Recuerdo que cuando era una niña, mi abuela, que me traía el desayuno a la cama, me contaba historias de la Guerra Civil española. Parece que estoy oyendo a mi madre diciéndole: “no le cuentes esas cosas a la niña”. Mi abuela, cada mañana, venía y hacía lo mismo. Y a mí me encantaba y, con los ojos grandes por el asombro, la escuchaba todo el rato. Creo que de escuchar aquellas historias vinieron mis ganas de contarlas y me hice periodista.
Ahora hay un cierto sopor en el ambiente, una dejadez, un querer vivir y no poder; como si se quisiera respirar y, por alguna razón, no se pudiese soltar el aire. Las personas han tenido que encerrarse y huir de un enemigo sin cara, un enemigo mortal.
Ante esta tesitura hay quien se ha comportado con solidaridad y amor al prójimo y quien, también, se ha vuelto aún más ególatra y egoísta. Estos días hemos visto a ciudadanos que lo han dado todo, incluso la vida, y también, los que aprovechando esta crisis sanitaria han querido tumbar al Gobierno.
Parece ser que las derechas, aunque se digan muy demócratas, no lo son tanto: no conciben que gobiernen los contrarios, no pueden soportar que su mano de obra barata les salga cara, que su mayordomía les exija un horario y que sus trabajadores agrarios les pidan un digno salario. De aquellos viejos lodos franquistas proceden estos barros.
En la formación del Gobierno ya se dilucidaba el sentido que iba a tener la Legislatura. Tras superar muchos escollos se consiguió́ formar un Gobierno de progreso. Y pocos meses más tarde estalló la pandemia.
No digo que este desastre no haya sacado lo mejor de nosotros pero, también, con mucha fuerza, lo peor de cada individuo ha salido a flote. El cainismo español campa estos días por todas partes: por la calle, por las redes y, sobre todo, en el Congreso de los Diputados.
Nunca he sentido más vergüenza ajena que cuando escuché el lenguaje tabernario y bronco que hace unos días se pudo oír dentro del hemiciclo. Los diputados de derechas insultaban sin el más mínimo pudor, aprovechando los horrores de la epidemia que realmente nadie vio venir y que ahora utilizan desalmadamente para desgastar al Gobierno.
Se valen de la forma más vil, utilizando a los miles de muertos, y terminan culpando a quienes están dándolo todo por intentar que los de siempre, los que para ellos no son nadie, no se queden atrás. Esos “nadíes” que el gran Galeano retrató con la maestría que le caracterizaba.
Esta misma pelea se da entre los ciudadanos de a pie e, incluso, se producen agresiones por ideas e ideales diferentes entre los unos y los otros. Se insultan igual o más que en el Congreso, se ofenden en las redes sociales y el ambiente está sumamente enrarecido.
Para rizar el rizo han introducido a la Guardia Civil en el discurso y de una sustitución por parte del ministro –que, por cierto, todos sabemos la causa– puede hasta que haya una revolución en el Cuerpo. ¡Ojalá me equivoque!
Y, para terminar, el colmo de los colmos: el Rey emérito está siendo investigado por el Tribunal Supremo. Todo comenzó el 15 de marzo, el domingo por la noche, cuando la Casa del Rey anunció que Felipe VI renunciaba a la herencia que pudiese corresponderle de su padre y que, además, a Juan Carlos I se le retiraba la asignación que cobraba del Estado. Era una manera de admitir los negocios no claros del monarca ya retirado.
Todo esto sucedía mientras toda España estaba confinada en sus domicilios, los hospitales se colapsaban y los muertos se contaban a miles. Esa democracia a medida construida, después de los años de dictadura infernal, se ha quedado corta, muy corta y muy corrompida.
Los todavía jirones del franquismo se hacen sentir: están en casi todas las instituciones más importantes de nuestro país y siguen medrando. Tenemos que salir de este pozo, respirar sin mascarilla que nos impida gritar, volver a vivir, conseguir que este país sea más progresista y más justo. Pero, volviendo a Galeano, no hay un día mágico que llueva la buena suerte por mucho que los nadíes la llamen.
Ahora hay un cierto sopor en el ambiente, una dejadez, un querer vivir y no poder; como si se quisiera respirar y, por alguna razón, no se pudiese soltar el aire. Las personas han tenido que encerrarse y huir de un enemigo sin cara, un enemigo mortal.
Ante esta tesitura hay quien se ha comportado con solidaridad y amor al prójimo y quien, también, se ha vuelto aún más ególatra y egoísta. Estos días hemos visto a ciudadanos que lo han dado todo, incluso la vida, y también, los que aprovechando esta crisis sanitaria han querido tumbar al Gobierno.
Parece ser que las derechas, aunque se digan muy demócratas, no lo son tanto: no conciben que gobiernen los contrarios, no pueden soportar que su mano de obra barata les salga cara, que su mayordomía les exija un horario y que sus trabajadores agrarios les pidan un digno salario. De aquellos viejos lodos franquistas proceden estos barros.
En la formación del Gobierno ya se dilucidaba el sentido que iba a tener la Legislatura. Tras superar muchos escollos se consiguió́ formar un Gobierno de progreso. Y pocos meses más tarde estalló la pandemia.
No digo que este desastre no haya sacado lo mejor de nosotros pero, también, con mucha fuerza, lo peor de cada individuo ha salido a flote. El cainismo español campa estos días por todas partes: por la calle, por las redes y, sobre todo, en el Congreso de los Diputados.
Nunca he sentido más vergüenza ajena que cuando escuché el lenguaje tabernario y bronco que hace unos días se pudo oír dentro del hemiciclo. Los diputados de derechas insultaban sin el más mínimo pudor, aprovechando los horrores de la epidemia que realmente nadie vio venir y que ahora utilizan desalmadamente para desgastar al Gobierno.
Se valen de la forma más vil, utilizando a los miles de muertos, y terminan culpando a quienes están dándolo todo por intentar que los de siempre, los que para ellos no son nadie, no se queden atrás. Esos “nadíes” que el gran Galeano retrató con la maestría que le caracterizaba.
Esta misma pelea se da entre los ciudadanos de a pie e, incluso, se producen agresiones por ideas e ideales diferentes entre los unos y los otros. Se insultan igual o más que en el Congreso, se ofenden en las redes sociales y el ambiente está sumamente enrarecido.
Para rizar el rizo han introducido a la Guardia Civil en el discurso y de una sustitución por parte del ministro –que, por cierto, todos sabemos la causa– puede hasta que haya una revolución en el Cuerpo. ¡Ojalá me equivoque!
Y, para terminar, el colmo de los colmos: el Rey emérito está siendo investigado por el Tribunal Supremo. Todo comenzó el 15 de marzo, el domingo por la noche, cuando la Casa del Rey anunció que Felipe VI renunciaba a la herencia que pudiese corresponderle de su padre y que, además, a Juan Carlos I se le retiraba la asignación que cobraba del Estado. Era una manera de admitir los negocios no claros del monarca ya retirado.
Todo esto sucedía mientras toda España estaba confinada en sus domicilios, los hospitales se colapsaban y los muertos se contaban a miles. Esa democracia a medida construida, después de los años de dictadura infernal, se ha quedado corta, muy corta y muy corrompida.
Los todavía jirones del franquismo se hacen sentir: están en casi todas las instituciones más importantes de nuestro país y siguen medrando. Tenemos que salir de este pozo, respirar sin mascarilla que nos impida gritar, volver a vivir, conseguir que este país sea más progresista y más justo. Pero, volviendo a Galeano, no hay un día mágico que llueva la buena suerte por mucho que los nadíes la llamen.
REMEDIOS FARIÑAS