Hay quien, en las noches claras, sale a la terraza a contemplar las estrellas y comienza a contarlas como si fueran garbanzos recién cocidos. Lo hace sin un punto de apoyo, sin un encuadre seleccionado en el que los astros ya contados se puedan aislar para no alterar una suma imposible.
Bastaría con mirar para sorprenderse y adivinar que el espacio allá arriba es infinito y que necesitaríamos tantas vidas para acertar en las cuentas que ya basta con observar la inmensidad del universo para sentirnos meros transeúntes en este mundo que se nos escapa a cada instante que respiramos.
A veces, me pongo a contar libros, penando cuántos no alcanzaré a leer en mi corta existencia, consciente de que el tiempo, a diferencia del espacio, es finito, que la vida es efímera como el soplo que apaga la vela. Observo los estantes cargados de los libros que amo y que no alcanzaré a leer, y es cuando entiendo la fugacidad de nuestro tiempo, el aliento que alimentamos sin la consciencia de su evanescencia.
Hay en esta ignorancia consciente un sentimiento de desarraigo que miramos de reojo, como si no fuera con nosotros. De golpe, basta una palabra, una imagen para devolvernos al centro de nuestra existencia. Y es entonces cuando echamos los ojos atrás intentando rescatar un momento olvidado, una luz desvaída, casi toda una vida con la que hemos intentando entendernos lo mejor posible, como si fuera con otro, pero que iba con nosotros. Va con nosotros.
A veces, proyectamos un cronograma irrealizable, pero que sin embargo nos ayuda a caminar sin dirección alguna, atravesando avenidas vacías donde mueren las palmeras y se oxidan los hospitales. Hay en toda memoria brechas por donde se escapa no solo el tiempo pretérito, sino también el devenir, los aplazados encuentros, los amores enconados, que no son pocos, la felicidad ya marchita de alimentarla con falsas promesas y con otras promesas de las que mejor no hablar, pero que nos ayudan a conformar los ángulos más oscuros de una impostura que cicatriza en nuestra propia piel.
Hay en las horas que están por venir un tiempo acosado de limitaciones y de esperanzas, como si toda sospecha fuera el anticipo de un fracaso articulado para estallar cuando la fiesta no ha hecho sino empezar. Es ahora cuando las melodías se tornan majestuosas y los bailes mueven el aire estancado de las horas presentes.
Miramos hacia un lado y vemos la vida de soslayo, caída sobre nuestros propios hombros, como si le costase respirar, como si las horas que quedan atrás sumaran ya más que las consumidas en todos estos años. Chuck Palahniuk, un escritor maravillado por lo oscuro y lo macabro, nos advierte: “… puedes agotar todas las distracciones para no confrontar tu mortalidad, pero al final deberás hacerlo. Nada importa, haz lo que amas”. Pero ahí radica precisamente la cuestión: que estos tiempos no nos dejan hacer lo que amamos.
Andamos tan confundidos que, por momentos, aspiramos nada más que a una felicidad modesta, recortada, como si las rebajas del confort emocional nos pillaran de lleno en mitad de una crisis irresoluble. Es ahí cuando nos ponemos en mitad de alguna parte mirando al cielo sin la pretensión de contar cuanto no tiene medidas o, si las tiene, se nos escapan a nuestras entendederas.
En ocasiones, las aspiraciones se nos achican tanto que nunca supimos dónde se nos quedaron aquellas luces que nos guiaban en una juventud feliz y esquiva, consumida en otros años en los que vivíamos descarriados en una eternidad que nunca fue tal.
Anatxu Zabalbeascoa pregunta al autor de la novela El día del ajuste qué puertas se le abrían ahora con sus 58 años. El escritor americano, sin que sepamos qué cara puso, declara: “Sé que lo peor define lo mejor. La epifanía solo es posible tras el desastre que la precede. El desastre tiene que ser de la magnitud suficiente para permitir el renacimiento. Por eso, con el gran lío que tenemos encima, nos espera una década de prosperidad, goce y felicidad. Luego nos volveremos a meter en un lío”.
Mientras el próximo lío nos sobrecoge, claro, yo empiezo a prepararme para el final de este, para esta fiesta ya anunciada. Al igual que, después de la Primera Guerra Mundial y la gripe española, el mundo se metió a vivir sin cortapisas los años locos en los veinte, ahora yo me dispongo a esconder en algún escondrijo que ignoro tanto cansancio ficticio, tanto aislamiento perimetral, tanta sensación colectiva de que todo tiempo pasado fue mejor, aunque en realidad sí lo fue, y me pongo en pie, salgo a la terraza y, mirando cerca donde la luna bravía enamora a algún que otro toro, me pongo a contar estrellas como loco, incluida la Estrella Galicia, aunque sé que es vocación inútil. Y ahí me quedo mirando un tiempo de ayer que se desdibuja en la memoria, afortunadamente.
Después entro a la casa, me abro una cerveza Estrella Galicia, muy fría, abro un libro, empiezo a leer, y busco no sé adónde ese tiempo por venir que, en ocasiones, se nos antoja sombrío y nada acogedor. Acabo la cerveza y abro otra y, espiando los astros desordenados en un firmamento sin fin, pienso el trabajo que tiene eso de contar estrellas. Y ni me río. Me agoto de solo pensarlo.
Bastaría con mirar para sorprenderse y adivinar que el espacio allá arriba es infinito y que necesitaríamos tantas vidas para acertar en las cuentas que ya basta con observar la inmensidad del universo para sentirnos meros transeúntes en este mundo que se nos escapa a cada instante que respiramos.
A veces, me pongo a contar libros, penando cuántos no alcanzaré a leer en mi corta existencia, consciente de que el tiempo, a diferencia del espacio, es finito, que la vida es efímera como el soplo que apaga la vela. Observo los estantes cargados de los libros que amo y que no alcanzaré a leer, y es cuando entiendo la fugacidad de nuestro tiempo, el aliento que alimentamos sin la consciencia de su evanescencia.
Hay en esta ignorancia consciente un sentimiento de desarraigo que miramos de reojo, como si no fuera con nosotros. De golpe, basta una palabra, una imagen para devolvernos al centro de nuestra existencia. Y es entonces cuando echamos los ojos atrás intentando rescatar un momento olvidado, una luz desvaída, casi toda una vida con la que hemos intentando entendernos lo mejor posible, como si fuera con otro, pero que iba con nosotros. Va con nosotros.
A veces, proyectamos un cronograma irrealizable, pero que sin embargo nos ayuda a caminar sin dirección alguna, atravesando avenidas vacías donde mueren las palmeras y se oxidan los hospitales. Hay en toda memoria brechas por donde se escapa no solo el tiempo pretérito, sino también el devenir, los aplazados encuentros, los amores enconados, que no son pocos, la felicidad ya marchita de alimentarla con falsas promesas y con otras promesas de las que mejor no hablar, pero que nos ayudan a conformar los ángulos más oscuros de una impostura que cicatriza en nuestra propia piel.
Hay en las horas que están por venir un tiempo acosado de limitaciones y de esperanzas, como si toda sospecha fuera el anticipo de un fracaso articulado para estallar cuando la fiesta no ha hecho sino empezar. Es ahora cuando las melodías se tornan majestuosas y los bailes mueven el aire estancado de las horas presentes.
Miramos hacia un lado y vemos la vida de soslayo, caída sobre nuestros propios hombros, como si le costase respirar, como si las horas que quedan atrás sumaran ya más que las consumidas en todos estos años. Chuck Palahniuk, un escritor maravillado por lo oscuro y lo macabro, nos advierte: “… puedes agotar todas las distracciones para no confrontar tu mortalidad, pero al final deberás hacerlo. Nada importa, haz lo que amas”. Pero ahí radica precisamente la cuestión: que estos tiempos no nos dejan hacer lo que amamos.
Andamos tan confundidos que, por momentos, aspiramos nada más que a una felicidad modesta, recortada, como si las rebajas del confort emocional nos pillaran de lleno en mitad de una crisis irresoluble. Es ahí cuando nos ponemos en mitad de alguna parte mirando al cielo sin la pretensión de contar cuanto no tiene medidas o, si las tiene, se nos escapan a nuestras entendederas.
En ocasiones, las aspiraciones se nos achican tanto que nunca supimos dónde se nos quedaron aquellas luces que nos guiaban en una juventud feliz y esquiva, consumida en otros años en los que vivíamos descarriados en una eternidad que nunca fue tal.
Anatxu Zabalbeascoa pregunta al autor de la novela El día del ajuste qué puertas se le abrían ahora con sus 58 años. El escritor americano, sin que sepamos qué cara puso, declara: “Sé que lo peor define lo mejor. La epifanía solo es posible tras el desastre que la precede. El desastre tiene que ser de la magnitud suficiente para permitir el renacimiento. Por eso, con el gran lío que tenemos encima, nos espera una década de prosperidad, goce y felicidad. Luego nos volveremos a meter en un lío”.
Mientras el próximo lío nos sobrecoge, claro, yo empiezo a prepararme para el final de este, para esta fiesta ya anunciada. Al igual que, después de la Primera Guerra Mundial y la gripe española, el mundo se metió a vivir sin cortapisas los años locos en los veinte, ahora yo me dispongo a esconder en algún escondrijo que ignoro tanto cansancio ficticio, tanto aislamiento perimetral, tanta sensación colectiva de que todo tiempo pasado fue mejor, aunque en realidad sí lo fue, y me pongo en pie, salgo a la terraza y, mirando cerca donde la luna bravía enamora a algún que otro toro, me pongo a contar estrellas como loco, incluida la Estrella Galicia, aunque sé que es vocación inútil. Y ahí me quedo mirando un tiempo de ayer que se desdibuja en la memoria, afortunadamente.
Después entro a la casa, me abro una cerveza Estrella Galicia, muy fría, abro un libro, empiezo a leer, y busco no sé adónde ese tiempo por venir que, en ocasiones, se nos antoja sombrío y nada acogedor. Acabo la cerveza y abro otra y, espiando los astros desordenados en un firmamento sin fin, pienso el trabajo que tiene eso de contar estrellas. Y ni me río. Me agoto de solo pensarlo.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO