A algunos lectores puede que les resulte familiar el título que encabeza estas letras y, si no es así, el enlace que adjunto
igual refresca recuerdos pasados. Contar mentiras es uno de los vicios
de muchas personas, sobre todo, cuando se quiere presumir de algo, se
tenga o no. La titulitis entra de lleno en ese pavoneo.
En lenguaje coloquial y con sobrecarga despectiva, la definición de dicha palabra viene a decir que es una “valoración desmesurada de los títulos y certificados de estudios como garantía de los conocimientos de alguien” (sic). Quien sobrevalora y se ufana es el sujeto que “supuestamente” se ha ganado dichos títulos y alardea de ello.
La ostentación de un título o de toda una ristra y pavonearse de ellos no garantiza los conocimientos que pueda poseer el titulado. En otras palabras, la titulitis solo es una manera de vender la burra a los demás. La valoración académica desmesurada no la hace quien certifica tales conocimientos sino el propio sujeto que se ufana de poseerlos.
Para vanagloria de muchos y regocijo de piratas, los títulos se pueden comprar, falsearse sin muchas dificultades. Si a alguien le pica la curiosidad puede entrar en Internet curioseando cómo comprar títulos universitarios y alucinará con la oferta que existe en dicho campo. Hay todo un mercado falsificador de los mismos. Esta información no es novedosa. Se obtienen visados o pasaportes y, de igual manera, titulaciones universitarias sin mayores dificultades.
Oficialmente es posible que algunas personas influyentes, sin asistir a las clases de tal o cual especialidad académica, puedan llegar a poseer una acreditación oficial. Algún caso, aun calentito, da fe de tales incidentes. Es otra manera, poco limpia, de conseguir dicho objetivo.
Todo el relato anterior se engarza bien por la manga ancha que desde organismos docentes se pueda llevar a término sin necesidad de cumplir con todas o parte de las horas dedicadas a obtener el plácet oficial. En resumen que o se tiene dinero y compro tal o cual título o tengo cierta bula dentro del ensamblaje organizador y me regalan el diploma acreditador.
Como ejemplo podemos recordar cómo en algún momento concreto salta la noticia de que tal o cual profesional está ejerciendo de lo que sea, sin poseer la acreditación adecuada. Por respeto, evito citar campo profesional concreto.
Me desvío hacia el trasfondo de estas cuartillas que no es otro que el engaño en el que hemos caído suponiendo que si inflo mi currículo tendré mejor fortuna para situarme. Entre los políticos ha habido y sigue apareciendo mucho “gato por liebre” en este asunto y en otros muchos. El tema de falsear méritos académicos es amplio y no solo ocurre en nuestro país. Si hacemos memoria vendrán a colación engaños académicos varios que van de Pernambuco a Jauja.
La última liebre que ha saltado, en este caso fuera de nuestras fronteras, viene al pelo. Afecta a Italia. Parece ser que Giuseppe Comte, que llegó a ser candidato a primer ministro, podría haber falseado su currículo, según información del periódico The New York Times. Si ello es cierto, no entiendo cómo un profesor de Derecho se embadurna con este asunto.
Entresaco la cita: “El currículum de Comte refleja una trayectoria brillante con estudios en instituciones prestigiosas, como la Universidad de Yale o la de Pittsburgh, también figura un curso de Derecho en una escuela de Viena que en realidad es una academia de idiomas”. Da igual ser especialista en Derecho que en ganchillo. Se trata de deslumbrar al personal con una amplia lista de méritos y títulos.
Copiar trabajos, fusilar tesis doctorales son liebres que saltan de cuando en cuando. En algunos países, el cazado o cazada renuncian al puesto por incuestionable falsedad. En otros callan y siguen con el tongo y, los menos, disimulan mirando para otro lado. ¡A mí que me registren! Solo renuncian cuando la presión es bastante fuerte.
¿Cuánta gente que empezó una licenciatura y que no la terminó dice que es, o que tiene el título en tal o cual carrera? Por correr en un maratón no puedo decir que tal actividad la gané llegando el primero. Salvo que el mero hecho de participar ya suponga ganar por aquello de que lo importante no es ganar sino participar.
Fardar, presumir, jactarse, alardear de títulos, másteres, diplomaturas está a la orden del día. Entre los políticos parece que si no alardean de medio kilo de méritos académicos no son nadie. Somos muy dados a la titulitis, a los oropeles que pueden ofrecer disponer de una categoría universitaria.
¿Es necesario que el político ostente títulos universitarios? Si los tiene, estupendo. Entra dentro de una lógica general el hecho de que mientras más preparado se esté en un tema mejor rendimiento daremos y mayores beneficios podremos ofrecer a los demás. Hasta aquí, ejemplar. Si se es buen profesional, los títulos pasan a segundo plano.
Estos “pavos reales” van por encima de la gran cantidad de “paletos” que nos movemos por el mundo. Decir con Sócrates aquello de “solo sé que no sé nada” es muy duro y se queda para simples e ignorantes. Vamos, para tontos. Pero para esos supuestos tontos que no saben “na de na”, ya “es un gran triunfo reconocer la propia ignorancia” añadiremos con Sócrates, cuestión ésta que no es del agrado de algunos personajes públicos.
Un detalle curioso y conocido por todos. A la mayoría de médicos les damos el título de doctor. Así consta en la placa que anuncia la consulta o en los recetas que valen para que los medicamentos sean expedidos por la farmacia. Un crecido rendibú nos ha habituado a ello. La RAE también acepta, coloquialmente, como doctor al “médico aunque no tenga el grado académico”. Hay cierto agravio comparativo en la definición.
Hasta hace poco la mayoría (creo que aun hay bastantes) no tenían el doctorado. La costumbre de llamarles doctores viene de lejos. Poseer “este doctorado” no da garantías de ser mejor profesional, aunque tampoco tienen empacho en utilizar el consabido doctor sin serlo. Me explico.
Llega el Plan Bolonia y se sustituyen los dos años dedicados a cursos de Doctorado por un solo año de asignaturas equivalentes que dan paso a poder presentarse a defender una tesis doctoral. Todo ello se cobra más caro y se obtiene un Máster. Les cayó la breva a las universidades con este tinglado. Ahora están aumentando los doctorados en casi todas las especialidades, además de en la Medicina. Ello ha colaborado en gran medida a una creciente titulitis.
La verdad sea dicha, en nuestro país no nos libramos de una tanda de palabras cargadas de negatividad moral. La corrupción, a veces, parece una masa caliente vomitada por un volcán que da un poco de pánico; el chanchulleo se muestra como una tormenta cargada de truenos y rayos; del chalaneo para qué hablar si brota como mala hierba ahogando los trigales.
Embustes, fraudes y mentiras se agarran del brazo como un matrimonio bien avenido y, cómo no, la titulitis nos visita un día sí y al otro también; los enchufes y el nepotismo comen a costa de la mano de sus bienhechores a los que les bailan el agua.
"Bailarle el agua a alguien" significa desde seguirle la corriente al susodicho hasta hacerle la pelota. Indudablemente, la deuda por enchufismo o por nepotismo hay que pagarla. Al enchufado se le suele apostrofar también como un lameculos, el cual prefiere el peloteo y la sumisión antes que el esfuerzo personal. Un lameculos, con frecuencia, busca el mal de los demás antes que el propio beneficio. Su objetivo es ser bienquerido por el jefe o persona superior de la que depende para seguir enchufado.
Tengo que reconocer que la cultura del esfuerzo no está de moda; incluso se la machaca alegando que es un valor cutre, facha, porque es de derechas o porque no es solidario. Quizás el trasfondo pueda reducirse a que “hay que llegar a la meta propuesta como sea pero sin esfuerzo; si hay que hacer trampa, se hace; y si puede obtenerse gratis, mejor que mejor”. ¿Esfuerzo? No, gracias.
Estamos ante un gazpacho poco fresquito. El titulero necesita, o así lo cree, certificados mil para poder hacerse valer; la política parece que se ha creído dicha afirmación y la Universidad, a veces, está dispuesta a echar una mano porque ha visto un filón de oro. Solo se me ocurre que faltan muchos kilos de honradez en muchas profesiones.
