Hace cincuenta años, exactamente en 1967, que apareció una novela en lengua castellana que muy pronto vino a revolucionar el mundo literario hispanoamericano, de modo que los nombres de los escritores de América Latina se convirtieron en el gran referente de la nueva narrativa conocida como "realismo mágico".
Nombres como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Isabel Allende, Carlos Fuentes… y, especialmente, Gabriel García Márquez se ligarían a un género literario en el que la realidad estaría teñida de formas insólitas, fantásticas, mágicas o surrealistas, que los personajes que las protagonizaban las percibían como naturales.
La novela a la que me refiero es Cien años de soledad, del premio Nobel de Literatura de 1982 Gabriel García Márquez. Cuando se editó en nuestro país por la Editorial Sudamericana, que fue la encargada de su publicación con su inolvidable portada, y tuve por primera vez un ejemplar, para mí supuso un sorprendente hallazgo, ya que en su primera línea aparecía un nombre similar al mío: el de uno de los protagonistas de este inolvidable relato. Decía así su comienzo:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...”.
Cien años de soledad acabó formando parte del gran legado de las letras castellanas, de modo que la primera frase de la apertura de esta enorme fábula acabó siendo tan conocida que casi le hace algo de sombra a la más conocida de todas, es decir, la que supone el inicio de la genial novela Don Quijote de la Mancha, que escribiera Miguel de Cervantes.
Recordemos, por un breve instante, esa frase tan popular que incluso resuena en los oídos de aquellos que no han leído la mejor novela escrita en lengua castellana: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…”.
Dos comienzos, dos inicios de dos inmensos relatos, dos aperturas a historias intemporales que permanecen como paradigmas de geniales novelas traducidas a muchos de los idiomas que se hablan en los cinco continentes. De este modo, las numerosas ediciones y traducciones a otras lenguas de Cien años de soledad se han visto acompañadas de diferentes portadas, entre las que habría que destacar la primera de la ya citada Editorial Sudamericana, por su sencillez y los iconos que acompañan al título de la misma.
Pero, como apuntaba anteriormente, yo viví la novela de García Márquez como especie de tabla de salvación que me sacaba del mundo de los nombres raros que nadie había escuchado y que, por fin, podía, en aquellos años de estudiante en la Universidad de Sevilla, sacar a colación el título de la novela de la que muchos hablábamos para que me ayudara a decir mi nombre con cierto orgullo y sin tener que repetirlo incluso un par de veces.
Han transcurrido muchos años desde entonces. La lectura, desgraciadamente, ha descendido en las generaciones más jóvenes que ven al libro como un anacronismo frente a las pequeñas pantallas de las que son incondicionales. Por mi parte, la lectura la vivo como uno de los grandes placeres irrenunciables, por lo que, como pequeño homenaje a esta novela de García Márquez, quisiera traer tres recuerdos de los años en que desembarcó en nuestro país.
El primero. Una amiga de la pandilla me solía llamar por el título de la novela, pues decía que así no se equivocaba, ya que, según comentaba, le resultaba más fácil acudir al nombre de la mejor novela que había leído, según sus palabras.
El segundo. A finales de los sesenta y comienzos de los setenta era tan popular entre los estudiantes que cuando terminé las milicias universitarias (aquel sustituto de la “mili” que podíamos hacer los estudiantes de la Universidad para no interrumpir los estudios) colgué un cartel en el tablón de anuncios de facultad de Filosofía de Sevilla indicando que vendía mi traje de sargento, puesto que ya no lo iba a utilizar más.
Pronto comprobé que delante del nombre habían puesto “coronel” y, habiendo tachado el apellido, lo suplantaban por el de “Buendía”. De este modo, con quien supuestamente había que contactar vía teléfono no era conmigo sino con el “coronel Aureliano Buendía”. Ni que decir tiene que lo vendí inmediatamente.
Tercero. Tiempo después, cuando comencé a impartir mis primeras clases en la Universidad de Córdoba, desplazándome desde Sevilla (lugar en el que tenía el estudio de arquitectura compartido con un grupo de amigos), solía presentarme a los estudiantes para que me conocieran, en correspondencia a que yo también quería aprenderme sus nombres.
Comenzaba preguntando quiénes habían leído Cien años de soledad. Siempre solía haber un grupo que levantaba la mano. A continuación, les volvía a pedir que me indicaran el nombre (entre los muchos que aparecen en la novela) del protagonista. Pues bien, cuando lo decían yo continuaba apuntándoles que el mío era igual, al tiempo que les aclaraba las diferencias entre Aurelio y Aureliano, dos nombres de origen romano y que llevaron sendos emperadores (el primero como Marco Aurelio).
Han transcurrido cinco décadas desde la aparición de esa gran novela. La irrupción de Internet ha dado lugar, entre otros motivos y tal como he indicado, a que haya bajado el nivel de lectura del libro impreso. De todos modos, todavía hay amantes del papel que desean sumergirse en el sosiego de la lectura tranquila y pausada que proporcionan el contemplar las hojas y el pasar una a una las páginas del libro que están leyendo.
Por mi parte, he vuelto a mirar en la biblioteca que tengo en casa y he localizado el antiguo ejemplar de Cien años de soledad que dormía acompañado de otros libros en los anaqueles.
De nuevo, he deseado revivir la historia de Macondo y de los singulares personajes que habitan este lugar imaginario, y he iniciado el ritual del camino con esas palabras ya inolvidables: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...”. Inolvidable apertura para comenzar la ruta en dirección hacia un mundo sorprendente y extraño, escrito con magistral destreza.
Nombres como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Isabel Allende, Carlos Fuentes… y, especialmente, Gabriel García Márquez se ligarían a un género literario en el que la realidad estaría teñida de formas insólitas, fantásticas, mágicas o surrealistas, que los personajes que las protagonizaban las percibían como naturales.
La novela a la que me refiero es Cien años de soledad, del premio Nobel de Literatura de 1982 Gabriel García Márquez. Cuando se editó en nuestro país por la Editorial Sudamericana, que fue la encargada de su publicación con su inolvidable portada, y tuve por primera vez un ejemplar, para mí supuso un sorprendente hallazgo, ya que en su primera línea aparecía un nombre similar al mío: el de uno de los protagonistas de este inolvidable relato. Decía así su comienzo:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...”.
Cien años de soledad acabó formando parte del gran legado de las letras castellanas, de modo que la primera frase de la apertura de esta enorme fábula acabó siendo tan conocida que casi le hace algo de sombra a la más conocida de todas, es decir, la que supone el inicio de la genial novela Don Quijote de la Mancha, que escribiera Miguel de Cervantes.
Recordemos, por un breve instante, esa frase tan popular que incluso resuena en los oídos de aquellos que no han leído la mejor novela escrita en lengua castellana: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…”.
Dos comienzos, dos inicios de dos inmensos relatos, dos aperturas a historias intemporales que permanecen como paradigmas de geniales novelas traducidas a muchos de los idiomas que se hablan en los cinco continentes. De este modo, las numerosas ediciones y traducciones a otras lenguas de Cien años de soledad se han visto acompañadas de diferentes portadas, entre las que habría que destacar la primera de la ya citada Editorial Sudamericana, por su sencillez y los iconos que acompañan al título de la misma.
Pero, como apuntaba anteriormente, yo viví la novela de García Márquez como especie de tabla de salvación que me sacaba del mundo de los nombres raros que nadie había escuchado y que, por fin, podía, en aquellos años de estudiante en la Universidad de Sevilla, sacar a colación el título de la novela de la que muchos hablábamos para que me ayudara a decir mi nombre con cierto orgullo y sin tener que repetirlo incluso un par de veces.
Han transcurrido muchos años desde entonces. La lectura, desgraciadamente, ha descendido en las generaciones más jóvenes que ven al libro como un anacronismo frente a las pequeñas pantallas de las que son incondicionales. Por mi parte, la lectura la vivo como uno de los grandes placeres irrenunciables, por lo que, como pequeño homenaje a esta novela de García Márquez, quisiera traer tres recuerdos de los años en que desembarcó en nuestro país.
El primero. Una amiga de la pandilla me solía llamar por el título de la novela, pues decía que así no se equivocaba, ya que, según comentaba, le resultaba más fácil acudir al nombre de la mejor novela que había leído, según sus palabras.
El segundo. A finales de los sesenta y comienzos de los setenta era tan popular entre los estudiantes que cuando terminé las milicias universitarias (aquel sustituto de la “mili” que podíamos hacer los estudiantes de la Universidad para no interrumpir los estudios) colgué un cartel en el tablón de anuncios de facultad de Filosofía de Sevilla indicando que vendía mi traje de sargento, puesto que ya no lo iba a utilizar más.
Pronto comprobé que delante del nombre habían puesto “coronel” y, habiendo tachado el apellido, lo suplantaban por el de “Buendía”. De este modo, con quien supuestamente había que contactar vía teléfono no era conmigo sino con el “coronel Aureliano Buendía”. Ni que decir tiene que lo vendí inmediatamente.
Tercero. Tiempo después, cuando comencé a impartir mis primeras clases en la Universidad de Córdoba, desplazándome desde Sevilla (lugar en el que tenía el estudio de arquitectura compartido con un grupo de amigos), solía presentarme a los estudiantes para que me conocieran, en correspondencia a que yo también quería aprenderme sus nombres.
Comenzaba preguntando quiénes habían leído Cien años de soledad. Siempre solía haber un grupo que levantaba la mano. A continuación, les volvía a pedir que me indicaran el nombre (entre los muchos que aparecen en la novela) del protagonista. Pues bien, cuando lo decían yo continuaba apuntándoles que el mío era igual, al tiempo que les aclaraba las diferencias entre Aurelio y Aureliano, dos nombres de origen romano y que llevaron sendos emperadores (el primero como Marco Aurelio).
Han transcurrido cinco décadas desde la aparición de esa gran novela. La irrupción de Internet ha dado lugar, entre otros motivos y tal como he indicado, a que haya bajado el nivel de lectura del libro impreso. De todos modos, todavía hay amantes del papel que desean sumergirse en el sosiego de la lectura tranquila y pausada que proporcionan el contemplar las hojas y el pasar una a una las páginas del libro que están leyendo.
Por mi parte, he vuelto a mirar en la biblioteca que tengo en casa y he localizado el antiguo ejemplar de Cien años de soledad que dormía acompañado de otros libros en los anaqueles.
De nuevo, he deseado revivir la historia de Macondo y de los singulares personajes que habitan este lugar imaginario, y he iniciado el ritual del camino con esas palabras ya inolvidables: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...”. Inolvidable apertura para comenzar la ruta en dirección hacia un mundo sorprendente y extraño, escrito con magistral destreza.
AURELIANO SÁINZ