Julio es el mes de la luz, de los días inabarcables, de los viajes esperados. Agosto trae ya un regusto a tiempo efímero, a vacaciones apresuradas, a días que encogen sin miramientos y a noches que se apresuran a extenderse por el firmamento, cada hora, cada minuto, con más tenacidad. Los días son claros y luminosos, y las noches convocan a la algarabía controlada. Rosa Montero ha escrito: “No sé qué tienen las noches de verano que fomentan los momentos oceánicos, esos instantes en los que te atraviesa, como un rayo, la conciencia de estar vivo”.
Hemos viajado a Zamora y allí, sentados en la terraza de un bar próximo a la plaza Mayor, cerramos el guion del día siguiente. Habíamos pensado visitar alguna bodega de Toro y beber vino de la zona hasta que la ebriedad o las altas temperaturas nos devolvieran de nuevo a este mundo de estío y de ensueño.
Pedro Crespo opta por regar las matas de tomates de su propio huerto en Manganeses de la Lampreana y preparar el equipaje de vuelta a Andalucía. Pero Paco Luis Córdoba, Francisco Sierra y yo preferimos tomar la carretera y acercarnos a Babia.
Desde que leí En Babia, una compilación de artículos de Julio Llamazares, siempre supe que un día desembarcaría en esa comarca leonesa fronteriza con Asturias. Tal vez Paco Luis tuvo desde entonces la misma sensación. Una señalización, con dibujo amable y divertido de bienvenida, advierte al viajero dónde se encuentra: “Estás en Babia”.
Se ha escrito que los reyes de León, en la Edad Media, viajaban a este lugar para descansar y olvidar por unos días o unos meses las responsabilidades cotidianas de la corona. Hay quien apuesta por que el origen del dicho “estar en Babia” sea este. Pero no hay prueba alguna que sostenga esta posibilidad de que Babia fuera lugar de recreo real ni que el rey desatendiera aquí sus obligaciones reales llevado por el relax o el desinterés. Hoy, para nosotros, la expresión “estar en Babia” hace referencia a alguien que está distraído o ausente, ensimismado o lelo, o que está en las nubes.
Esta es solo una versión. También se cuenta que, con la expiración del verano, los pastores reunían a su ganado para salir en trashumancia a Extremadura y, por la noche, reunidos todos frente a la fogata, alguno sentía nostalgia de aquella tierra, mientras otro se le acercaba para decirle: “Despierta, que estás en Babia”.
No importa qué versión sea la verdadera, pues la leyenda supera siempre los límites de la realidad y la expresión, fuese cual fuese el origen, ha quedado para nosotros para definir a aquella persona que está absorta, meditativa, ausente de la realidad que le circunda, con el pensamiento muy distante de donde andamos los demás. Algunos estudios observan, eso sí, que fue Quevedo quien primero –o de los primeros– utilizó esta expresión. Habiéndolo leído, nada escapa a que pueda ser cierto.
Babia, una palabra con orígenes en el vocablo vasco Ur, agua, es un topónimo que deriva del latín medieval en la forma Vadabia. Limita al norte con Asturias, al este con la comarca de Luna, al sur con la comarca de Omaña y a oeste con la comarca de Laciana. Las praderas son muy verdes y abunda el agua.
Las ovejas merinas comparten los pastizales con las vacas color canela, con los caballos de raza hispano-bretona y con las cigüeñas, que pican en la hierba en bandadas de cuarenta o cincuenta ejemplares. Tal vez sea el único lugar de España donde estas aves pisan la tierra con firmeza y a sus anchas en vez de andar siempre metidas en el nido o colgadas en la torre de la iglesia o del ayuntamiento.
En julio las cumbres de las montañas, que son de granito y alcanzan los 2.000 metros de altura, están peladas. El macizo de Ubiña alcanza majestuosamente los 2.414 metros. Más abajo, las montañas, que rodean y encierran esta comarca en un lugar único, están cubiertas de verde. En invierno, el paisaje está nevado. En primavera, el valle se cubre de un verde esmeralda. Dicen también que otoño es la estación idónea para observar su belleza hipnotizadora.
Los valles fueron moldeados por los glaciares. De ese pasado glaciar se conservan algunos lagos y lagunas. Los bosques han desaparecido y ahora los valles verdes y las hoces estrechas comparten territorio con cascadas, arroyos, ríos y embalses.
El verde de Babia no tiene la protuberancia y rotundidad de Asturias o Cantabria, pero encierra una belleza discreta y equilibrada difícil de describir. Aunque el principal protagonista en sus mañanas de julio es el silencio perfecto y compacto, incomparable a cualquier otro silencio de nuestra península. Las guías turísticas hablan de un silencio elevado al cubo. Y no exageran.
Tal vez julio no sea el mejor mes para quedarse embelesado por Babia y en Babia. Pero la lectura de tantos libros le llena a uno la cabeza de rincones mágicos que componen nuestra geografía más cercana y no hay otro mes como este para tirarse al camino, solo o acompañado, y conocer de manera presencial, que no telemática, la materia que conforman algunos de nuestros sueños más recurrentes. Sobre todo, este año que el Tour de Francia lo han bajado a agosto.
Ahora, sentado frente a mi escritorio, escruto la orografía de mis literaturas leídas y me pregunto, y me respondo, cuál será el próximo viaje antes de que el otoño nos atrape en la telaraña de sus predicciones infundadas.
Hemos viajado a Zamora y allí, sentados en la terraza de un bar próximo a la plaza Mayor, cerramos el guion del día siguiente. Habíamos pensado visitar alguna bodega de Toro y beber vino de la zona hasta que la ebriedad o las altas temperaturas nos devolvieran de nuevo a este mundo de estío y de ensueño.
Pedro Crespo opta por regar las matas de tomates de su propio huerto en Manganeses de la Lampreana y preparar el equipaje de vuelta a Andalucía. Pero Paco Luis Córdoba, Francisco Sierra y yo preferimos tomar la carretera y acercarnos a Babia.
Desde que leí En Babia, una compilación de artículos de Julio Llamazares, siempre supe que un día desembarcaría en esa comarca leonesa fronteriza con Asturias. Tal vez Paco Luis tuvo desde entonces la misma sensación. Una señalización, con dibujo amable y divertido de bienvenida, advierte al viajero dónde se encuentra: “Estás en Babia”.
Se ha escrito que los reyes de León, en la Edad Media, viajaban a este lugar para descansar y olvidar por unos días o unos meses las responsabilidades cotidianas de la corona. Hay quien apuesta por que el origen del dicho “estar en Babia” sea este. Pero no hay prueba alguna que sostenga esta posibilidad de que Babia fuera lugar de recreo real ni que el rey desatendiera aquí sus obligaciones reales llevado por el relax o el desinterés. Hoy, para nosotros, la expresión “estar en Babia” hace referencia a alguien que está distraído o ausente, ensimismado o lelo, o que está en las nubes.
Esta es solo una versión. También se cuenta que, con la expiración del verano, los pastores reunían a su ganado para salir en trashumancia a Extremadura y, por la noche, reunidos todos frente a la fogata, alguno sentía nostalgia de aquella tierra, mientras otro se le acercaba para decirle: “Despierta, que estás en Babia”.
No importa qué versión sea la verdadera, pues la leyenda supera siempre los límites de la realidad y la expresión, fuese cual fuese el origen, ha quedado para nosotros para definir a aquella persona que está absorta, meditativa, ausente de la realidad que le circunda, con el pensamiento muy distante de donde andamos los demás. Algunos estudios observan, eso sí, que fue Quevedo quien primero –o de los primeros– utilizó esta expresión. Habiéndolo leído, nada escapa a que pueda ser cierto.
Babia, una palabra con orígenes en el vocablo vasco Ur, agua, es un topónimo que deriva del latín medieval en la forma Vadabia. Limita al norte con Asturias, al este con la comarca de Luna, al sur con la comarca de Omaña y a oeste con la comarca de Laciana. Las praderas son muy verdes y abunda el agua.
Las ovejas merinas comparten los pastizales con las vacas color canela, con los caballos de raza hispano-bretona y con las cigüeñas, que pican en la hierba en bandadas de cuarenta o cincuenta ejemplares. Tal vez sea el único lugar de España donde estas aves pisan la tierra con firmeza y a sus anchas en vez de andar siempre metidas en el nido o colgadas en la torre de la iglesia o del ayuntamiento.
En julio las cumbres de las montañas, que son de granito y alcanzan los 2.000 metros de altura, están peladas. El macizo de Ubiña alcanza majestuosamente los 2.414 metros. Más abajo, las montañas, que rodean y encierran esta comarca en un lugar único, están cubiertas de verde. En invierno, el paisaje está nevado. En primavera, el valle se cubre de un verde esmeralda. Dicen también que otoño es la estación idónea para observar su belleza hipnotizadora.
Los valles fueron moldeados por los glaciares. De ese pasado glaciar se conservan algunos lagos y lagunas. Los bosques han desaparecido y ahora los valles verdes y las hoces estrechas comparten territorio con cascadas, arroyos, ríos y embalses.
El verde de Babia no tiene la protuberancia y rotundidad de Asturias o Cantabria, pero encierra una belleza discreta y equilibrada difícil de describir. Aunque el principal protagonista en sus mañanas de julio es el silencio perfecto y compacto, incomparable a cualquier otro silencio de nuestra península. Las guías turísticas hablan de un silencio elevado al cubo. Y no exageran.
Tal vez julio no sea el mejor mes para quedarse embelesado por Babia y en Babia. Pero la lectura de tantos libros le llena a uno la cabeza de rincones mágicos que componen nuestra geografía más cercana y no hay otro mes como este para tirarse al camino, solo o acompañado, y conocer de manera presencial, que no telemática, la materia que conforman algunos de nuestros sueños más recurrentes. Sobre todo, este año que el Tour de Francia lo han bajado a agosto.
Ahora, sentado frente a mi escritorio, escruto la orografía de mis literaturas leídas y me pregunto, y me respondo, cuál será el próximo viaje antes de que el otoño nos atrape en la telaraña de sus predicciones infundadas.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO