El Gobierno de España ha activado la aplicación del artículo 155 de la Constitución para destituir al Govern catalán y restaurar la legalidad democrática y la normalidad institucional en la Generalitat hasta que se convoquen unas elecciones autonómicas en Cataluña, de las que se espera surja un nuevo Ejecutivo que garantice el respeto a las leyes, el Estado de Derecho y la voluntad mayoritaria de los ciudadanos de aquella Comunidad, expresada esta vez en urnas de verdad transparentes y legales, sin mentiras, sin coacciones y sin trampas.
El Gobierno confía, así, poner freno a la insurrección a la que se había entregado una Generalitat presidida por Carles Puigdemont, bajo la “dirección” radical de la presidenta del Parlament, Carmen Forcadell, y la participación de otras fuerzas y organizaciones independentistas.
Se trata, en definitiva, del último recurso de que dispone el Gobierno tras la batería de medidas judiciales y policiales que, hasta la fecha y a pesar de su rigor, no han servido para desactivar la deriva secesionista de los empeñados en declararse en rebeldía e incumplir cuantas leyes se pongan por delante (incluyendo el propio Estatuto catalán y la Constitución) para presentarse como víctimas de una supuesta opresión y falta de libertades con tal de lograr el multitudinario refrendo ciudadano, y la simpatía de la opinión extranjera, que justifique una declaración de independencia de Cataluña por la vía de los hechos consumados y forzados, no con el respaldo de la ley ni la razón histórica y social de su parte.
La cuestión que emerge con ello, más allá de la formidable crisis creada que causará profundas heridas entre los catalanes y los españoles que no cicatrizarán en decenios, es si la consulta a los ciudadanos promoverá un nuevo Govern que se acomode a la legalidad constitucional y diluya realmente la insurrección a la que se había apuntado el anterior Gobierno en su rebeldía.
Tal es la incógnita que queda por resolver después de adoptar una medida excepcional que no garantiza por sí misma ningún resultado, a pesar de que se ha tenido que recurrir a ella tras el desprestigio de las instituciones, el deterioro en la vida de muchos catalanes, la fuga masiva de empresas, el enfrentamiento social y la ruptura de la convivencia.
Una medida legal por parte del Estado para afrontar un ataque que tomó por asalto, aunque de manera pacífica, la Constitución y el Estatuto de Autonomía para invalidarlos, haciendo caso omiso de las sentencias del Tribunal Constitucional y las advertencias de los interventores del Parlament y del Consejo de Garantías Estatutarias. Y vulnerando, además, los derechos de una oposición a la que se privó de voz y del deber de control al Ejecutivo.
Ahora, el recurso a unas elecciones autonómicas abre varios escenarios en función de sus resultados: desde una repetición del anterior reparto parlamentario, hasta un trasvase de votos a las fuerzas constitucionalistas por parte de un electorado hastiado de enfrentamientos y disputas e, incluso, un reforzamiento de la mayoría independentista.
Sin una CiU (antigua coalición nacionalista no independentista) que aglutine el voto nacionalista burgués y moderado, transformada ahora por causa de la corrupción de sus líderes en franquicia del independentismo de Esquerra Republicana y sometida a los dictados de los antisistemas de la CUP, el abanico de posibilidades se constriñe en perjuicio del electorado, dejándole solo las alternativas ya indicadas.
Más aun cuando Ciudadanos y Podemos (Colau incluida) –los ya no tan novedosos partidos emergentes– compiten por el voto que acaparaba el Partido Popular, a un lado, y los soberanistas y el PSC (socialistas), por el otro. Con semejante panorama, todo puede ocurrir, aunque se confía en que la mayoría social no independentista acuda a votar masivamente para hacer valer su peso frente a esa minoría chillona, y con una proverbial habilidad para organizar movilizaciones, que ha protagonizado el enfrentamiento político en Cataluña.
De ahí que los interrogantes se vuelvan, además de pertinentes, angustiosos. ¿Se logrará frenar la insurrección de Cataluña? ¿Se reconducirán la legalidad y la normalidad democráticas en aquella región? ¿O cabe la posibilidad de que se repita con las elecciones el mismo reparto parlamentario y el Govern resultante reincida en desobedecer las leyes y declarar a cualquier precio la independencia?
