Esa es la sensación que puede resumir mi vida: la de haber llegado tarde a las cosas importantes con las que pude haber topado. Es una sensación que me invade desde que empecé a repasar qué había hecho yo en un mundo en el que participo como mero figurante de reparto, cual bulto de relleno. Así y todo, no he dejado de aspirar a cosas que no he conseguido, en la mayoría de las ocasiones, por demorarme demasiado o no poner el empeño suficiente. O porque no estaban para mí.
Desde niño he intuido, de manera más clara conforme transcurrían los años, que perdía muchos trenes que pasaban delante de mis narices a causa de mi indecisión o desconfianza innatas. Decían que era tímido. Y es verdad porque nunca fui capaz de ser impulsivo o imprudente, con lo divertido que hubiera sido, sino todo lo contrario, alguien que perdía el tiempo dudando de todo y no atreviéndose a hacer nada que valiera la pena o supusiera un riesgo. En definitiva, era más pragmático que romántico, incluso en el amor.
No por ello dejé de tener sueños y deseos que he intentado atrapar demasiado tarde. Como siempre. Aunque también he tenido suerte, una pizca de fortuna con la que he logrado tirar para adelante. Hasta hoy, en que luzco cicatrices que premian mi obsolescencia con el mismo falso fulgor de las medallas que cuelgan en el pecho de los veteranos de guerra. Siempre a destiempo o tarde, para no variar.
Recuerdo que conseguí mi primera bicicleta cuando mis amigos ya estaban hartos de jugar con las suyas. Me llegó tan tarde que, al poco, tuve que olvidarla en casa cuando mis padres se trasladaron a otro país del que jamás he regresado, salvo en dos ocasiones: una, para enterrar a mi madre, muerta en el extranjero; y otra, para visitar a mi hermana que pocos años después también moriría. Entre ambos óbitos, el de mi padre, que fallecería entre el cariño de una nueva familia y nuevos hijos, de los que yo ya no formaba parte.
Tales encuentros con mis orígenes han sido, en realidad, despedidas para quien ya iba tarde a una inútil recuperación de la memoria familiar. Reencuentros que, en sí mismos, eran tardíos para emprender cualquier reconciliación. Fue entonces cuando tuve la certeza que durante toda mi vida había llegado tarde a lo importante que ella me pudiera deparar. No había más que repasarla para darse cuenta.
Un buen reflejo de ello es mi adolescencia. Entre los que añoran la época dorada del rock´roll, con Elvis Presley como ídolo, y la de los hippies, con su lisérgica adoración a las bandas que llenaron la Isla de Wight de música, sexo y drogas, yo deambulé vitalmente en medio, demasiado pequeño para la primera, pero cercano a la segunda, aunque dominado por el escepticismo y las torpezas. Por eso soy fruto de ese espacio intermedio y carente de estímulos con los que adornar una existencia anodina de experiencias.
Venía de ser un niño cuando mataron a Kennedy, el que despertó a América de su sopor imperial y la llevó a soñar con la Luna, para llegar al joven inconsciente e incrédulo de las ansias de libertad revolucionaria que prendieron el Mayo francés. No supe aprovechar esas lecciones que me brindaba la historia con la madurez necesaria para asimilarlas como trascendentales en la existencia de cualquier infeliz. Mi vida seguía siendo una cáscara vacía que flotaba a destiempo en la historia.
Cuando he querido recuperar el tiempo perdido, otra vez era tarde. Estudié Periodismo cuando las canas me delataban entre los pupitres de la Facultad para satisfacer unos peregrinos deseos infantiles por escribir y garabatear en un papel lo que no era capaz de articular verbalmente, para descifrar mis pensamientos y temores e inventar historias que me fueron negadas en la realidad.
De nada me sirvió porque, al llegar tarde, ni profesional ni personalmente supuso transformación alguna en quien está atado a sus rutinas y desconfía de los saltos en el vacío. La escritura sigue siendo un vicio onanista que se consuma en la soledad en la que el tímido se refugia para dialogar con sus demonios; y el Periodismo, un título que adorna una pared de ese refugio.
Igual que aquellos anhelos de libertad que siempre representó una motocicleta que te permitiría huir en solitario hasta donde el Sol se oculta, sin más compañía que la del viento, pero para lo que se requiere la preceptiva licencia de conducción. Fui por dos veces suspendido y traicionado por la escasa fe del que lo da todo por perdido. Indefectiblemente, era demasiado tarde para imaginar ser joven y libre. De ahí esa sensación con que se puede resumir una vida. La mía.
