A pesar de la economía, la sociología o la política, existen pobres y ricos, tanto en términos de renta como en categorías sociales. Hay ricos y pobres porque existen personas que disfrutan o carecen de recursos económicos y, además, según el tipo de renta, unos se agrupan entre los banqueros, los ejecutivos, los empresarios o los profesionales liberales, y otros entre los obreros, los parados, los inmigrantes y hasta los pensionistas. En medio de ambos extremos sociales, se sitúa una extensa clase media y trabajadora que vive al día o tiene muy poca capacidad de ahorro.
Frente a ello, la economía y la política ofrecen distintas representaciones de esta bruta y lacerante realidad, explicaciones más o menos científicas y movidas, en ocasiones, con voluntad de corregir problemas, que solo convencen a quienes las exponen y a los entendidos, pero cuya eficacia es, históricamente, escasa, por no decir nula. Son teorías y análisis “a posteriori” de los fenómenos que intentan explicar. Y para una vez que osan preconizar, caso del marxismo, no aciertan ni por asomo.
En cualquier caso, esas teorías o proyectos económicos no evitan el acumulo exorbitado de riqueza por una minúscula parte de la población, cuyos privilegios y prerrogativas garantizan normas e instituciones creadas a su medida, ni libran de la extrema pobreza o pobreza a los que desafortunadamente han caído en ella, manteniéndose una desigualdad inmoral e injusta que apenas fluctúa, independientemente de la evolución de los ciclos económicos, es decir, ajena a las fases de expansión o crisis de la actividad económica. Siempre habrá ricos y pobres, aunque habrá más pobres cuando menos empleo haya y más ricos cuando el mercado financie sin reservas la especulación indecorosa de los pudientes.
Todos los datos macroeconómicos que nos suelen vender para asegurar que la recuperación es manifiesta y que pronto (nunca se concreta cuándo) la notarán los ciudadanos, es una falacia que engaña a una gran parte de la población, siempre crédula a los milagros, excepto a quienes “venden la burra” y, por supuesto, a los que continúan soportando una situación de pobreza y dificultades a pesar de tales promesas. La economía es un cuento que sólo sirve para que nos acomodemos a una situación dada y sin ánimo de modificarla.
Por muchos cuantiles, deciles, percentiles, quintiles y demás trozos en que se divida la población, en un extremo estarán siempre los pobres y en el otro, los ricos. Y ninguna teoría ni estadística económica cambiará esa triste realidad que conforma nuestro modelo de sociedad, entre otras cosas, porque ni las políticas redistributivas (quitar a los ricos para dar a los pobres) ni el aumento del crecimiento económico (más actividad, más empleo) apenas modifican la pobreza relativa y la desigualdad en general, puesto que no producen un crecimiento asimétrico en el que las rentas de los pobres crezcan más que las del resto.
Aparte de que pretender esto es absurdo, siempre será una utopía que los ricos y acomodados consientan ser empobrecidos para sacar de la extrema pobreza a los más pobres y reducir de verdad la desigualdad existente en la sociedad.
Lo más conveniente, por tanto, es seguir contando el cuento de que se está trabajando en favor de los desfavorecidos todo lo que se puede, que siempre será poco, para, al menos, mantener un simulacro de educación (apostar por una generación venidera mejor formada y, por ende, con mayores oportunidades de prosperar –como nuestros universitarios actuales, en paro o trabajos precarios–), de sanidad cuasi universal (para morir en plazos mientras se aguarda en alguna lista de espera) y de pensión a jubilados (cada vez más reducidas y previa cotización cada vez más prolongada) para que puedan cenar calentito en un asilo.
En resumidas cuentas, un cuento con el que imaginamos vivir en el país de las maravillas, gracias a este sistema económico tan formidable que nos hemos dado. En fin.
Frente a ello, la economía y la política ofrecen distintas representaciones de esta bruta y lacerante realidad, explicaciones más o menos científicas y movidas, en ocasiones, con voluntad de corregir problemas, que solo convencen a quienes las exponen y a los entendidos, pero cuya eficacia es, históricamente, escasa, por no decir nula. Son teorías y análisis “a posteriori” de los fenómenos que intentan explicar. Y para una vez que osan preconizar, caso del marxismo, no aciertan ni por asomo.
En cualquier caso, esas teorías o proyectos económicos no evitan el acumulo exorbitado de riqueza por una minúscula parte de la población, cuyos privilegios y prerrogativas garantizan normas e instituciones creadas a su medida, ni libran de la extrema pobreza o pobreza a los que desafortunadamente han caído en ella, manteniéndose una desigualdad inmoral e injusta que apenas fluctúa, independientemente de la evolución de los ciclos económicos, es decir, ajena a las fases de expansión o crisis de la actividad económica. Siempre habrá ricos y pobres, aunque habrá más pobres cuando menos empleo haya y más ricos cuando el mercado financie sin reservas la especulación indecorosa de los pudientes.
Todos los datos macroeconómicos que nos suelen vender para asegurar que la recuperación es manifiesta y que pronto (nunca se concreta cuándo) la notarán los ciudadanos, es una falacia que engaña a una gran parte de la población, siempre crédula a los milagros, excepto a quienes “venden la burra” y, por supuesto, a los que continúan soportando una situación de pobreza y dificultades a pesar de tales promesas. La economía es un cuento que sólo sirve para que nos acomodemos a una situación dada y sin ánimo de modificarla.
Por muchos cuantiles, deciles, percentiles, quintiles y demás trozos en que se divida la población, en un extremo estarán siempre los pobres y en el otro, los ricos. Y ninguna teoría ni estadística económica cambiará esa triste realidad que conforma nuestro modelo de sociedad, entre otras cosas, porque ni las políticas redistributivas (quitar a los ricos para dar a los pobres) ni el aumento del crecimiento económico (más actividad, más empleo) apenas modifican la pobreza relativa y la desigualdad en general, puesto que no producen un crecimiento asimétrico en el que las rentas de los pobres crezcan más que las del resto.
Aparte de que pretender esto es absurdo, siempre será una utopía que los ricos y acomodados consientan ser empobrecidos para sacar de la extrema pobreza a los más pobres y reducir de verdad la desigualdad existente en la sociedad.
Lo más conveniente, por tanto, es seguir contando el cuento de que se está trabajando en favor de los desfavorecidos todo lo que se puede, que siempre será poco, para, al menos, mantener un simulacro de educación (apostar por una generación venidera mejor formada y, por ende, con mayores oportunidades de prosperar –como nuestros universitarios actuales, en paro o trabajos precarios–), de sanidad cuasi universal (para morir en plazos mientras se aguarda en alguna lista de espera) y de pensión a jubilados (cada vez más reducidas y previa cotización cada vez más prolongada) para que puedan cenar calentito en un asilo.
En resumidas cuentas, un cuento con el que imaginamos vivir en el país de las maravillas, gracias a este sistema económico tan formidable que nos hemos dado. En fin.
DANIEL GUERRERO