Periódicamente surge la polémica sobre los colegios concertados, la mayoría de ellos de titularidad católica, y el supuesto derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos y el centro donde escolarizarlos. La última diatriba la generó unas manifestaciones de la ministra de Educación en funciones, Isabel Celaá, en las que aclaraba que la Constitución española no consagra, específicamente, el derecho a elegir centro.
Estas afirmaciones de la también portavoz del Gobierno han soliviantado a la patronal de la enseñanza concertada, a los portavoces de los partidos de la derecha y a los obispos de la Iglesia católica. Con tantas voces en algarabía, más parece que asistimos a un conflicto de intereses o ideológico que educativo.
La escolarización en España es obligatoria y el Estado garantiza que cada alumno tenga acceso al nivel de enseñanza que corresponda por edad. Para ello, la Administración crea y dispone de colegios públicos que imparten desde la Educación Primaria hasta la Secundaria Obligatoria (de 6 a 16 años). También dispone de centros reglados de ciclos de Bachillerato y Formación Profesional para aquellos alumnos que finalizan la etapa básica obligatoria y aspiran continuar estudiando (16 a 18 años).
Una vez cursados los niveles de Bachillerato o los grados superiores de Formación Profesional se puede acceder a la Universidad, lo que se facilita mediante becas de estudio en función del rendimiento académico y la capacidad económica familiar.
En otras palabras, desde que se sale de la guardería y se llega a las puertas de la Universidad, todo español tiene garantizado su derecho a la educación y dispone de colegios públicos en los que recibir la formación correspondiente. Esta red estatal de centros de enseñanza es, como no podía ser de otro modo, pública y laica, y adecuada al tipo de enseñanza y modelo educativo que el Estado determina mediante la preceptiva Ley Orgánica que ordena y regula el sistema educativo de España.
Pero, además, y de forma complementaria, existen centros de titularidad privada con los que la Administración suscribe acuerdos para escolarizar aquellos alumnos que, bien no disponen de un centro público en la zona, o bien son elegidos por sus padres, fundamentalmente, por dos razones: la orientación religiosa (católica, por supuesto) o el nivel socioeconómico del alumnado.
La concertación se estableció en 1985, mediante la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE), para universalizar la enseñanza básica, obligatoria y gratuita, y porque no existían centros públicos suficientes para cubrir tal objetivo. Con esta opción, el Estado financia determinados centros privados que se integran en el sistema, obligándolos a adoptar los mismos requisitos de admisión y funcionamientos que los públicos; al menos, en teoría.
Este sistema, que en principio era “provisional” hasta tanto la red pública satisficiera toda la demanda, se complicó cuando se transfirieron las competencias educativas a las comunidades autónomas, ya que éstas podían incrementar las unidades concertadas de colegios privados. Y, de hecho, las gobernadas por partidos conservadores, concretamente el Partido Popular, aumentaron la “ratio” de concertados en la enseñanza obligatoria, conforme a su ideario favorable a la iniciativa privada y, por tanto, a la educación y centros de carácter privados.
Ello ha ayudado a cronificar –en vez de erradicar: objetivo de la educación– las desigualdades por barrios, ciudades y regiones, provocando una especie de gentrificación de la educación. Tal “elitización” del alumnado se consigue, aunque en puridad no tengan permitido seleccionarlo, al imponer cuotas “voluntarias” que no todas las familias pueden abonar, con las que “filtran” el acceso de alumnos pertenecientes a los estratos sociales más pudientes. De ahí que la implantación de los centros concertados se concentre en zonas de mayor renta y en territorios gobernados tradicionalmente por la derecha.
Es lo que explica, por ejemplo, que la mayor concentración de centros concertados radique en el País Vasco, Madrid, Navarra, Islas Baleares, La Rioja, Cataluña y Castilla y León, y que la escuela pública acoja al 80 por ciento de los alumnos inmigrantes, pese a escolarizar el 70 por ciento de la población total, y la concertada un escaso 14 por ciento de inmigrantes, con cerca del 30 por ciento del total de alumnos.
Sea como fuere, la realidad es que casi el 30 por ciento de la enseñanza obligatoria es concertada y que seis de cada diez centros pertenecen a la Iglesia católica o fundaciones de su órbita, lo que acarrea un gasto de más de 6.000 millones de euros en subvenciones cada año a las arcas del Estado. Se habla, por tanto, de dinero e intereses materiales, no de educación, cuando nos referimos a un supuesto derecho de las familias a elegir colegio para sus hijos. ¿Existe tal derecho reconocido en la Constitución? Ni por asomo.
El texto constitucional recoge (artículo 27) que “todos tienen el derecho a la educación”. Y en su apartado 3, que “los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
Esa formación religiosa, como demandan los padres para sus hijos, no supone que tengan que recibirla necesariamente en un centro religioso. Para cumplir el mandato constitucional, basta con disponer de profesores de religión –o ética– en la enseñanza pública, como está previsto.
La Constitución no reconoce, pues, el derecho a elegir centro, sino a recibir enseñanza religiosa de acuerdo con las convicciones de los padres. Y es por ello que no se conciertan centros privados para impartir clases de religión, sino para dotar al sistema público de la capacidad suficiente de instalaciones de enseñanza que permita cumplir el mandato constitucional del “derecho a la educación”.
Pero de ahí hasta la elección de centro va un trecho, y es el que la polémica le gusta transitar periódicamente, empedrándolo de manipulaciones interesadas y malintencionadas, cuando percibe que sus privilegios mercantiles (centros privados) e ideológicos (la Iglesia y la derecha) se ven cuestionados y podrían dejar de depender del dinero de todos.
Tener clara esta cuestión es pertinente. Por eso, lo que dijo la ministra no fue una provocación ni un “lapsus”, sino una oportuna precisión ante la exigencia por parte de determinados sectores sociales que persiguen imponer sus intereses al resto de la sociedad, implorando supuestos derechos que, en realidad, no existen. Sectores con intenciones evidentes, porque no plantean discusiones sobre la calidad de la enseñanza ni planes educativos o pedagógicos que aparten esta materia de Estado de la diatriba política.
Solo sacan las uñas cuando ven peligrar su trozo de la tarta presupuestaria que creen poder exigir, enarbolando un supuesto derecho de los padres a elegir centro, para su particular beneficio (insisto: económico e ideológico).
Ya es hora de que el Estado asuma íntegramente el deber de satisfacer a los ciudadanos “el derecho a la educación”, sin necesidad de recurrir a “conciertos” complementarios. Solo así se podrá separar definitivamente la educación del adoctrinamiento, puesto que los que deseen “asignaturas” adicionales –como Religión, Ufología o Nigromancia, por poner algunos ejemplos– tendrán que costearlas de forma particular, y fuera del ámbito y horario escolar. Como cualquier actividad extraescolar. La educación, como derecho de todos, es otra cosa.
Estas afirmaciones de la también portavoz del Gobierno han soliviantado a la patronal de la enseñanza concertada, a los portavoces de los partidos de la derecha y a los obispos de la Iglesia católica. Con tantas voces en algarabía, más parece que asistimos a un conflicto de intereses o ideológico que educativo.
La escolarización en España es obligatoria y el Estado garantiza que cada alumno tenga acceso al nivel de enseñanza que corresponda por edad. Para ello, la Administración crea y dispone de colegios públicos que imparten desde la Educación Primaria hasta la Secundaria Obligatoria (de 6 a 16 años). También dispone de centros reglados de ciclos de Bachillerato y Formación Profesional para aquellos alumnos que finalizan la etapa básica obligatoria y aspiran continuar estudiando (16 a 18 años).
Una vez cursados los niveles de Bachillerato o los grados superiores de Formación Profesional se puede acceder a la Universidad, lo que se facilita mediante becas de estudio en función del rendimiento académico y la capacidad económica familiar.
En otras palabras, desde que se sale de la guardería y se llega a las puertas de la Universidad, todo español tiene garantizado su derecho a la educación y dispone de colegios públicos en los que recibir la formación correspondiente. Esta red estatal de centros de enseñanza es, como no podía ser de otro modo, pública y laica, y adecuada al tipo de enseñanza y modelo educativo que el Estado determina mediante la preceptiva Ley Orgánica que ordena y regula el sistema educativo de España.
Pero, además, y de forma complementaria, existen centros de titularidad privada con los que la Administración suscribe acuerdos para escolarizar aquellos alumnos que, bien no disponen de un centro público en la zona, o bien son elegidos por sus padres, fundamentalmente, por dos razones: la orientación religiosa (católica, por supuesto) o el nivel socioeconómico del alumnado.
La concertación se estableció en 1985, mediante la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE), para universalizar la enseñanza básica, obligatoria y gratuita, y porque no existían centros públicos suficientes para cubrir tal objetivo. Con esta opción, el Estado financia determinados centros privados que se integran en el sistema, obligándolos a adoptar los mismos requisitos de admisión y funcionamientos que los públicos; al menos, en teoría.
Este sistema, que en principio era “provisional” hasta tanto la red pública satisficiera toda la demanda, se complicó cuando se transfirieron las competencias educativas a las comunidades autónomas, ya que éstas podían incrementar las unidades concertadas de colegios privados. Y, de hecho, las gobernadas por partidos conservadores, concretamente el Partido Popular, aumentaron la “ratio” de concertados en la enseñanza obligatoria, conforme a su ideario favorable a la iniciativa privada y, por tanto, a la educación y centros de carácter privados.
Ello ha ayudado a cronificar –en vez de erradicar: objetivo de la educación– las desigualdades por barrios, ciudades y regiones, provocando una especie de gentrificación de la educación. Tal “elitización” del alumnado se consigue, aunque en puridad no tengan permitido seleccionarlo, al imponer cuotas “voluntarias” que no todas las familias pueden abonar, con las que “filtran” el acceso de alumnos pertenecientes a los estratos sociales más pudientes. De ahí que la implantación de los centros concertados se concentre en zonas de mayor renta y en territorios gobernados tradicionalmente por la derecha.
Es lo que explica, por ejemplo, que la mayor concentración de centros concertados radique en el País Vasco, Madrid, Navarra, Islas Baleares, La Rioja, Cataluña y Castilla y León, y que la escuela pública acoja al 80 por ciento de los alumnos inmigrantes, pese a escolarizar el 70 por ciento de la población total, y la concertada un escaso 14 por ciento de inmigrantes, con cerca del 30 por ciento del total de alumnos.
Sea como fuere, la realidad es que casi el 30 por ciento de la enseñanza obligatoria es concertada y que seis de cada diez centros pertenecen a la Iglesia católica o fundaciones de su órbita, lo que acarrea un gasto de más de 6.000 millones de euros en subvenciones cada año a las arcas del Estado. Se habla, por tanto, de dinero e intereses materiales, no de educación, cuando nos referimos a un supuesto derecho de las familias a elegir colegio para sus hijos. ¿Existe tal derecho reconocido en la Constitución? Ni por asomo.
El texto constitucional recoge (artículo 27) que “todos tienen el derecho a la educación”. Y en su apartado 3, que “los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
Esa formación religiosa, como demandan los padres para sus hijos, no supone que tengan que recibirla necesariamente en un centro religioso. Para cumplir el mandato constitucional, basta con disponer de profesores de religión –o ética– en la enseñanza pública, como está previsto.
La Constitución no reconoce, pues, el derecho a elegir centro, sino a recibir enseñanza religiosa de acuerdo con las convicciones de los padres. Y es por ello que no se conciertan centros privados para impartir clases de religión, sino para dotar al sistema público de la capacidad suficiente de instalaciones de enseñanza que permita cumplir el mandato constitucional del “derecho a la educación”.
Pero de ahí hasta la elección de centro va un trecho, y es el que la polémica le gusta transitar periódicamente, empedrándolo de manipulaciones interesadas y malintencionadas, cuando percibe que sus privilegios mercantiles (centros privados) e ideológicos (la Iglesia y la derecha) se ven cuestionados y podrían dejar de depender del dinero de todos.
Tener clara esta cuestión es pertinente. Por eso, lo que dijo la ministra no fue una provocación ni un “lapsus”, sino una oportuna precisión ante la exigencia por parte de determinados sectores sociales que persiguen imponer sus intereses al resto de la sociedad, implorando supuestos derechos que, en realidad, no existen. Sectores con intenciones evidentes, porque no plantean discusiones sobre la calidad de la enseñanza ni planes educativos o pedagógicos que aparten esta materia de Estado de la diatriba política.
Solo sacan las uñas cuando ven peligrar su trozo de la tarta presupuestaria que creen poder exigir, enarbolando un supuesto derecho de los padres a elegir centro, para su particular beneficio (insisto: económico e ideológico).
Ya es hora de que el Estado asuma íntegramente el deber de satisfacer a los ciudadanos “el derecho a la educación”, sin necesidad de recurrir a “conciertos” complementarios. Solo así se podrá separar definitivamente la educación del adoctrinamiento, puesto que los que deseen “asignaturas” adicionales –como Religión, Ufología o Nigromancia, por poner algunos ejemplos– tendrán que costearlas de forma particular, y fuera del ámbito y horario escolar. Como cualquier actividad extraescolar. La educación, como derecho de todos, es otra cosa.
DANIEL GUERRERO