Todo es posible y nadie está tranquilo. Europa tiembla ante la posibilidad de contagio separatista en diversas regiones de otros estados que también albergan sentimientos identitarios o supremacistas, fácilmente espoleados por los populismos de derecha e izquierda que anidan en el Continente. Y en España se temen las consecuencias, no sólo económicas, de las animadversiones desatadas por el conflicto catalán en la política, en la pluralidad social y cultural del país y en el modelo democrático y autonómico del Estado.
Las respuestas que se han de dar desde la ley para hacer modificaciones a la ley, a fin de satisfacer las demandas legítimas de una parte de la sociedad catalana, no son fáciles ni inmediatas, ya que implican reformas de la Constitución, asumir por parte de todos el respeto a los procedimientos y a la legalidad en los que basamos nuestra convivencia democrática y pacífica, y, sobre todo, repensar el modelo territorial y la diversidad cultural que encierra este viejo espacio comprendido por una inmensa meseta central –el macizo ibérico–, cordilleras limítrofes o divisoras, cuencas sedimentarias, una extensa costa que rodea la península y unas cuantas islas que la historia nos ha regalado.
Una geografía peculiar que invita a vivir en compartimientos estancos y que nos hace ser un país –como lo describió en su guía el “curioso impertinente” inglés Richard Ford en el siglo XIX– inherentemente “inamalgamado” (unamalgamating), que no sabe “amalgamarse” para afrontar los retos.
No es más que un cliché desafortunado, naturalmente, además de interesado por prejuicios anglosajones de un “gentleman” de la época romántica, citado en el último libro del hispanista Ian Gibson, Aventuras ibérica.
Pero, como todos los estereotipos, algún rastro de tales características tópicas se detecta en la realidad. Porque los actuales pobladores de la cuenca del Ebro, nativos o acogidos, no se quieren “amalgamasar” con los del resto del país para, juntos, seguir formando una gran nación y afrontar conjuntamente los retos del presente y el futuro de España.
Como si tuviéramos una maldición que nos impidiera reconocernos, cada cual con sus particularidades, como ciudadanos de este viejo y a la par interesante país, llamado España, de cuya “amalgamasada” historia Cataluña forma parte destacada. ¿Se frenará, pues, la insurrección que pretende separar a los catalanes de esta aventura histórica que afrontamos conjuntamente? Nada está escrito.
El Gobierno confía, así, poner freno a la insurrección a la que se había entregado una Generalitat presidida por Carles Puigdemont, bajo la “dirección” radical de la presidenta del Parlament, Carmen Forcadell, y la participación de otras fuerzas y organizaciones independentistas.
Se trata, en definitiva, del último recurso de que dispone el Gobierno tras la batería de medidas judiciales y policiales que, hasta la fecha y a pesar de su rigor, no han servido para desactivar la deriva secesionista de los empeñados en declararse en rebeldía e incumplir cuantas leyes se pongan por delante (incluyendo el propio Estatuto catalán y la Constitución) para presentarse como víctimas de una supuesta opresión y falta de libertades con tal de lograr el multitudinario refrendo ciudadano, y la simpatía de la opinión extranjera, que justifique una declaración de independencia de Cataluña por la vía de los hechos consumados y forzados, no con el respaldo de la ley ni la razón histórica y social de su parte.
La cuestión que emerge con ello, más allá de la formidable crisis creada que causará profundas heridas entre los catalanes y los españoles que no cicatrizarán en decenios, es si la consulta a los ciudadanos promoverá un nuevo Govern que se acomode a la legalidad constitucional y diluya realmente la insurrección a la que se había apuntado el anterior Gobierno en su rebeldía.
Tal es la incógnita que queda por resolver después de adoptar una medida excepcional que no garantiza por sí misma ningún resultado, a pesar de que se ha tenido que recurrir a ella tras el desprestigio de las instituciones, el deterioro en la vida de muchos catalanes, la fuga masiva de empresas, el enfrentamiento social y la ruptura de la convivencia.
Una medida legal por parte del Estado para afrontar un ataque que tomó por asalto, aunque de manera pacífica, la Constitución y el Estatuto de Autonomía para invalidarlos, haciendo caso omiso de las sentencias del Tribunal Constitucional y las advertencias de los interventores del Parlament y del Consejo de Garantías Estatutarias. Y vulnerando, además, los derechos de una oposición a la que se privó de voz y del deber de control al Ejecutivo.
Ahora, el recurso a unas elecciones autonómicas abre varios escenarios en función de sus resultados: desde una repetición del anterior reparto parlamentario, hasta un trasvase de votos a las fuerzas constitucionalistas por parte de un electorado hastiado de enfrentamientos y disputas e, incluso, un reforzamiento de la mayoría independentista.
Sin una CiU (antigua coalición nacionalista no independentista) que aglutine el voto nacionalista burgués y moderado, transformada ahora por causa de la corrupción de sus líderes en franquicia del independentismo de Esquerra Republicana y sometida a los dictados de los antisistemas de la CUP, el abanico de posibilidades se constriñe en perjuicio del electorado, dejándole solo las alternativas ya indicadas.
Más aun cuando Ciudadanos y Podemos (Colau incluida) –los ya no tan novedosos partidos emergentes– compiten por el voto que acaparaba el Partido Popular, a un lado, y los soberanistas y el PSC (socialistas), por el otro. Con semejante panorama, todo puede ocurrir, aunque se confía en que la mayoría social no independentista acuda a votar masivamente para hacer valer su peso frente a esa minoría chillona, y con una proverbial habilidad para organizar movilizaciones, que ha protagonizado el enfrentamiento político en Cataluña.
De ahí que los interrogantes se vuelvan, además de pertinentes, angustiosos. ¿Se logrará frenar la insurrección de Cataluña? ¿Se reconducirán la legalidad y la normalidad democráticas en aquella región? ¿O cabe la posibilidad de que se repita con las elecciones el mismo reparto parlamentario y el Govern resultante reincida en desobedecer las leyes y declarar a cualquier precio la independencia?
Todo es posible y nadie está tranquilo. Europa tiembla ante la posibilidad de contagio separatista en diversas regiones de otros estados que también albergan sentimientos identitarios o supremacistas, fácilmente espoleados por los populismos de derecha e izquierda que anidan en el Continente. Y en España se temen las consecuencias, no sólo económicas, de las animadversiones desatadas por el conflicto catalán en la política, en la pluralidad social y cultural del país y en el modelo democrático y autonómico del Estado.
Las respuestas que se han de dar desde la ley para hacer modificaciones a la ley, a fin de satisfacer las demandas legítimas de una parte de la sociedad catalana, no son fáciles ni inmediatas, ya que implican reformas de la Constitución, asumir por parte de todos el respeto a los procedimientos y a la legalidad en los que basamos nuestra convivencia democrática y pacífica, y, sobre todo, repensar el modelo territorial y la diversidad cultural que encierra este viejo espacio comprendido por una inmensa meseta central –el macizo ibérico–, cordilleras limítrofes o divisoras, cuencas sedimentarias, una extensa costa que rodea la península y unas cuantas islas que la historia nos ha regalado.
Una geografía peculiar que invita a vivir en compartimientos estancos y que nos hace ser un país –como lo describió en su guía el “curioso impertinente” inglés Richard Ford en el siglo XIX– inherentemente “inamalgamado” (unamalgamating), que no sabe “amalgamarse” para afrontar los retos.
No es más que un cliché desafortunado, naturalmente, además de interesado por prejuicios anglosajones de un “gentleman” de la época romántica, citado en el último libro del hispanista Ian Gibson, Aventuras ibérica.
Pero, como todos los estereotipos, algún rastro de tales características tópicas se detecta en la realidad. Porque los actuales pobladores de la cuenca del Ebro, nativos o acogidos, no se quieren “amalgamasar” con los del resto del país para, juntos, seguir formando una gran nación y afrontar conjuntamente los retos del presente y el futuro de España.
Como si tuviéramos una maldición que nos impidiera reconocernos, cada cual con sus particularidades, como ciudadanos de este viejo y a la par interesante país, llamado España, de cuya “amalgamasada” historia Cataluña forma parte destacada. ¿Se frenará, pues, la insurrección que pretende separar a los catalanes de esta aventura histórica que afrontamos conjuntamente? Nada está escrito.
DANIEL GUERRERO