvariadas.
No se lo dirás a nadie, porque nadie ve una mirada así a menos que le subyugue el vacío, el desconsuelo del alma, los bares con humo y a deshoras, la búsqueda obligada de una felicidad que se enreda en su cuerpo. Incapaz de sobrevivir a la felicidad más contumaz.
Pero cuando te pones delante de esos ojos, ya no es viable el camino atrás. Clavas las pestañas en sus pupilas grises, y ahí te volteas hacia adentro, aunque sabes que no caerás en el centro de su corazón, sino que andarás perdido en un cielo de nubes evanescentes donde el cóndor es feliz en un azul inexistente y la música apenas sutil te lleva convencido a reconocer el paraíso inalcanzable y la sospecha confirmada de que esos ojos en los que te has metido con conciencia y consciencia son ya parte de ti, o tú parte de ellos. Que no es igual. Porque a partir de ahora, no habrá más luz sino esta lava desbordada e incandescente que es su mirada.
Ya no vale descifrar mapas, ni encender lámparas que no alumbran en la luz, ni otear paisajes que tornean los mismos ojos. Hay un precipicio que no sabes dónde ubicar y al que te acercas, no para reconocer ni describir, sino para sucumbir en su caída.
Cuando apartas las pestañas de esas pupilas, ya es tarde para optar por otra vida. Las oportunidades se pintan calvas, claro, porque el paisaje es desértico y los oasis son manjares de tarjetas postales; y donde el sexo desbordado te hacía ver estrellas, ahora te invita a comer arena caliente.
Hay en tanta felicidad consumida la sensación baldía de que, como cantó Borges, el olvido no existe. Y la marcha atrás, tampoco. Así que tendrás que vagar por habitaciones oscuras habitadas por fantasmas cansados y descoloridos, a los que se les desprende la piel como pescados al carbón, quemados por todas aquellas sensaciones salvajes que conducen a una felicidad perfecta y que, ya usada, muestra la fecha de caducidad sin reclamación posible.
Hay en esa mirada enigmática, que esconde mucho más de cuanto proyecta en el horizonte, una oportunidad segunda, un requiebro de ensoñaciones necesarias, una condena perpetua a buscar a esa mujer cuando la noche se cierra en sí misma y ella se acerca a la cama como una pantera llena de fatiga y deseo, y se tiende a tu lado, y te pide que eches fuera el miedo, que el daño ya está hecho, y que ahora, aunque el corazón sea un amasijo de briznas insensibles, ella te dice que se puede reconstruir una vida tirada a los escombros, como has hecho, acaso como hemos hecho algunos o casi todos.
Yo meto mis pestañas en sus pupilas grises y ahí me quedo, porque ahora sé que el mundo está ahí, donde no hay luz y tampoco oscuridad, donde solo percibo la presencia de su mirada y el enigma indescifrable de la felicidad.
Hay otros ojos que ven un atardecer igual que les dan vueltas a los caballitos de feria, sin saber con precisión qué buscan en ese movimiento repetitivo que se desgata en su propio eje. Hay miradas ciegas y otras que aspiran a dibujar un mundo inanimado que no existe. Y están las miradas estáticas, aquellas que no se percatan de que la suerte anda al acecho y apenas se inmutan cuando un rayo les rompe el vértigo.
Hay miradas enigmáticas que anuncian mucho más de cuanto esconden. Está todo en los ojos, el frío y la calidez a la vez, el abismo y el vuelo; parecen impenetrables, pero no lo son; siempre miran adonde el sol se pone cuando el sol no está, y busca la definición en los objetos próximos porque los lejanos no le alcanzan a la vista.
En ocasiones, cuando metes las pestañas en sus pupilas, dejando atrás las pestañas de ella, adentro te sorprende que no haya nada, sino pasillos interminables que se asoman a un abismo sin dirección alguna. Te vuelves afuera y los miras de nuevo y en ellos solo ves los mismos ojos de antes, sin perspectiva, sin horizonte de futuro.
Ahora sabes qué ven: solos alcanzan a distinguir los objetos más próximos, sin clasificación alguna, sin poder adivinar sus funciones o su estética. Siempre andan muy cerca de la felicidad más doméstica, donde el temporal no mueve las sabanas colgadas a secar. En su simplicidad, hay una belleza coqueta y barata, que no se oxida con los años pero que tampoco atrapa para enloquecer o morir por ella.
Hay otras miradas enigmáticas que esconden mucho más de cuanto ofrecen. Miran tan a lo lejos que da miedo el rastro de sus ojos en el horizonte, en un horizonte desbordado de posibilidades y de abstracciones. Más de cerca, cuando te pones cerca de ellos, de frente, sabes que es un duelo perdido, que te llevará a un rincón de la vida con el cuerpo magullado, con adicciones de alcohol y lecturas oscuras y desvariadas.
No se lo dirás a nadie, porque nadie ve una mirada así a menos que le subyugue el vacío, el desconsuelo del alma, los bares con humo y a deshoras, la búsqueda obligada de una felicidad que se enreda en su cuerpo. Incapaz de sobrevivir a la felicidad más contumaz.
Pero cuando te pones delante de esos ojos, ya no es viable el camino atrás. Clavas las pestañas en sus pupilas grises, y ahí te volteas hacia adentro, aunque sabes que no caerás en el centro de su corazón, sino que andarás perdido en un cielo de nubes evanescentes donde el cóndor es feliz en un azul inexistente y la música apenas sutil te lleva convencido a reconocer el paraíso inalcanzable y la sospecha confirmada de que esos ojos en los que te has metido con conciencia y consciencia son ya parte de ti, o tú parte de ellos. Que no es igual. Porque a partir de ahora, no habrá más luz sino esta lava desbordada e incandescente que es su mirada.
Ya no vale descifrar mapas, ni encender lámparas que no alumbran en la luz, ni otear paisajes que tornean los mismos ojos. Hay un precipicio que no sabes dónde ubicar y al que te acercas, no para reconocer ni describir, sino para sucumbir en su caída.
Cuando apartas las pestañas de esas pupilas, ya es tarde para optar por otra vida. Las oportunidades se pintan calvas, claro, porque el paisaje es desértico y los oasis son manjares de tarjetas postales; y donde el sexo desbordado te hacía ver estrellas, ahora te invita a comer arena caliente.
Hay en tanta felicidad consumida la sensación baldía de que, como cantó Borges, el olvido no existe. Y la marcha atrás, tampoco. Así que tendrás que vagar por habitaciones oscuras habitadas por fantasmas cansados y descoloridos, a los que se les desprende la piel como pescados al carbón, quemados por todas aquellas sensaciones salvajes que conducen a una felicidad perfecta y que, ya usada, muestra la fecha de caducidad sin reclamación posible.
Hay en esa mirada enigmática, que esconde mucho más de cuanto proyecta en el horizonte, una oportunidad segunda, un requiebro de ensoñaciones necesarias, una condena perpetua a buscar a esa mujer cuando la noche se cierra en sí misma y ella se acerca a la cama como una pantera llena de fatiga y deseo, y se tiende a tu lado, y te pide que eches fuera el miedo, que el daño ya está hecho, y que ahora, aunque el corazón sea un amasijo de briznas insensibles, ella te dice que se puede reconstruir una vida tirada a los escombros, como has hecho, acaso como hemos hecho algunos o casi todos.
Yo meto mis pestañas en sus pupilas grises y ahí me quedo, porque ahora sé que el mundo está ahí, donde no hay luz y tampoco oscuridad, donde solo percibo la presencia de su mirada y el enigma indescifrable de la felicidad.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO