Ayer me zambullí por primera vez esta temporada en aguas del Atlántico. Como cada verano, la sensación de libertad me pudo. Más, tal vez, que otros veranos. El agua, la velocidad, el alcohol, el amor desbocado son registros en los que la libertad se siente cómoda y los síntomas de adicción son insobornables.
Una brisa suave se rompió a última hora de la tarde a favor de un viento algo más violento que expulsó a los intrusos del agua. Una playa blanca y vacía, enorme y acogedora. Apenas una veintena de bañistas. Jóvenes golpeando sin técnica el balón, amantes poniéndose al día en cuestiones de amor y sexo, terrazas vacías, o casi. Algunos visitantes sentados oteando el horizonte marino con un gintónic por todo equipaje. Un día de una alegría serena y buscada.
Pensaba –estos días de confinamiento todos hemos pensado mucho– que las playas estarían estos días atoradas de advenedizos, de claustrofóbicos que huyen del encierro involuntario e inmerecido, de una vida minada de normas e instrucciones y decretos que regulan nuestros días como si fuéramos cobayas de laboratorio.
En el fondo, esta vida vivida tiene algo de ese mundo recóndito de la investigación, del ensayo, del suspense, de la fantasía desbordada. Es lógico que nadie creyera, cuando se acercó sigilosa a nuestras vidas, que la covid-19 viniera para quedarse en nuestro regazo.
Sí. Vino para matarnos y advertirnos. De cuántas cosas. Sobre todo, para expulsarnos de la normalidad. En ese término inconcreto y abstracto se esconde no solo la nostalgia de un tiempo fulminado, sino también deshechos de un mundo impuro y putrefacto, que olía a amoniaco y a perfume a la vez, con un tacto de metal oxidado y un sonido vulgar que identificábamos con alguna canción de verano.
Ahora, en las altas instancias del poder político y económico, estudian cómo envasar la nueva normalidad, cómo editar los diccionarios de la vida cotidiana, si los medios digitales son más propicios y cercanos para bajarnos las versiones novísimas de otras biblias y otros cuentos. Ya lo escribió León Felipe: “Me han dormido con todos los cuentos. Y sé todos los cuentos”. De este cuento nunca quisimos saber nada. Por eso nos mordió la mosca.
Miro el mar, pero hay nadie. Los informativos audiovisuales hablan de fiestas nocturnas, de excesos, de jóvenes que se escurren por los rincones de las calles para poner en orden las hormonas locas propias de la edad. Miro el mar, y hay en su soledad compacta una belleza de pintura salvaje, de espacio donde el ser humano nunca pisó sus arenas.
Pero hace unos días, nada más amanecer, me tiré a la calle, a examinar las venas abiertas de esta ciudad hermosa que es Sevilla, y tampoco había nadie. Y más allá de las doce de la mañana, los bares abrían sus puertas para nadie, apenas para nadie. Bebí una cerveza solo y fría, como la ciudad.
Hay un miedo estancado en los hogares que nos ata a defender la vida por las esquinas del inmueble, que nos precipita del baño a la cocina y de la cama al sillón de la terraza. Y abajo, donde los perros vomitan sus caquitas de siempre, sus dueños y dueñas se apresuran a que el can haga sus necesidades con premura porque aquí abajo hay una alegría difícil de decodificar.
Frédéric Beigbeder ha escrito estos días que, si no aceptamos la idea de que podemos morir, no podemos vivir. Y advierte: “La vida es imposible con este miedo a morir. Queriendo protegernos de la muerte, suprimimos la vida. El canguelo que tenemos nos ha impedido vivir durante dos meses. A partir de ahora va a haber que aceptar que arriesgamos la vida saliendo de casa. Yo creo que estoy preparado”.
Creo que hemos nacido para vivir, para vivir con amor y en libertad. Dos conceptos que no tienen por qué ser antagónicos, sino complementarios. Si nos acompañamos de un gintónic elaborado por un profesional, mejor que mejor. Esconderse de la vida no vale, porque en los rincones es donde anidan las telarañas y las ideas oscuras que florecen en el alma.
Frente al mar, sin embargo, aunque el viento te despeine los pensamientos, puedes respirar un aire puro que no te atrapa en la nostalgia de una normalidad perdida, pero que sí ayuda a mirar a donde la luz se proyecta.