Desde niño he intuido, de manera más clara conforme transcurrían los años, que perdía muchos trenes que pasaban delante de mis narices a causa de mi indecisión o desconfianza innatas. Decían que era tímido. Y es verdad porque nunca fui capaz de ser impulsivo o imprudente, con lo divertido que hubiera sido, sino todo lo contrario, alguien que perdía el tiempo dudando de todo y no atreviéndose a hacer nada que valiera la pena o supusiera un riesgo. En definitiva, era más pragmático que romántico, incluso en el amor.
No por ello dejé de tener sueños y deseos que he intentado atrapar demasiado tarde. Como siempre. Aunque también he tenido suerte, una pizca de fortuna con la que he logrado tirar para adelante. Hasta hoy, en que luzco cicatrices que premian mi obsolescencia con el mismo falso fulgor de las medallas que cuelgan en el pecho de los veteranos de guerra. Siempre a destiempo o tarde, para no variar.
Recuerdo que conseguí mi primera bicicleta cuando mis amigos ya estaban hartos de jugar con las suyas. Me llegó tan tarde que, al poco, tuve que olvidarla en casa cuando mis padres se trasladaron a otro país del que jamás he regresado, salvo en dos ocasiones: una, para enterrar a mi madre, muerta en el extranjero; y otra, para visitar a mi hermana que pocos años después también moriría. Entre ambos óbitos, el de mi padre, que fallecería entre el cariño de una nueva familia y nuevos hijos, de los que yo ya no formaba parte.
Tales encuentros con mis orígenes han sido, en realidad, despedidas para quien ya iba tarde a una inútil recuperación de la memoria familiar. Reencuentros que, en sí mismos, eran tardíos para emprender cualquier reconciliación. Fue entonces cuando tuve la certeza que durante toda mi vida había llegado tarde a lo importante que ella me pudiera deparar. No había más que repasarla para darse cuenta.
Un buen reflejo de ello es mi adolescencia. Entre los que añoran la época dorada del rock´roll, con Elvis Presley como ídolo, y la de los hippies, con su lisérgica adoración a las bandas que llenaron la Isla de Wight de música, sexo y drogas, yo deambulé vitalmente en medio, demasiado pequeño para la primera, pero cercano a la segunda, aunque dominado por el escepticismo y las torpezas. Por eso soy fruto de ese espacio intermedio y carente de estímulos con los que adornar una existencia anodina de experiencias.
Venía de ser un niño cuando mataron a Kennedy, el que despertó a América de su sopor imperial y la llevó a soñar con la Luna, para llegar al joven inconsciente e incrédulo de las ansias de libertad revolucionaria que prendieron el Mayo francés. No supe aprovechar esas lecciones que me brindaba la historia con la madurez necesaria para asimilarlas como trascendentales en la existencia de cualquier infeliz. Mi vida seguía siendo una cáscara vacía que flotaba a destiempo en la historia.
Cuando he querido recuperar el tiempo perdido, otra vez era tarde. Estudié Periodismo cuando las canas me delataban entre los pupitres de la Facultad para satisfacer unos peregrinos deseos infantiles por escribir y garabatear en un papel lo que no era capaz de articular verbalmente, para descifrar mis pensamientos y temores e inventar historias que me fueron negadas en la realidad.
De nada me sirvió porque, al llegar tarde, ni profesional ni personalmente supuso transformación alguna en quien está atado a sus rutinas y desconfía de los saltos en el vacío. La escritura sigue siendo un vicio onanista que se consuma en la soledad en la que el tímido se refugia para dialogar con sus demonios; y el Periodismo, un título que adorna una pared de ese refugio.
Igual que aquellos anhelos de libertad que siempre representó una motocicleta que te permitiría huir en solitario hasta donde el Sol se oculta, sin más compañía que la del viento, pero para lo que se requiere la preceptiva licencia de conducción. Fui por dos veces suspendido y traicionado por la escasa fe del que lo da todo por perdido. Indefectiblemente, era demasiado tarde para imaginar ser joven y libre. De ahí esa sensación con que se puede resumir una vida. La mía.
DANIEL GUERRERO