En lenguaje coloquial y con sobrecarga despectiva, la definición de dicha palabra viene a decir que es una “valoración desmesurada de los títulos y certificados de estudios como garantía de los conocimientos de alguien” (sic). Quien sobrevalora y se ufana es el sujeto que “supuestamente” se ha ganado dichos títulos y alardea de ello.
La ostentación de un título o de toda una ristra y pavonearse de ellos no garantiza los conocimientos que pueda poseer el titulado. En otras palabras, la titulitis solo es una manera de vender la burra a los demás. La valoración académica desmesurada no la hace quien certifica tales conocimientos sino el propio sujeto que se ufana de poseerlos.
Para vanagloria de muchos y regocijo de piratas, los títulos se pueden comprar, falsearse sin muchas dificultades. Si a alguien le pica la curiosidad puede entrar en Internet curioseando cómo comprar títulos universitarios y alucinará con la oferta que existe en dicho campo. Hay todo un mercado falsificador de los mismos. Esta información no es novedosa. Se obtienen visados o pasaportes y, de igual manera, titulaciones universitarias sin mayores dificultades.
Oficialmente es posible que algunas personas influyentes, sin asistir a las clases de tal o cual especialidad académica, puedan llegar a poseer una acreditación oficial. Algún caso, aun calentito, da fe de tales incidentes. Es otra manera, poco limpia, de conseguir dicho objetivo.
Todo el relato anterior se engarza bien por la manga ancha que desde organismos docentes se pueda llevar a término sin necesidad de cumplir con todas o parte de las horas dedicadas a obtener el plácet oficial. En resumen que o se tiene dinero y compro tal o cual título o tengo cierta bula dentro del ensamblaje organizador y me regalan el diploma acreditador.
Como ejemplo podemos recordar cómo en algún momento concreto salta la noticia de que tal o cual profesional está ejerciendo de lo que sea, sin poseer la acreditación adecuada. Por respeto, evito citar campo profesional concreto.
Me desvío hacia el trasfondo de estas cuartillas que no es otro que el engaño en el que hemos caído suponiendo que si inflo mi currículo tendré mejor fortuna para situarme. Entre los políticos ha habido y sigue apareciendo mucho “gato por liebre” en este asunto y en otros muchos. El tema de falsear méritos académicos es amplio y no solo ocurre en nuestro país. Si hacemos memoria vendrán a colación engaños académicos varios que van de Pernambuco a Jauja.
La última liebre que ha saltado, en este caso fuera de nuestras fronteras, viene al pelo. Afecta a Italia. Parece ser que Giuseppe Comte, que llegó a ser candidato a primer ministro, podría haber falseado su currículo, según información del periódico The New York Times. Si ello es cierto, no entiendo cómo un profesor de Derecho se embadurna con este asunto.
Entresaco la cita: “El currículum de Comte refleja una trayectoria brillante con estudios en instituciones prestigiosas, como la Universidad de Yale o la de Pittsburgh, también figura un curso de Derecho en una escuela de Viena que en realidad es una academia de idiomas”. Da igual ser especialista en Derecho que en ganchillo. Se trata de deslumbrar al personal con una amplia lista de méritos y títulos.
Copiar trabajos, fusilar tesis doctorales son liebres que saltan de cuando en cuando. En algunos países, el cazado o cazada renuncian al puesto por incuestionable falsedad. En otros callan y siguen con el tongo y, los menos, disimulan mirando para otro lado. ¡A mí que me registren! Solo renuncian cuando la presión es bastante fuerte.
¿Cuánta gente que empezó una licenciatura y que no la terminó dice que es, o que tiene el título en tal o cual carrera? Por correr en un maratón no puedo decir que tal actividad la gané llegando el primero. Salvo que el mero hecho de participar ya suponga ganar por aquello de que lo importante no es ganar sino participar.
Fardar, presumir, jactarse, alardear de títulos, másteres, diplomaturas está a la orden del día. Entre los políticos parece que si no alardean de medio kilo de méritos académicos no son nadie. Somos muy dados a la titulitis, a los oropeles que pueden ofrecer disponer de una categoría universitaria.
¿Es necesario que el político ostente títulos universitarios? Si los tiene, estupendo. Entra dentro de una lógica general el hecho de que mientras más preparado se esté en un tema mejor rendimiento daremos y mayores beneficios podremos ofrecer a los demás. Hasta aquí, ejemplar. Si se es buen profesional, los títulos pasan a segundo plano.
Estos “pavos reales” van por encima de la gran cantidad de “paletos” que nos movemos por el mundo. Decir con Sócrates aquello de “solo sé que no sé nada” es muy duro y se queda para simples e ignorantes. Vamos, para tontos. Pero para esos supuestos tontos que no saben “na de na”, ya “es un gran triunfo reconocer la propia ignorancia” añadiremos con Sócrates, cuestión ésta que no es del agrado de algunos personajes públicos.
Un detalle curioso y conocido por todos. A la mayoría de médicos les damos el título de doctor. Así consta en la placa que anuncia la consulta o en los recetas que valen para que los medicamentos sean expedidos por la farmacia. Un crecido rendibú nos ha habituado a ello. La RAE también acepta, coloquialmente, como doctor al “médico aunque no tenga el grado académico”. Hay cierto agravio comparativo en la definición.
Hasta hace poco la mayoría (creo que aun hay bastantes) no tenían el doctorado. La costumbre de llamarles doctores viene de lejos. Poseer “este doctorado” no da garantías de ser mejor profesional, aunque tampoco tienen empacho en utilizar el consabido doctor sin serlo. Me explico.
Llega el Plan Bolonia y se sustituyen los dos años dedicados a cursos de Doctorado por un solo año de asignaturas equivalentes que dan paso a poder presentarse a defender una tesis doctoral. Todo ello se cobra más caro y se obtiene un Máster. Les cayó la breva a las universidades con este tinglado. Ahora están aumentando los doctorados en casi todas las especialidades, además de en la Medicina. Ello ha colaborado en gran medida a una creciente titulitis.
La verdad sea dicha, en nuestro país no nos libramos de una tanda de palabras cargadas de negatividad moral. La corrupción, a veces, parece una masa caliente vomitada por un volcán que da un poco de pánico; el chanchulleo se muestra como una tormenta cargada de truenos y rayos; del chalaneo para qué hablar si brota como mala hierba ahogando los trigales.
Embustes, fraudes y mentiras se agarran del brazo como un matrimonio bien avenido y, cómo no, la titulitis nos visita un día sí y al otro también; los enchufes y el nepotismo comen a costa de la mano de sus bienhechores a los que les bailan el agua.
"Bailarle el agua a alguien" significa desde seguirle la corriente al susodicho hasta hacerle la pelota. Indudablemente, la deuda por enchufismo o por nepotismo hay que pagarla. Al enchufado se le suele apostrofar también como un lameculos, el cual prefiere el peloteo y la sumisión antes que el esfuerzo personal. Un lameculos, con frecuencia, busca el mal de los demás antes que el propio beneficio. Su objetivo es ser bienquerido por el jefe o persona superior de la que depende para seguir enchufado.
Tengo que reconocer que la cultura del esfuerzo no está de moda; incluso se la machaca alegando que es un valor cutre, facha, porque es de derechas o porque no es solidario. Quizás el trasfondo pueda reducirse a que “hay que llegar a la meta propuesta como sea pero sin esfuerzo; si hay que hacer trampa, se hace; y si puede obtenerse gratis, mejor que mejor”. ¿Esfuerzo? No, gracias.
Estamos ante un gazpacho poco fresquito. El titulero necesita, o así lo cree, certificados mil para poder hacerse valer; la política parece que se ha creído dicha afirmación y la Universidad, a veces, está dispuesta a echar una mano porque ha visto un filón de oro. Solo se me ocurre que faltan muchos kilos de honradez en muchas profesiones.
PEPE CANTILLO