En el primer artículo dedicado a la que arquitectura que se fundamenta en el ladrillo como material básico de la construcción, manifestaba que este material, fabricado en su mayor parte con arcilla, siempre ha estado presente a lo largo del tiempo en las edificaciones. No obstante, parecía que, con la llegada del denominado Movimiento Moderno a principios del siglo veinte, iba a ser desterrado del exterior de las construcciones en favor de los nuevos materiales: hormigón, hierro, acero, vidrio y materiales plásticos.
Sin embargo, y a pesar de que esos materiales están muy presentes en los edificios de las grandes y pequeñas urbes, destacados nombres de la arquitectura no han renunciado al uso del ladrillo en sus proyectos, pues no solo es un material cuyas cualidades de resistencia y estéticas se conocen desde hace milenios, sino que sus distintas texturas y aspectos cromáticos permiten trabajar con este elemento logrando obras de significativos resultados.
En esta segunda entrega quisiera referirme a uno de los genios de la arquitectura del que ya he hablado en algún artículo anterior: Rafael Moneo. Pienso que en esta temática conviene volver a dos de sus proyectos más emblemáticos, y no solo porque posee el Premio Pritzker de Arquitectura, concedido en 1996, sino porque es uno los grandes representantes de la arquitectura contemporánea española que no ha renunciado al uso del ladrillo en sus obras.
Dentro del amplio número de proyectos que ha llevado a lo largo de su dilatada vida, quisiera centrarme en dos de los más significativos: el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida y la ampliación del Museo del Prado, dado que esas obras las pensó, proyectó y llevó a cabo tomando al ladrillo como el protagonista de ambas construcciones.
Cualquiera que se acerque a conocer Mérida, la capital de Extremadura, está casi obligado a visitar el Museo Nacional de Arte Romano, ese espléndido edificio que proyectó Rafael Moneo y que acabó siendo un referente de su genialidad creativa, más aún, sabiendo que el nuevo edificio se encontraría al lado del magnífico Teatro Romano, una de las muchas joyas de la antigua Emérita Augusta, y que todavía hoy sirve para representaciones de teatro clásico.
Para ubicarnos temporalmente, tengo que apuntar que el proyecto comenzó a ejecutarse en 1980 y finalizando en 1986, por lo que en este último año ya estaba en condiciones para ser visitado. Y lo que el visitante inicialmente aprecia es la sobriedad exterior, cuya entrada se encuentra coronada por un gran arco de medio punto de ladrillo rojizo inserto en el muro de fachada, contrastando con la grandiosidad con la que se va a tropezar nada más penetrar en su interior.
Antes de presentar el proyecto al Ayuntamiento de Mérida y a la Junta de Extremadura, Rafael Moneo se documentó concienzudamente sobre la arquitectura romana y los materiales usados en aquella época, pues los dos principales -el hormigón y el ladrillo romano, macizo y de amplias dimensiones- serían los utilizados prioritariamente en el museo. Lógicamente, el hormigón armado no es visible, pues es el material empleado en la estructura del edificio.
Una pregunta que cabe hacerse es si, una vez realizada la visita, quienes salen al exterior lo hacen impactados por el conjunto de las obras que acoge el museo o es el propio museo el que impresiona cuando se penetra en él. Y es que la nave central, con la repetición de los grandes arcos de medio punto, genera la impresión de un enorme espacio abovedado, de modo similar a los grandes edificios de la época romana.
A pesar de ser un espacio en gran medida cerrado al exterior, la luz natural llega desde los lucernarios de la cubierta, rompiendo la idea de espacio hermético con sensaciones claustrofóbicas.
Una vez que se ha realizado el recorrido a nivel de suelo, es posible acceder a los dos pasillos laterales superpuestos, de superficie y barandillas metálicas, materiales que generan una sensación de ligereza dentro del conjunto, dado que el protagonismo del edificio lo tienen los grandes muros de hormigón armado recubiertos de ladrillo de estilo romano. Por otro lado, a medida que se avanza, en esos pasillos se contemplan las obras heredadas de una cultura milenaria.
En la imagen precedente puede observarse la atención que Rafael Moneo prestó al uso del ladrillo romano en todo el museo. Así, en los huecos de los pasillos laterales que tienen que atravesarse en el recorrido, pueden contemplarse los arcos de medio punto insertos dentro del muro, al tiempo que debajo se encuentran los arcos rebajados. Las uniones de los ladrillos están perfectamente cuidadas, pues no en vano nos encontramos en un edificio en el que la belleza, tanto de la arquitectura como de las esculturas y obras mostradas, es un elemento primordial del conjunto.
