Irene siempre fue la fiel compañera de Pedro Iriarte. Está al otro lado. En su imaginación. Se la inventó hace mucho tiempo. Durante su infancia, Pedro Iriarte, como todos los niños, se buscó un amigo imaginario. Él en este caso prefirió dibujar en su mente a una amiga. La llamó Irene. Fue su compañera en los primeros juegos.
Con tan solo cuatro años Irene lo despertaba por las noches y viajaban juntos entre lechugas de menta y plátanos de limón. Ella siempre estuvo a su lado, acompañando a sus sueños. Viajando entre la nada con placeres prestados.
Cuando Pedro Iriarte fue adolescente Irene lo abandonó con un beso. Antes de marcharse, ella, le dejó acariciar sus senos de agua. La culpa la tuvo una joven de carne y hueso que provocó las primeras fantasías reales de Pedro Iriarte.
En aquellos años de juventud él no soñó con Irene. Estuvo despierto a causa de los besos rojos, con sabor a fresa y a carne de mujer. A deseo terrenal. Él se enamoró. Fue la pretensión más humana y posible.
Pedro Iriarte vivió entre la madurez de los hombres que ya no son niños. Conoció el roce de los cuerpos, y las caricias permitidas. Los años cargaron a Pedro Iriarte de momentos llenos de felicidad. De instantes miserables y de monotonías expertas en el aburrimiento.
Irene se disolvió entre sus recuerdos. Ella desapareció y mutiló su huella. Los años cada vez se hacían más cortos. La gente mayor suele exprimir las horas del reloj en segundos.
Pasó el tiempo. Ocurrió en la última tarde de su vida, cuando la muerte le sopló al oído. A él no le gustaba adormecerse a esas horas de la tarde, porque intuyó que cuando llegara su final, sería en el sillón, sentado, y al atardecer. Igual que le ocurrió a su abuelo Gonzalo.
Quería que la muerte lo cogiera despierto. Su madre siempre le recordó como en una letanía las últimas palabras que su abuela dirigió a su marido: “Gonzalo, Gonza, ¿Estás dormido?". Su abuelo no despertó. Pasó del sueño a la muerte. Sin la transición de un beso. Sin las lágrimas necesarias. Sin el miedo al otro lado. Se fue sin despedirse. En el transcurso de una siesta andaluza. Ladeando la cabeza a la izquierda. Se fue con un gran ronquido. Sentado en su sillón favorito.
Pedro Iriarte anduvo con mucho cuidado para no morirse dormido como su abuelo. Él quería caminar hasta el fondo con los ojos abiertos. Conocer el final en todas sus formas. Dar la bienvenida a la eternidad con plena lucidez.
Fue entonces en aquella tarde, cuando oyó aquella expresión tan familiar. “Hoy cumplo 24 años”, le dijo una voz que se confundió con esos primeros minutos de la somnolencia. “¿Recuerdas? ¿No me vas a felicitar?”
Pedro no tenía ganas de levantarse. Cuando uno se está muriendo no está para bromas. “¿Quién eres?”, preguntó el durmiente. “Soy yo, Irene" -contestó ella- "la que nunca se fue, la que siempre estuvo contigo. Aquella niña que despediste hace muchos años con un beso. Aquella adolescente a la que besaste por primera vez, y acariciaste sus senos como el que roza una nube. Yo también he crecido y ahora quiero jugar contigo”.
“Para eso estoy yo... para jugar...”, contestó el moribundo Iriarte. “Tú déjame a mí”, dijo Irene, “déjame hacer. Cierra los ojos y dame un beso”. Llegaron las manos, las caricias y los revolcones sin sombra.
Pedro Iriarte hizo el amor por primera vez con Irene, la compañera de la infancia que estuvo con él hasta el último minuto. Porque la conciencia, aunque se llame Irene, no abandona al cuerpo hasta que comienza el frío.
Con tan solo cuatro años Irene lo despertaba por las noches y viajaban juntos entre lechugas de menta y plátanos de limón. Ella siempre estuvo a su lado, acompañando a sus sueños. Viajando entre la nada con placeres prestados.
Cuando Pedro Iriarte fue adolescente Irene lo abandonó con un beso. Antes de marcharse, ella, le dejó acariciar sus senos de agua. La culpa la tuvo una joven de carne y hueso que provocó las primeras fantasías reales de Pedro Iriarte.
En aquellos años de juventud él no soñó con Irene. Estuvo despierto a causa de los besos rojos, con sabor a fresa y a carne de mujer. A deseo terrenal. Él se enamoró. Fue la pretensión más humana y posible.
Pedro Iriarte vivió entre la madurez de los hombres que ya no son niños. Conoció el roce de los cuerpos, y las caricias permitidas. Los años cargaron a Pedro Iriarte de momentos llenos de felicidad. De instantes miserables y de monotonías expertas en el aburrimiento.
Irene se disolvió entre sus recuerdos. Ella desapareció y mutiló su huella. Los años cada vez se hacían más cortos. La gente mayor suele exprimir las horas del reloj en segundos.
Pasó el tiempo. Ocurrió en la última tarde de su vida, cuando la muerte le sopló al oído. A él no le gustaba adormecerse a esas horas de la tarde, porque intuyó que cuando llegara su final, sería en el sillón, sentado, y al atardecer. Igual que le ocurrió a su abuelo Gonzalo.
Quería que la muerte lo cogiera despierto. Su madre siempre le recordó como en una letanía las últimas palabras que su abuela dirigió a su marido: “Gonzalo, Gonza, ¿Estás dormido?". Su abuelo no despertó. Pasó del sueño a la muerte. Sin la transición de un beso. Sin las lágrimas necesarias. Sin el miedo al otro lado. Se fue sin despedirse. En el transcurso de una siesta andaluza. Ladeando la cabeza a la izquierda. Se fue con un gran ronquido. Sentado en su sillón favorito.
Pedro Iriarte anduvo con mucho cuidado para no morirse dormido como su abuelo. Él quería caminar hasta el fondo con los ojos abiertos. Conocer el final en todas sus formas. Dar la bienvenida a la eternidad con plena lucidez.
Fue entonces en aquella tarde, cuando oyó aquella expresión tan familiar. “Hoy cumplo 24 años”, le dijo una voz que se confundió con esos primeros minutos de la somnolencia. “¿Recuerdas? ¿No me vas a felicitar?”
Pedro no tenía ganas de levantarse. Cuando uno se está muriendo no está para bromas. “¿Quién eres?”, preguntó el durmiente. “Soy yo, Irene" -contestó ella- "la que nunca se fue, la que siempre estuvo contigo. Aquella niña que despediste hace muchos años con un beso. Aquella adolescente a la que besaste por primera vez, y acariciaste sus senos como el que roza una nube. Yo también he crecido y ahora quiero jugar contigo”.
“Para eso estoy yo... para jugar...”, contestó el moribundo Iriarte. “Tú déjame a mí”, dijo Irene, “déjame hacer. Cierra los ojos y dame un beso”. Llegaron las manos, las caricias y los revolcones sin sombra.
Pedro Iriarte hizo el amor por primera vez con Irene, la compañera de la infancia que estuvo con él hasta el último minuto. Porque la conciencia, aunque se llame Irene, no abandona al cuerpo hasta que comienza el frío.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA