PC Providencia lanzó ayer en Twitter este breve comunicado: “Lamentamos el fallecimiento del escritor Luis Sepúlveda, enviamos un fraterno abrazo a su familia y amigos. Entre las muchas frases que nos deja hay una que hoy se siente a diario: ‘El odio a los pobres tal vez sea el peor de los odios”. Me dijo la frase a finales de 2017 y vi el título. De hecho, me sirvió para encabezar una larga entrevista con él publicada en este mismo diario digital el 24 de enero de 2018.
Hace unos días falleció también el cantautor Luis Eduardo Aute. No por el coronavirus, sino en tiempos del Covid-19. También tuve la oportunidad de conocerlo y de entrevistarlo. Me invitó al último concierto que dio en Sevilla. El Teatro Lope de Vega estaba a rebosar y el público, entregado. Él se sentía a gusto. Se quejaba de que cada vez lo llamaban menos para subir al escenario. Ese día, consciente de que el tiempo corre deprisa, se entregó de lleno. Más de dos horas y media de buena música. Lo dio todo. La última canción que interpretó, a capela, fue Al alba.
Ayer jueves, a las 10.18, falleció el escritor chileno. En la entrevista que publiqué en 2018, contaba que tenía terminado un libro de versos que no se atrevía a publicar. Al final, no tuvo valor. Entonces trabajaba en una fábula para lectores grandes y pequeños donde narraría la historia de una ballena blanca que los balleneros vascos bautizaron con el nombre de Mocha Dick, la misma ballena que embrujó a Herman Melville.
Siempre vestía de negro o azul marino. Un hombre grande y afable, de “abrazos diseñados para abarcar de un solo empujón a sus seis hijos”, escribí entonces. Venía a presentar su libro El fin de la historia.
Luchó contra la dictadura del general Pinochet y nunca se arrepintió. Por su compromiso político fue condenado a 28 años de cárcel. Fue detenido y encerrado. Al final, la pena le fue conmutada por ocho años de exilio. Todo se lo debió a una joven alemana sentada en silla de ruedas que lo había leído y que impulsó una campaña en su favor.
A su compañera, Carmen Yáñez, quien conoció la Villa Grimaldi como la prisionera 824, dedicaba esta novela tan bien escrita, que tiene mucho de thriller, más de denuncia social y demasiado de memoria que perdona y que pide justicia, pero que no logra doblegar al olvido. De los 3.000 desaparecidos de la dictadura chilena, muchos salieron ya sin vida de Villa Grimaldi y fueron enterrados en tumbas clandestinas, arrojados al mar o fueron dinamitados. Está claro que el horror también se puede cuantificar y visualizar.
Un escritor tan grande muere en el momento menos oportuno. Nadie quiere morir en estos días de confinamiento, pero menos él, que tanto amaba el mundo y a quienes lo habitan. Fue el primer enfermo en ingresar en un hospital de Asturias afectado por el virus.
Ayer murió en el Hospital Universitario Central de Asturias, donde ingresó el 29 de febrero diagnosticado de una neumonía asociada al coronavirus. Vivía en España desde 1997. En 1993 publicó Un viejo que leía novelas de amor, una breve novela que se tradujo a numerosos idiomas, vendió millones de ejemplares y fue llevada al cine con guion del propio Sepúlveda.
La cárcel, las torturas y el exilio le dotaron de una bondad blindada contra la maldad humana, pero con la virulencia letal del Covid-19. Le diagnosticaron la enfermedad a la vuelta del festival literario Correntes d’Escritas, celebrado en Póvoa de Varzim, en Portugal.
Autor de más de veinte novelas, libros de relatos, crónicas, ensayos, guionista y director de cine, amaba sobre todo la vida, a su mujer y a sus hijos. Había optado por instalarse en Gijón para vivir en paz el tiempo que le restara de vida y para observar desde allí el mapa de Chile, las contradicciones del ser humano, los bosques desbastados de la Amazonia, un mundo en crisis.
Militó en el Partido Comunista. Tras ser expulsado, se afilió a la fracción del Partido Socialista llamada Ejército de Liberación Nacional. Fue escolta personal de Salvador Allende. En 1979 participó en la Revolución Sandinista, que puso fin a la dictadura del general Somoza en Nicaragua.
Su mujer estuvo en un campo de concentración. Conoció a su delator. Cuando le pidió perdón, él iba a golpearlo, pero al final lo abrazó. Me dijo: “Sí. Me quedaban muchas ganas cuando lo vi. Fue muy sorpresivo porque ella me dijo que quería conocer al tipo que la delató. ¿Lo vas a saludar?, le dije. ‘Sí. Quiero hablar con él. Quiero que me diga por qué lo hizo’. Bueno, y cuando llegamos, yo la acompañé, y cuando vi al tío sentado mi primera impresión fue echarme encima y fue darle una de hostias. Pero me frené, me quedé callado, empecé a hablar con mi mujer. El tío no había soportado la tortura. No había aguantado. Hay gente que no aguantó. Punto. Se quebró. Más víctima que nosotros mismos. Porque había vivido cuántos años con ese peso. Cuando vi que mi mujer lo abrazó, le dijo que no, todo está bien, no te preocupes, no me debes nada, todo está bien, yo también lo abracé”.
Siempre lo recuerdo como un gran hombre grande. Ayer comencé de nuevo a leerlo. El año pasado publicó el libro que estaba escribiendo cuando lo entrevisté por segunda vez: Historia de una ballena blanca. Una novela para jóvenes de 8 a 88 años.
Era un hombre tranquilo, vivía en paz con él mismo y con los demás, hablaba muy pausadamente, esbozaba siempre una sonrisa tierna. Conocía a fondo las palabras perdón, tortura, cárcel, compañera, dictadura, solidaridad, revolución, ron, noche, literatura, viaje, mundo. Pero ignoraba el verdadero significado de la palabra muerte.
Pero la muerte siempre acecha. Nos dio las últimas noticias del Sur, las últimas noticias del fin del mundo. Después de haber rodado tanto por él para describirnos sus cicatrices, se sentó mirando con un libro en la mano para observar, como todos los días, el mar de Gijón. Tal vez supo entonces que ya nunca más volvería a verlo.
Hace unos días falleció también el cantautor Luis Eduardo Aute. No por el coronavirus, sino en tiempos del Covid-19. También tuve la oportunidad de conocerlo y de entrevistarlo. Me invitó al último concierto que dio en Sevilla. El Teatro Lope de Vega estaba a rebosar y el público, entregado. Él se sentía a gusto. Se quejaba de que cada vez lo llamaban menos para subir al escenario. Ese día, consciente de que el tiempo corre deprisa, se entregó de lleno. Más de dos horas y media de buena música. Lo dio todo. La última canción que interpretó, a capela, fue Al alba.
Ayer jueves, a las 10.18, falleció el escritor chileno. En la entrevista que publiqué en 2018, contaba que tenía terminado un libro de versos que no se atrevía a publicar. Al final, no tuvo valor. Entonces trabajaba en una fábula para lectores grandes y pequeños donde narraría la historia de una ballena blanca que los balleneros vascos bautizaron con el nombre de Mocha Dick, la misma ballena que embrujó a Herman Melville.
Siempre vestía de negro o azul marino. Un hombre grande y afable, de “abrazos diseñados para abarcar de un solo empujón a sus seis hijos”, escribí entonces. Venía a presentar su libro El fin de la historia.
Luchó contra la dictadura del general Pinochet y nunca se arrepintió. Por su compromiso político fue condenado a 28 años de cárcel. Fue detenido y encerrado. Al final, la pena le fue conmutada por ocho años de exilio. Todo se lo debió a una joven alemana sentada en silla de ruedas que lo había leído y que impulsó una campaña en su favor.
A su compañera, Carmen Yáñez, quien conoció la Villa Grimaldi como la prisionera 824, dedicaba esta novela tan bien escrita, que tiene mucho de thriller, más de denuncia social y demasiado de memoria que perdona y que pide justicia, pero que no logra doblegar al olvido. De los 3.000 desaparecidos de la dictadura chilena, muchos salieron ya sin vida de Villa Grimaldi y fueron enterrados en tumbas clandestinas, arrojados al mar o fueron dinamitados. Está claro que el horror también se puede cuantificar y visualizar.
Un escritor tan grande muere en el momento menos oportuno. Nadie quiere morir en estos días de confinamiento, pero menos él, que tanto amaba el mundo y a quienes lo habitan. Fue el primer enfermo en ingresar en un hospital de Asturias afectado por el virus.
Ayer murió en el Hospital Universitario Central de Asturias, donde ingresó el 29 de febrero diagnosticado de una neumonía asociada al coronavirus. Vivía en España desde 1997. En 1993 publicó Un viejo que leía novelas de amor, una breve novela que se tradujo a numerosos idiomas, vendió millones de ejemplares y fue llevada al cine con guion del propio Sepúlveda.
La cárcel, las torturas y el exilio le dotaron de una bondad blindada contra la maldad humana, pero con la virulencia letal del Covid-19. Le diagnosticaron la enfermedad a la vuelta del festival literario Correntes d’Escritas, celebrado en Póvoa de Varzim, en Portugal.
Autor de más de veinte novelas, libros de relatos, crónicas, ensayos, guionista y director de cine, amaba sobre todo la vida, a su mujer y a sus hijos. Había optado por instalarse en Gijón para vivir en paz el tiempo que le restara de vida y para observar desde allí el mapa de Chile, las contradicciones del ser humano, los bosques desbastados de la Amazonia, un mundo en crisis.
Militó en el Partido Comunista. Tras ser expulsado, se afilió a la fracción del Partido Socialista llamada Ejército de Liberación Nacional. Fue escolta personal de Salvador Allende. En 1979 participó en la Revolución Sandinista, que puso fin a la dictadura del general Somoza en Nicaragua.
Su mujer estuvo en un campo de concentración. Conoció a su delator. Cuando le pidió perdón, él iba a golpearlo, pero al final lo abrazó. Me dijo: “Sí. Me quedaban muchas ganas cuando lo vi. Fue muy sorpresivo porque ella me dijo que quería conocer al tipo que la delató. ¿Lo vas a saludar?, le dije. ‘Sí. Quiero hablar con él. Quiero que me diga por qué lo hizo’. Bueno, y cuando llegamos, yo la acompañé, y cuando vi al tío sentado mi primera impresión fue echarme encima y fue darle una de hostias. Pero me frené, me quedé callado, empecé a hablar con mi mujer. El tío no había soportado la tortura. No había aguantado. Hay gente que no aguantó. Punto. Se quebró. Más víctima que nosotros mismos. Porque había vivido cuántos años con ese peso. Cuando vi que mi mujer lo abrazó, le dijo que no, todo está bien, no te preocupes, no me debes nada, todo está bien, yo también lo abracé”.
Siempre lo recuerdo como un gran hombre grande. Ayer comencé de nuevo a leerlo. El año pasado publicó el libro que estaba escribiendo cuando lo entrevisté por segunda vez: Historia de una ballena blanca. Una novela para jóvenes de 8 a 88 años.
Era un hombre tranquilo, vivía en paz con él mismo y con los demás, hablaba muy pausadamente, esbozaba siempre una sonrisa tierna. Conocía a fondo las palabras perdón, tortura, cárcel, compañera, dictadura, solidaridad, revolución, ron, noche, literatura, viaje, mundo. Pero ignoraba el verdadero significado de la palabra muerte.
Pero la muerte siempre acecha. Nos dio las últimas noticias del Sur, las últimas noticias del fin del mundo. Después de haber rodado tanto por él para describirnos sus cicatrices, se sentó mirando con un libro en la mano para observar, como todos los días, el mar de Gijón. Tal vez supo entonces que ya nunca más volvería a verlo.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: ELISA ARROYO
FOTOGRAFÍA: ELISA ARROYO