Otro de los grandes retos que tuvo que afrontar Rafael Moneo fue la ampliación del Museo del Prado, edificio neoclásico proyectado por Juan de Villanueva (1739-1811), que contiene la pinacoteca más importante del mundo (con permiso del Louvre parisino). Y era un gran desafío por dos razones: por un lado, debido a la oposición que encontró en una parte del sector ciudadano de Madrid que vivía por los aledaños del antiguo monasterio de San Jerónimo el Real, popularmente conocido como “Los Jerónimos” y, por otro, por las dificultades que implicaba la integración con el edificio original de Villanueva.
Pues bien, los recelos de aquellos que pensaban que habría grandes problemas con la iglesia y el antiguo claustro de los Jerónimos pudieron comprobar que la ampliación del Prado, por su parte posterior, en manos de Moneo se lograría una clara articulación, de modo que el claustro quedaba plenamente respetado dentro del nuevo edificio. Aunque en el exterior aparecían el ladrillo rojo y la piedra blanca, que son los materiales propios del Museo del Prado, con los criterios estéticos de la arquitectura contemporánea.
Quien penetra en la ampliación del Prado, y asciende por las escaleras metálicas hasta la parte superior del nuevo edificio, se encontrará con el antiguo claustro del monasterio de los Jerónimos, comprobando el total respeto al mismo y en las condiciones en las que se encontraba con anterioridad. Sin embargo, es difícil imaginar que las antiguas piedras de siglos precedentes, algo desgastadas por el paso del tiempo, se encuentren en el interior de una obra que responde a los criterios del orden y del racionalismo contemporáneos.
La ampliación del Museo del Prado no fue encargada de manera directa a Rafael Moneo, sino que el proyecto llevado adelante fue el ganador, en su segunda fase en 1996, en un concurso internacional en el que participaron grandes nombres de la arquitectura. Su apertura se llevó a cabo en el año 2007.
A partir de esa fecha son numerosas las visitas que recibe, de modo que hay que acceder por la parte baja que se muestra cubierta de vegetal. La ampliación se mueve por debajo del terreno hasta que se alcanza el edificio superior. Quien la haya visitado habrá podido comprobar que su mayor valor se encuentra en la excelente solución de los espacios interiores, puesto que el Museo que originalmente proyectó Villanueva conserva todo el protagonismo del conjunto.
Sin embargo, y a pesar de que esos materiales están muy presentes en los edificios de las grandes y pequeñas urbes, destacados nombres de la arquitectura no han renunciado al uso del ladrillo en sus proyectos, pues no solo es un material cuyas cualidades de resistencia y estéticas se conocen desde hace milenios, sino que sus distintas texturas y aspectos cromáticos permiten trabajar con este elemento logrando obras de significativos resultados.
En esta segunda entrega quisiera referirme a uno de los genios de la arquitectura del que ya he hablado en algún artículo anterior: Rafael Moneo. Pienso que en esta temática conviene volver a dos de sus proyectos más emblemáticos, y no solo porque posee el Premio Pritzker de Arquitectura, concedido en 1996, sino porque es uno los grandes representantes de la arquitectura contemporánea española que no ha renunciado al uso del ladrillo en sus obras.
Dentro del amplio número de proyectos que ha llevado a lo largo de su dilatada vida, quisiera centrarme en dos de los más significativos: el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida y la ampliación del Museo del Prado, dado que esas obras las pensó, proyectó y llevó a cabo tomando al ladrillo como el protagonista de ambas construcciones.
Cualquiera que se acerque a conocer Mérida, la capital de Extremadura, está casi obligado a visitar el Museo Nacional de Arte Romano, ese espléndido edificio que proyectó Rafael Moneo y que acabó siendo un referente de su genialidad creativa, más aún, sabiendo que el nuevo edificio se encontraría al lado del magnífico Teatro Romano, una de las muchas joyas de la antigua Emérita Augusta, y que todavía hoy sirve para representaciones de teatro clásico.
Para ubicarnos temporalmente, tengo que apuntar que el proyecto comenzó a ejecutarse en 1980 y finalizando en 1986, por lo que en este último año ya estaba en condiciones para ser visitado. Y lo que el visitante inicialmente aprecia es la sobriedad exterior, cuya entrada se encuentra coronada por un gran arco de medio punto de ladrillo rojizo inserto en el muro de fachada, contrastando con la grandiosidad con la que se va a tropezar nada más penetrar en su interior.
Antes de presentar el proyecto al Ayuntamiento de Mérida y a la Junta de Extremadura, Rafael Moneo se documentó concienzudamente sobre la arquitectura romana y los materiales usados en aquella época, pues los dos principales -el hormigón y el ladrillo romano, macizo y de amplias dimensiones- serían los utilizados prioritariamente en el museo. Lógicamente, el hormigón armado no es visible, pues es el material empleado en la estructura del edificio.
Una pregunta que cabe hacerse es si, una vez realizada la visita, quienes salen al exterior lo hacen impactados por el conjunto de las obras que acoge el museo o es el propio museo el que impresiona cuando se penetra en él. Y es que la nave central, con la repetición de los grandes arcos de medio punto, genera la impresión de un enorme espacio abovedado, de modo similar a los grandes edificios de la época romana.
A pesar de ser un espacio en gran medida cerrado al exterior, la luz natural llega desde los lucernarios de la cubierta, rompiendo la idea de espacio hermético con sensaciones claustrofóbicas.
Una vez que se ha realizado el recorrido a nivel de suelo, es posible acceder a los dos pasillos laterales superpuestos, de superficie y barandillas metálicas, materiales que generan una sensación de ligereza dentro del conjunto, dado que el protagonismo del edificio lo tienen los grandes muros de hormigón armado recubiertos de ladrillo de estilo romano. Por otro lado, a medida que se avanza, en esos pasillos se contemplan las obras heredadas de una cultura milenaria.
En la imagen precedente puede observarse la atención que Rafael Moneo prestó al uso del ladrillo romano en todo el museo. Así, en los huecos de los pasillos laterales que tienen que atravesarse en el recorrido, pueden contemplarse los arcos de medio punto insertos dentro del muro, al tiempo que debajo se encuentran los arcos rebajados. Las uniones de los ladrillos están perfectamente cuidadas, pues no en vano nos encontramos en un edificio en el que la belleza, tanto de la arquitectura como de las esculturas y obras mostradas, es un elemento primordial del conjunto.
Otro de los grandes retos que tuvo que afrontar Rafael Moneo fue la ampliación del Museo del Prado, edificio neoclásico proyectado por Juan de Villanueva (1739-1811), que contiene la pinacoteca más importante del mundo (con permiso del Louvre parisino). Y era un gran desafío por dos razones: por un lado, debido a la oposición que encontró en una parte del sector ciudadano de Madrid que vivía por los aledaños del antiguo monasterio de San Jerónimo el Real, popularmente conocido como “Los Jerónimos” y, por otro, por las dificultades que implicaba la integración con el edificio original de Villanueva.
Pues bien, los recelos de aquellos que pensaban que habría grandes problemas con la iglesia y el antiguo claustro de los Jerónimos pudieron comprobar que la ampliación del Prado, por su parte posterior, en manos de Moneo se lograría una clara articulación, de modo que el claustro quedaba plenamente respetado dentro del nuevo edificio. Aunque en el exterior aparecían el ladrillo rojo y la piedra blanca, que son los materiales propios del Museo del Prado, con los criterios estéticos de la arquitectura contemporánea.
Quien penetra en la ampliación del Prado, y asciende por las escaleras metálicas hasta la parte superior del nuevo edificio, se encontrará con el antiguo claustro del monasterio de los Jerónimos, comprobando el total respeto al mismo y en las condiciones en las que se encontraba con anterioridad. Sin embargo, es difícil imaginar que las antiguas piedras de siglos precedentes, algo desgastadas por el paso del tiempo, se encuentren en el interior de una obra que responde a los criterios del orden y del racionalismo contemporáneos.
La ampliación del Museo del Prado no fue encargada de manera directa a Rafael Moneo, sino que el proyecto llevado adelante fue el ganador, en su segunda fase en 1996, en un concurso internacional en el que participaron grandes nombres de la arquitectura. Su apertura se llevó a cabo en el año 2007.
A partir de esa fecha son numerosas las visitas que recibe, de modo que hay que acceder por la parte baja que se muestra cubierta de vegetal. La ampliación se mueve por debajo del terreno hasta que se alcanza el edificio superior. Quien la haya visitado habrá podido comprobar que su mayor valor se encuentra en la excelente solución de los espacios interiores, puesto que el Museo que originalmente proyectó Villanueva conserva todo el protagonismo del conjunto.
AURELIANO SÁINZ