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José Antonio Hernández | Aguafiestas

Todos conocemos a personas que disfrutan recordando los hechos dolorosos del pasado, destacando los aspectos negativos del presente y asustándonos con los peligros del futuro. Son aquellos dolientes para quienes “todo tiempo pasado fue peor”, si no fuera porque el presente les parece todavía más horrible que el pasado y porque están convencidos de que caminamos veloz e irremisiblemente hacia el caos fatal y hacia la catástrofe más aniquiladora.


Cuando comentamos con ellos cualquier suceso, estos conciudadanos inconsolables nos recuerdan, sobre todo, las calamidades desoladoras, los rostros cínicos, las miradas crueles y las perversas acciones: la memoria, la razón y la imaginación constituyen para ellos unas temibles luces que alumbran a un mundo que es un sórdido museo de penalidades, un infierno de padecimientos y un antro de vergonzosas perversidades.

En mi opinión, hemos de defendernos de estos “aguafiestas” para evitar que nos estropeen el día y nos amarguen la existencia. Sin caer en ingenuos optimismos, hemos de buscar la fórmula eficaz para impedir que esta desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con los colores lúgubres de sus lamentos pero, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje. 

Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos el germen vital que late en el fondo de la existencia humana. 

Si pretendemos evitar el desánimo, hemos de evaluar los otros datos positivos que compensan los malos tragos. Apoyándonos, por ejemplo, en la convicción de la dignidad y de la libertad del ser humano, en nuestra capacidad para mejorar las situaciones y para aprender, sobre todo de los errores, podemos alentar esperanzas y elaborar proyectos de progreso permanente de cada uno de nosotros y de la sociedad a la que pertenecemos.

Reconociendo el declive que el individualismo contemporáneo ha introducido en las relaciones humanas, esta "ansiedad de perfección" nos permitirá compartir el sentido positivo de la vida, generar unos vínculos más estrechos entre los hombres y recuperar el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que nos rodea. Sólo así mantendremos la posibilidad del amor y los gestos supremos de la vida. 

Si pretendemos que nuestras vidas no sean escenas sueltas –“hojas tenues, inciertas y livianas, arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo”–, hemos de buscar ese vínculo, ese hilo conductor, que las rehilvane y que proporcione unidad, armonía y sentido a nuestros deseos y a nuestros temores, a nuestras luchas y a nuestras derrotas.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ
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