Nos encontramos en diciembre, el último mes del 2020, año que nunca olvidaremos por las circunstancias de todos conocidas. Pero antes de que se cierre este ciclo, quisiera indicar que ha aparecido recientemente un libro que lleva el mismo título que el que he puesto para el artículo: Primavera extremeña. Su autor, el leonés Julio Llamazares, es uno de los escritores de mayor prestigio de nuestro país, de cuyas obras yo destacaría Luna de lobos y La lluvia amarilla.
Llamazares tuvo la intuición de que a mediados de marzo se confinaría el país, por lo que antes de que oficialmente se decretara optó por trasladarse a una casa de campo propiedad de la familia y que se encuentra próxima a Trujillo, ciudad de la provincia de Cáceres.
Pensaba que el encierro sería de dos semanas, tal como inicialmente estaba previsto por el Gobierno. Pronto se daría cuenta que ese confinamiento duraría más de dos meses y medio. Sin embargo, lo que podría ser un penoso encierro forzado, para él y sus acompañantes se convirtió en un verdadero placer al comprobar de modo directo el despertar de los campos extremeños en la última primavera.
Y esa experiencia nos la ha dejado escrita en un texto de algo más de cien páginas, bellamente ilustrado con láminas de acuarela realizadas por Konrad, un alemán casado con una extremeña que reside desde hace años en una casa próxima a la que acudió Llamazares para pasar el confinamiento.
Penetrar en el texto implica sumergirse en un relato pausado, de ritmo tranquilo, en el que se describe minuciosamente el goce de contemplar día a día el esplendor de los campos una vez que las lluvias los han regado generosamente como ha acontecido en esta ocasión.
Quienes somos naturales de esta hermosa tierra ya sabíamos de su singular encanto; pero era necesario que alguien foráneo, con una magnífica escritura, nos la describiera y fuera capaz de trasladar a las páginas de un libro las estampas que se desplegaban ante sus ojos.
Por mi parte, una vez leído el texto, lo mejor que puedo hacer es extraer algunos de los párrafos de Primavera extremeña, acompañándolos de cuadros de Godofredo Ortega Muñoz (1899-1982), pintor nacido en San Vicente de Alcántara (Badajoz), el mismo que plasmó la sobria belleza los campos de Extremadura.
Puesto que son pocos personajes los que aparecen en el relato, destacaré aquellos párrafos que describen la tierra, la naturaleza, el tiempo, el esplendor de los campos en la última primavera. Por otro lado, lo razonable hubiera sido que en esta selección se vieran las acuarelas que acompañan al texto; sin embargo, presentan el inconveniente de que en varias ocasiones se muestran a doble página, con el problema de que las imágenes aparecerían cortadas por la mitad con una línea oscura vertical.
Doy paso, pues, a una selección de párrafos que nos acercarán a este excelente libro, iniciándola con sus primeras líneas y cerrándola, lógicamente, con las últimas.
Uno de los lamentos más repetidos por los españoles durante la cuarentena obligada por la pandemia que asola el planeta entero desde el comienzo de este siniestro 2020 (año bisiesto, año siniestro, dice el refrán) es que aquélla les robó la primavera. Por circunstancias, a mí, en cambio, me regaló la primavera más fantástica que disfruté de principio a fin a pesar de la inquietud de los dramas que se sucedían a mi alrededor, algunos protagonizados por personas muy cercanas y queridas.
Llegamos a Extremadura el 13 de marzo del 2020 huyendo de un Madrid cada vez más fantasmal. Desde hacía varios días, la ciudad vivía sumergida en una inquietud que hacían que los vecinos anduvieran por las calles más deprisa y un silencio sospechoso se apoderaba de unos y de otras por momentos. Se palpaba la atmósfera de temor, como contaminación añadida, que se extendía por las avenidas en las que las acacias y los plátanos de sombra ya presentaban sus primeros brotes.
Los primeros días de la cuarentena apenas fuimos conscientes de ella, ocupados como estábamos en la adaptación a nuestra vida y entusiasmados por la belleza de un lugar que, aunque familiar, apenas nunca habíamos disfrutado en esta época. Normalmente veníamos más avanzada la primavera, a mediados de mayo o en junio, cuando la sierra se llena de una luz de oro, la del reflejo del sol en la hierba seca y en los frutos que los árboles ofrecen por entonces: madroños, granadas, membrillos, higos y, por supuesto, las uvas de la viña, que al final de setiembre están en sazón.
La primavera siguió su curso. A comienzos de abril empezó a llover y durante todo el mes no dejó de hacerlo, veces suavemente, como en el norte, y otras en forma de tormentas, que en la sierra cobran una intensidad mayor (…). El 19 de abril lució por fin el sol después de una semana lloviendo sin parar. Lo hizo a media tarde, con gran espectacularidad, y el campo, como un espejo se llenó de una luz brillante que resplandecía sobre la vegetación.
El refrán popular, ese que dice que marzo ventoso y abril lluvioso hacen a mayo florido y hermoso, se cumplió completamente, tanto que los adjetivos comenzaron a hacérsenos pobres a la hora de describir el paisaje que nos rodeaba (…). Mayo se despedía, pues, como comenzó. Había llovido tanto en abril que el calor absorbía la humedad formando nubes que al cabo de algunos días volvían a soltar agua y así cada poco tiempo.
Definitivamente no habíamos podido elegir un mejor sitio que el lagar extremeño del que me despediría en pocas horas, pero no sólo por su emplazamiento, sino por la primavera que nos permitió vivir, esa primavera llena de lluvias y de maravillas (…). Sin pretenderlo, al cabo de muchos años, había vuelto a vivir en un tiempo perdido, el tiempo de la infancia, esa que nunca pasa en nuestra memoria porque se convierte en oro como la primavera extremeña al llegar el mes de junio y con él el verano y el calor.
Como colofón a esta breve selección de párrafos del libro de Julio Llamazares, quisiera indicar que quienes no conozcan el norte de Extremadura yo les invitaría a que acudieran en alguna ocasión y descubrieran la primavera cubierta por los almendros floreciendo. El espectáculo es uno de los más bellos que podemos imaginar.
Llamazares tuvo la intuición de que a mediados de marzo se confinaría el país, por lo que antes de que oficialmente se decretara optó por trasladarse a una casa de campo propiedad de la familia y que se encuentra próxima a Trujillo, ciudad de la provincia de Cáceres.
Pensaba que el encierro sería de dos semanas, tal como inicialmente estaba previsto por el Gobierno. Pronto se daría cuenta que ese confinamiento duraría más de dos meses y medio. Sin embargo, lo que podría ser un penoso encierro forzado, para él y sus acompañantes se convirtió en un verdadero placer al comprobar de modo directo el despertar de los campos extremeños en la última primavera.
Y esa experiencia nos la ha dejado escrita en un texto de algo más de cien páginas, bellamente ilustrado con láminas de acuarela realizadas por Konrad, un alemán casado con una extremeña que reside desde hace años en una casa próxima a la que acudió Llamazares para pasar el confinamiento.
Penetrar en el texto implica sumergirse en un relato pausado, de ritmo tranquilo, en el que se describe minuciosamente el goce de contemplar día a día el esplendor de los campos una vez que las lluvias los han regado generosamente como ha acontecido en esta ocasión.
Quienes somos naturales de esta hermosa tierra ya sabíamos de su singular encanto; pero era necesario que alguien foráneo, con una magnífica escritura, nos la describiera y fuera capaz de trasladar a las páginas de un libro las estampas que se desplegaban ante sus ojos.
Por mi parte, una vez leído el texto, lo mejor que puedo hacer es extraer algunos de los párrafos de Primavera extremeña, acompañándolos de cuadros de Godofredo Ortega Muñoz (1899-1982), pintor nacido en San Vicente de Alcántara (Badajoz), el mismo que plasmó la sobria belleza los campos de Extremadura.
Puesto que son pocos personajes los que aparecen en el relato, destacaré aquellos párrafos que describen la tierra, la naturaleza, el tiempo, el esplendor de los campos en la última primavera. Por otro lado, lo razonable hubiera sido que en esta selección se vieran las acuarelas que acompañan al texto; sin embargo, presentan el inconveniente de que en varias ocasiones se muestran a doble página, con el problema de que las imágenes aparecerían cortadas por la mitad con una línea oscura vertical.
Doy paso, pues, a una selección de párrafos que nos acercarán a este excelente libro, iniciándola con sus primeras líneas y cerrándola, lógicamente, con las últimas.
Uno de los lamentos más repetidos por los españoles durante la cuarentena obligada por la pandemia que asola el planeta entero desde el comienzo de este siniestro 2020 (año bisiesto, año siniestro, dice el refrán) es que aquélla les robó la primavera. Por circunstancias, a mí, en cambio, me regaló la primavera más fantástica que disfruté de principio a fin a pesar de la inquietud de los dramas que se sucedían a mi alrededor, algunos protagonizados por personas muy cercanas y queridas.
Llegamos a Extremadura el 13 de marzo del 2020 huyendo de un Madrid cada vez más fantasmal. Desde hacía varios días, la ciudad vivía sumergida en una inquietud que hacían que los vecinos anduvieran por las calles más deprisa y un silencio sospechoso se apoderaba de unos y de otras por momentos. Se palpaba la atmósfera de temor, como contaminación añadida, que se extendía por las avenidas en las que las acacias y los plátanos de sombra ya presentaban sus primeros brotes.
Los primeros días de la cuarentena apenas fuimos conscientes de ella, ocupados como estábamos en la adaptación a nuestra vida y entusiasmados por la belleza de un lugar que, aunque familiar, apenas nunca habíamos disfrutado en esta época. Normalmente veníamos más avanzada la primavera, a mediados de mayo o en junio, cuando la sierra se llena de una luz de oro, la del reflejo del sol en la hierba seca y en los frutos que los árboles ofrecen por entonces: madroños, granadas, membrillos, higos y, por supuesto, las uvas de la viña, que al final de setiembre están en sazón.
La primavera siguió su curso. A comienzos de abril empezó a llover y durante todo el mes no dejó de hacerlo, veces suavemente, como en el norte, y otras en forma de tormentas, que en la sierra cobran una intensidad mayor (…). El 19 de abril lució por fin el sol después de una semana lloviendo sin parar. Lo hizo a media tarde, con gran espectacularidad, y el campo, como un espejo se llenó de una luz brillante que resplandecía sobre la vegetación.
El refrán popular, ese que dice que marzo ventoso y abril lluvioso hacen a mayo florido y hermoso, se cumplió completamente, tanto que los adjetivos comenzaron a hacérsenos pobres a la hora de describir el paisaje que nos rodeaba (…). Mayo se despedía, pues, como comenzó. Había llovido tanto en abril que el calor absorbía la humedad formando nubes que al cabo de algunos días volvían a soltar agua y así cada poco tiempo.
Definitivamente no habíamos podido elegir un mejor sitio que el lagar extremeño del que me despediría en pocas horas, pero no sólo por su emplazamiento, sino por la primavera que nos permitió vivir, esa primavera llena de lluvias y de maravillas (…). Sin pretenderlo, al cabo de muchos años, había vuelto a vivir en un tiempo perdido, el tiempo de la infancia, esa que nunca pasa en nuestra memoria porque se convierte en oro como la primavera extremeña al llegar el mes de junio y con él el verano y el calor.
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Como colofón a esta breve selección de párrafos del libro de Julio Llamazares, quisiera indicar que quienes no conozcan el norte de Extremadura yo les invitaría a que acudieran en alguna ocasión y descubrieran la primavera cubierta por los almendros floreciendo. El espectáculo es uno de los más bellos que podemos imaginar.
AURELIANO SÁINZ
ILUSTRACIONES: GODOFREDO ORTEGA MUÑOZ