Escritora y crítica literaria, Care Santos (Mataró, 1970) es autora de diez novelas, entre ellas Habitaciones separadas (2011), recientemente adaptada a la televisión. Ahora publica Media vida, Premio Nadal de Novela 2017, donde recrea cómo vivió toda una generación de mujeres en este país: la generación de su madre, que tuvo que adaptarse a la educación castrense de la dictadura franquista. La obra es también un homenaje a todas estas mujeres que tuvieron que adaptarse a unos tiempos cambiantes.
—‘Media vida’ es el retrato de una generación de mujeres, la de su madre, que tuvo que adaptarse desde los usos y educación retrógrados de la dictadura franquista a la España que aprobó el divorcio y las liberó de muchas opresiones.
—Creí necesario rendir un homenaje a esa generación de mujeres que tuvieron que adaptarse a una sociedad cambiante que nada se parecía a aquella en la que se educaron. Precisamente ahora, en que muchas pueden verlo.
—Estas mujeres fueron educadas para ser madres y esposas. Las forzaban a ducharse en camisón, no podían vestir pantalón y no podían entrar solas a los bares. Era solo ayer y parece que hablamos de tiempos muy remotos.
—No se extrañe. Cuando le hablo de mi educación a mi hija de 13 años me siento como si hablara del siglo XIX.
—Usted empezó ya con la EGB, que igualó las enseñanzas que tenían recibir chicos y chicas. ¿Lo recuerda como un sueño imposible?
—Me encanta ser de las primeras generaciones que gozaron de esa igualdad, aunque a mí aún intentaban enseñarme a coser botones y a hacer ojales. Sin éxito, por cierto, porque la costura no era lo mío. No conozco hombres de mi edad que hayan cosido botones en el colegio. La igualdad aún estaba a medias.
—Usted estudió en un colegio de monjas. No tiene queja de ellas, pero sí de la mediocridad de educación que recibían frente a sus compañeros varones.
—En realidad es lo único que les reprocho. Que, pudiendo evitarla, eligieran la mediocridad. Reparé en ello cuando llegué a la Secundaria y me di cuenta de que sabía menos cosas que ellos, los chicos. Fue frustrante.
—A las mujeres que hoy tienen 45 años, como las protagonistas de la novela, les ha tocado un momento difícil: tener que conciliar el tiempo dedicado a la familia sin renunciar laboralmente a nada. ¿Se imaginaban ustedes un futuro con estas hechuras?
—No imaginaba que iba a haber tantos escollos, pero tampoco imaginaba la felicidad que me reportaría mi vida actual. Hay que seguir pedaleando para aplanar el camino.
—Este no es un libro feminista ni femenino. Tampoco es un libro escrito para mujeres, aunque estas lean más que los hombres. ¿No le molestan las etiquetas cuando hablamos de cuestiones que nos competen a todos?
—Detesto las etiquetas. Es un libro sobre mujeres. Moby Dick es un libro sobre hombres. A ningún hombre le ocurrirá nada si lee Media Vida, todo lo contrario. Lo mismo que a una mujer que lea Moby Dick.
—Escribió su primer libro a los 18 años. Lo publicó a los 25. Se arrepiente de haberlo hecho, pero entonces, dice, se sentía más escritora que ahora. ¿La duda también cabe en la mochila de una escritora?
—A los 18 años todo aspirante a escritor que se tome la literatura en serio se siente un Shakespeare. A los 45 ya he aprendido quién puedo aspirar a ser. Por supuesto, la duda y las dificultades crecen con los años. La modestia, también.
—Su abuela catalana, Teresa, era una narradora impresionante. Aprendió mucho de ella en su primera adolescencia. ¿Fue la principal influencia en su vocación?
—Una de las principales. Mi abuela me enseñó que el poder de fascinación de una historia depende sólo de quién la cuenta. Es una gran enseñanza.
—En su familia también hay historias de novela. Su padre conoció a su madre por correspondencia. Emigró a Mataró y nunca regresó a Sevilla, de donde era oriundo. ¿No le inspira para escribir esta historia?
—Algún día. El tiempo mejora ciertas historias. Hay que saber esperar lo necesario antes de contarlas.
—Nadie se llamaba Macarena en Cataluña. Así que su madre optó por llamarla Care. ¿Cuánto tiempo tardó en reconciliarse con su nombre? ¿O nunca lo logró?
—En Andalucía presumo de nombre. En Cataluña lo uso para esconderme: nadie me reconoce por él. Ni yo misma, porque nadie nunca me llamó por mi nombre.
—Usted no es independentista pero está a favor de que se celebre un referéndum en Cataluña. Y sospecha que la mayoría de los catalanes piensa como usted.
—Y si la mayoría no piensa como yo (lo cual es posible), acataré lo que decidan. Esa mayoría es mi gente. Les entiendo y les admiro por mucho que no piense como ellos. La democracia consiste en eso.
—‘Ocho apellidos vascos’. ‘Ocho apellidos catalanes’. A estas alturas, ¿no comienzan a cansarle tanto tópico que posiblemente esté muy lejos de la realidad?
—Hace mucho tiempo que me cansan los tópicos. Desde mucho antes de que se rodaran esas dos películas que, por otra parte, no son dos muestras del cine que me gusta ver.
—Marta, su protagonista, comparte con usted dos pasiones: ser cocinilla y escritora. Dígame qué ingredientes hay ponerle a la vida para que no se nos queme la existencia.
—Todos, pero en su justa medida. Incluidos los amargos.
—‘Media vida’ es el retrato de una generación de mujeres, la de su madre, que tuvo que adaptarse desde los usos y educación retrógrados de la dictadura franquista a la España que aprobó el divorcio y las liberó de muchas opresiones.
—Creí necesario rendir un homenaje a esa generación de mujeres que tuvieron que adaptarse a una sociedad cambiante que nada se parecía a aquella en la que se educaron. Precisamente ahora, en que muchas pueden verlo.
—Estas mujeres fueron educadas para ser madres y esposas. Las forzaban a ducharse en camisón, no podían vestir pantalón y no podían entrar solas a los bares. Era solo ayer y parece que hablamos de tiempos muy remotos.
—No se extrañe. Cuando le hablo de mi educación a mi hija de 13 años me siento como si hablara del siglo XIX.
—Usted empezó ya con la EGB, que igualó las enseñanzas que tenían recibir chicos y chicas. ¿Lo recuerda como un sueño imposible?
—Me encanta ser de las primeras generaciones que gozaron de esa igualdad, aunque a mí aún intentaban enseñarme a coser botones y a hacer ojales. Sin éxito, por cierto, porque la costura no era lo mío. No conozco hombres de mi edad que hayan cosido botones en el colegio. La igualdad aún estaba a medias.
—Usted estudió en un colegio de monjas. No tiene queja de ellas, pero sí de la mediocridad de educación que recibían frente a sus compañeros varones.
—En realidad es lo único que les reprocho. Que, pudiendo evitarla, eligieran la mediocridad. Reparé en ello cuando llegué a la Secundaria y me di cuenta de que sabía menos cosas que ellos, los chicos. Fue frustrante.
—A las mujeres que hoy tienen 45 años, como las protagonistas de la novela, les ha tocado un momento difícil: tener que conciliar el tiempo dedicado a la familia sin renunciar laboralmente a nada. ¿Se imaginaban ustedes un futuro con estas hechuras?
—No imaginaba que iba a haber tantos escollos, pero tampoco imaginaba la felicidad que me reportaría mi vida actual. Hay que seguir pedaleando para aplanar el camino.
—Este no es un libro feminista ni femenino. Tampoco es un libro escrito para mujeres, aunque estas lean más que los hombres. ¿No le molestan las etiquetas cuando hablamos de cuestiones que nos competen a todos?
—Detesto las etiquetas. Es un libro sobre mujeres. Moby Dick es un libro sobre hombres. A ningún hombre le ocurrirá nada si lee Media Vida, todo lo contrario. Lo mismo que a una mujer que lea Moby Dick.
—Escribió su primer libro a los 18 años. Lo publicó a los 25. Se arrepiente de haberlo hecho, pero entonces, dice, se sentía más escritora que ahora. ¿La duda también cabe en la mochila de una escritora?
—A los 18 años todo aspirante a escritor que se tome la literatura en serio se siente un Shakespeare. A los 45 ya he aprendido quién puedo aspirar a ser. Por supuesto, la duda y las dificultades crecen con los años. La modestia, también.
—Su abuela catalana, Teresa, era una narradora impresionante. Aprendió mucho de ella en su primera adolescencia. ¿Fue la principal influencia en su vocación?
—Una de las principales. Mi abuela me enseñó que el poder de fascinación de una historia depende sólo de quién la cuenta. Es una gran enseñanza.
—En su familia también hay historias de novela. Su padre conoció a su madre por correspondencia. Emigró a Mataró y nunca regresó a Sevilla, de donde era oriundo. ¿No le inspira para escribir esta historia?
—Algún día. El tiempo mejora ciertas historias. Hay que saber esperar lo necesario antes de contarlas.
—Nadie se llamaba Macarena en Cataluña. Así que su madre optó por llamarla Care. ¿Cuánto tiempo tardó en reconciliarse con su nombre? ¿O nunca lo logró?
—En Andalucía presumo de nombre. En Cataluña lo uso para esconderme: nadie me reconoce por él. Ni yo misma, porque nadie nunca me llamó por mi nombre.
—Usted no es independentista pero está a favor de que se celebre un referéndum en Cataluña. Y sospecha que la mayoría de los catalanes piensa como usted.
—Y si la mayoría no piensa como yo (lo cual es posible), acataré lo que decidan. Esa mayoría es mi gente. Les entiendo y les admiro por mucho que no piense como ellos. La democracia consiste en eso.
—‘Ocho apellidos vascos’. ‘Ocho apellidos catalanes’. A estas alturas, ¿no comienzan a cansarle tanto tópico que posiblemente esté muy lejos de la realidad?
—Hace mucho tiempo que me cansan los tópicos. Desde mucho antes de que se rodaran esas dos películas que, por otra parte, no son dos muestras del cine que me gusta ver.
—Marta, su protagonista, comparte con usted dos pasiones: ser cocinilla y escritora. Dígame qué ingredientes hay ponerle a la vida para que no se nos queme la existencia.
—Todos, pero en su justa medida. Incluidos los amargos.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: PLANETA DE LIBROS
FOTOGRAFÍA: PLANETA DE LIBROS