Beigbeder es un escritor divertido y profundo a la par. A veces es capaz de esbozar vaticinios que terminan cumpliéndose, como pronostica el título de su novela El amor dura tres años. Yo habría añadido: o menos. Las pasiones muy longevas, ya se sabe, acaban oliendo a naftalina.
En este libro me robó la definición de mujer que yo hubiera escrito. Estuve por plagiarle, pero al final opté por escribir algún día una mejor. Sugiere Beigbeder: “Lo más hermoso de una mujer es que sea sana. Me gusta que respire Salud, ¡esa edad de placer! ¡Quiero que tenga ganas de correr, de reír a carcajadas, de hartarse de comer!
Dientes tan blancos como el blanco de los ojos, una boca fresca como una cama grande, labios cereza en los que cada beso es una joya, una piel tersa como la de un tam-tam, senos redondos como bolas de petanca, clavículas delgadas como alas de pollo, piernas doradas como la Toscana, un culo respingón como una mejilla de bebé y, sobre todo, sobre todo, NADA DE MAQUILLAJE. Debe oler a leche y a sudor más que a perfume o a cigarrillo”.
Beigbebder no habla de los defectos de nuestra mujer perfecta. A mí, de hecho, me gusta que los tenga. Este anuncio, después de todo, no es sino una propuesta de amor y libertad. Ella, o ellas, si alguna se atreve, puede buscarme y encontrarme en las redes, puede buscarme en la playa: soy aquel que mira el mar con un libro abierto. También frecuento bares, paseos matutinos, librerías, parques donde no hay niños destrozando pelotas ni perros que siempre hacen caca cerca de los viandantes que más los detestan.
Pero ella, sea quien sea, que no me cite en su apartamento. El amor y el confinamiento, en ocasiones, se asemejan demasiado. Prefiero una cita frente al mar. Propongo solo unos momentos de felicidad. Podrían ser, claro, unos momentos eternos. Eso sí, no se acerquen incautas ni hurañas. La covid-19 me ha vuelto muy selectivo y con muchas ganas de vivir. Seguro que alguna pica, en el buen sentido. Para mí, esta nueva normalidad sería el mejor antídoto para derrotar al desasosiego.
Una brisa suave se rompió a última hora de la tarde a favor de un viento algo más violento que expulsó a los intrusos del agua. Una playa blanca y vacía, enorme y acogedora. Apenas una veintena de bañistas. Jóvenes golpeando sin técnica el balón, amantes poniéndose al día en cuestiones de amor y sexo, terrazas vacías, o casi. Algunos visitantes sentados oteando el horizonte marino con un gintónic por todo equipaje. Un día de una alegría serena y buscada.
Pensaba –estos días de confinamiento todos hemos pensado mucho– que las playas estarían estos días atoradas de advenedizos, de claustrofóbicos que huyen del encierro involuntario e inmerecido, de una vida minada de normas e instrucciones y decretos que regulan nuestros días como si fuéramos cobayas de laboratorio.
En el fondo, esta vida vivida tiene algo de ese mundo recóndito de la investigación, del ensayo, del suspense, de la fantasía desbordada. Es lógico que nadie creyera, cuando se acercó sigilosa a nuestras vidas, que la covid-19 viniera para quedarse en nuestro regazo.
Sí. Vino para matarnos y advertirnos. De cuántas cosas. Sobre todo, para expulsarnos de la normalidad. En ese término inconcreto y abstracto se esconde no solo la nostalgia de un tiempo fulminado, sino también deshechos de un mundo impuro y putrefacto, que olía a amoniaco y a perfume a la vez, con un tacto de metal oxidado y un sonido vulgar que identificábamos con alguna canción de verano.
Ahora, en las altas instancias del poder político y económico, estudian cómo envasar la nueva normalidad, cómo editar los diccionarios de la vida cotidiana, si los medios digitales son más propicios y cercanos para bajarnos las versiones novísimas de otras biblias y otros cuentos. Ya lo escribió León Felipe: “Me han dormido con todos los cuentos. Y sé todos los cuentos”. De este cuento nunca quisimos saber nada. Por eso nos mordió la mosca.
Miro el mar, pero hay nadie. Los informativos audiovisuales hablan de fiestas nocturnas, de excesos, de jóvenes que se escurren por los rincones de las calles para poner en orden las hormonas locas propias de la edad. Miro el mar, y hay en su soledad compacta una belleza de pintura salvaje, de espacio donde el ser humano nunca pisó sus arenas.
Pero hace unos días, nada más amanecer, me tiré a la calle, a examinar las venas abiertas de esta ciudad hermosa que es Sevilla, y tampoco había nadie. Y más allá de las doce de la mañana, los bares abrían sus puertas para nadie, apenas para nadie. Bebí una cerveza solo y fría, como la ciudad.
Hay un miedo estancado en los hogares que nos ata a defender la vida por las esquinas del inmueble, que nos precipita del baño a la cocina y de la cama al sillón de la terraza. Y abajo, donde los perros vomitan sus caquitas de siempre, sus dueños y dueñas se apresuran a que el can haga sus necesidades con premura porque aquí abajo hay una alegría difícil de decodificar.
Frédéric Beigbeder ha escrito estos días que, si no aceptamos la idea de que podemos morir, no podemos vivir. Y advierte: “La vida es imposible con este miedo a morir. Queriendo protegernos de la muerte, suprimimos la vida. El canguelo que tenemos nos ha impedido vivir durante dos meses. A partir de ahora va a haber que aceptar que arriesgamos la vida saliendo de casa. Yo creo que estoy preparado”.
Creo que hemos nacido para vivir, para vivir con amor y en libertad. Dos conceptos que no tienen por qué ser antagónicos, sino complementarios. Si nos acompañamos de un gintónic elaborado por un profesional, mejor que mejor. Esconderse de la vida no vale, porque en los rincones es donde anidan las telarañas y las ideas oscuras que florecen en el alma.
Frente al mar, sin embargo, aunque el viento te despeine los pensamientos, puedes respirar un aire puro que no te atrapa en la nostalgia de una normalidad perdida, pero que sí ayuda a mirar a donde la luz se proyecta.
Beigbeder es un escritor divertido y profundo a la par. A veces es capaz de esbozar vaticinios que terminan cumpliéndose, como pronostica el título de su novela El amor dura tres años. Yo habría añadido: o menos. Las pasiones muy longevas, ya se sabe, acaban oliendo a naftalina.
En este libro me robó la definición de mujer que yo hubiera escrito. Estuve por plagiarle, pero al final opté por escribir algún día una mejor. Sugiere Beigbeder: “Lo más hermoso de una mujer es que sea sana. Me gusta que respire Salud, ¡esa edad de placer! ¡Quiero que tenga ganas de correr, de reír a carcajadas, de hartarse de comer!
Dientes tan blancos como el blanco de los ojos, una boca fresca como una cama grande, labios cereza en los que cada beso es una joya, una piel tersa como la de un tam-tam, senos redondos como bolas de petanca, clavículas delgadas como alas de pollo, piernas doradas como la Toscana, un culo respingón como una mejilla de bebé y, sobre todo, sobre todo, NADA DE MAQUILLAJE. Debe oler a leche y a sudor más que a perfume o a cigarrillo”.
Beigbebder no habla de los defectos de nuestra mujer perfecta. A mí, de hecho, me gusta que los tenga. Este anuncio, después de todo, no es sino una propuesta de amor y libertad. Ella, o ellas, si alguna se atreve, puede buscarme y encontrarme en las redes, puede buscarme en la playa: soy aquel que mira el mar con un libro abierto. También frecuento bares, paseos matutinos, librerías, parques donde no hay niños destrozando pelotas ni perros que siempre hacen caca cerca de los viandantes que más los detestan.
Pero ella, sea quien sea, que no me cite en su apartamento. El amor y el confinamiento, en ocasiones, se asemejan demasiado. Prefiero una cita frente al mar. Propongo solo unos momentos de felicidad. Podrían ser, claro, unos momentos eternos. Eso sí, no se acerquen incautas ni hurañas. La covid-19 me ha vuelto muy selectivo y con muchas ganas de vivir. Seguro que alguna pica, en el buen sentido. Para mí, esta nueva normalidad sería el mejor antídoto para derrotar al desasosiego.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO