En un artículo anterior decíamos que la indiferencia empobrece al indiferente, hace que se encierre en sí mismo generando incomunicación. Quede claro que de la indiferencia no puede brotar el entendimiento entre las personas y, como consecuencia directa, falla la comunicación, factor básico en nuestro con-vivir diario.
Mal que nos pese, somos seres sociales que necesitamos de los demás, aunque a veces parezca lo contrario. A través de la comunicación y de las relaciones interpersonales los seres humanos nos enriquecemos. El diálogo y la escucha activa son armas valiosas para luchar contra la indiferencia, contra cualquier muro que nos separe y el odio es una vil empalizada donde masacramos a nuestros iguales.
Dicho murallón solo puede derribarse si somos capaces de abrirnos a lo que nos puedan transmitir los demás. No olvidemos que el diálogo es un valor propio de personas sabias y maduras que quieren crecer, que no viven deseando el mal ajeno. Hablar de odio es manifestar un sentimiento negativo que desea el mal por el mal.
El lenguaje del odio no es de hoy ni de ayer, viene de muy lejos. Hasta hace poco se decía que en el país de “Apaña” (léase España) la lacra, “vicio físico o moral que marca a quien lo tiene”, era la envidia, pecado capital que nos caracterizaba ante la opinión de los demás. A estas alturas del siglo XXI tengo serias dudas de dicha afirmación.
Creo que el odio va ganando espacio a pasos de gigante y se extiende como mancha de aceite en la política, en la vida diaria. Un odio que no tiene color puesto que es tanto de izquierdas como de derechas; un odio que parece querer destruir una sociedad que habíamos creado con un esfuerzo ímprobo, donde se suponía que cabíamos todos. Un odio que nos llevó a una maldita guerra incivil.
Victoria Camps, a mi modesto entender, dice muy acertadamente en su ensayo Elogio de la duda: “Vivimos en tiempos de extremismos, antagonismos y confrontaciones. A todos los niveles y en todos los ámbitos, pero sobre todo en el político. Una actitud que potencia a su gusto los escenarios mediáticos y que sube de tono gracias a la facilidad con que las redes sociales brindan la ocasión de apretar el gatillo contra cualquiera cuyo comportamiento o mera presencia incomoda”. Más claro, agua.
Salgamos de una vez por todas de ese manido “Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”, expresión cargada de egoísmo, aunque en el mejor de los casos se pueda aceptar como muestra de autosuficiencia. Por cierto, dicha expresión procede de la poesía satírica de Quevedo, uno de nuestros escritores del llamado Siglo de Oro de la literatura.
Decía líneas más arriba que no solemos desear el mal de los otros. Matizo porque dicha afirmación no siempre es verdad. En nuestro mundo actual vomitar “injurias, dicterios, maldiciones” en las redes contra las personas se ha convertido en el deporte nacional. ¿O debo decir estatal por aquello de las multiespañas?
Los últimos meses han sido ricos y fructíferos en “dimes y diretes”, en comentarios y cotilleos mordaces, hirientes contra personas, circunstancias en muchos de los casos sin fundamento, por el placer de herir.
Vuelvo a echar mano de las palabras de Umberto Eco cuando con insistencia decía que “un imbécil” (palabra cuyo significado va mas allá del que le damos modernamente), desde las redes sociales vomita…. y todos le hacemos coro y aplaudimos. Aquí vienen a cuento las palabras atribuidas al filósofo Aristóteles: “el ignorante afirma sin dudar mientras que el sabio duda y en consecuencia reflexiona”.
Antes, dicho mercachifle vociferaba en la taberna acompañando sus diatribas de un vaso de vino y hasta se marchaba contento a comer porque se había desahogado dando su erudito parecer… y sus improperios pasaban sin pena ni gloria.
Si hacemos memoria brotan quintales de ejemplos. El tema da para mucho pero lo dejo para que repose y pasen los efluvios de la charlatanería, de la borrachera de verborragia, de la incontrolada diarrea de opiniones contra “determinada gentuza”, solemos decir en nuestro descargo. Y por “arte de birlibirloque”, de encantamiento o magia, surgen las condenas populares, los juicios paralelos (¿para lelos?).
¡Cómo cambian los tiempos! Todo cambia, por aquello de renovarse o morir y ahora la soflama contra las personas se “cuelga” en las redes y se dicen barbaridades sin pensar las consecuencias ni el daño que se puede estar haciendo. El chismorreo virtual se ha convertido en el deporte preferido. Y aquí pide paso el odio que brota como yerbajos en los bardales. Y el estercolero de las redes es abono, enriquecido para ello.
No olvido que todos podemos opinar, que somos libres de hacer uso de ese supuesto derecho. Pero no olvido que si al hacerlo ofendemos, mal-queremos, despreciamos, juzgamos y a la par condenamos alegremente estamos cometiendo una grave injusticia, contra el honor, contra la fama, la integridad moral del otro. Opinar es muy fácil, ser respetuoso y justo ya es harina de otro costal.
Muestra de ello son las vomiteras que encharcan las redes con determinadas peroratas –ejemplos recientes hay a “mogollón”–, o ante determinados asuntos, unos políticos (el color ya no importa aunque la inquina nos haga disparar mas mierda contra unos colores que contra otros) o sociales, deportivos o festeros donde la vomitera es nauseabunda. Insultamos con asombrosa facilidad; injuriamos a “cara de perro” porque el anonimato de las redes está preparado para valientes adalides de lenguas bífidas.
No voto ni milito en la derecha pero no por ello deseo ni atizo el fuego del odio contra nadie. No soy aficionado a los toros pero no por ello condeno a muerte a un niño con cáncer que quiere torear. No me meo en la tumba del muerto ni en el padre o la madre que lo parió.
Me encantan los animales y los respeto, sobre todo a los humanos, pero no por ello doy los mismos derechos a los animales irracionales que a los animales humanos (a veces dichos mostrencos se muestran más sandios que los llamados cuadrúpedos). Claro que de todo tiene que haber en el huerto.
Por desgracia para todos, aquí no hay buenos o malos. Hay personas con sentido común o eunucos mentales (castrados, capados). Necios ocultos tras el burladero del cómodo anonimato que les permite escupir contra vivos y muertos, niños y mayores, inocentes y culpables y en caso de no ser culpables los juicios paralelos conseguirán que lo sean.
Aunque estoy muy de acuerdo con Fernando Savater en que “no todas las opiniones son validas”, máxime cuando ofenden, denigran e incluso hacen juicios paralelos. Sin embargo seguimos machacando a quien sea con nuestras eruditas opiniones.
No deja de sorprenderme esa “animafilía” (amor a los animales) frente a una creciente “humanofobia” (rechazo, deseo de mal, aversión) contra los humanos. Pero maticemos. Aquellos que no comparten mis deseos, mis gustos, mis opiniones políticas o religiosas, por aquello de que yo estoy en la verdad (fanatismo político, religioso, lúdico se llama a esa postura) y tú estás fuera de juego, son tan dignos de respeto, de tener en cuenta como quien expresa la postura contraria.
Alguna vez lo he dicho y no me importa repetirme: odio la violencia, venga de donde venga. Creo en la convivencia que no siempre es un jardín de rosas, pero que tiene más ventajas que inconvenientes. Que nos necesitamos unos a otros porque, como seres sociales, vivimos en compañía.
Mal que nos pese, somos seres sociales que necesitamos de los demás, aunque a veces parezca lo contrario. A través de la comunicación y de las relaciones interpersonales los seres humanos nos enriquecemos. El diálogo y la escucha activa son armas valiosas para luchar contra la indiferencia, contra cualquier muro que nos separe y el odio es una vil empalizada donde masacramos a nuestros iguales.
Dicho murallón solo puede derribarse si somos capaces de abrirnos a lo que nos puedan transmitir los demás. No olvidemos que el diálogo es un valor propio de personas sabias y maduras que quieren crecer, que no viven deseando el mal ajeno. Hablar de odio es manifestar un sentimiento negativo que desea el mal por el mal.
El lenguaje del odio no es de hoy ni de ayer, viene de muy lejos. Hasta hace poco se decía que en el país de “Apaña” (léase España) la lacra, “vicio físico o moral que marca a quien lo tiene”, era la envidia, pecado capital que nos caracterizaba ante la opinión de los demás. A estas alturas del siglo XXI tengo serias dudas de dicha afirmación.
Creo que el odio va ganando espacio a pasos de gigante y se extiende como mancha de aceite en la política, en la vida diaria. Un odio que no tiene color puesto que es tanto de izquierdas como de derechas; un odio que parece querer destruir una sociedad que habíamos creado con un esfuerzo ímprobo, donde se suponía que cabíamos todos. Un odio que nos llevó a una maldita guerra incivil.
Victoria Camps, a mi modesto entender, dice muy acertadamente en su ensayo Elogio de la duda: “Vivimos en tiempos de extremismos, antagonismos y confrontaciones. A todos los niveles y en todos los ámbitos, pero sobre todo en el político. Una actitud que potencia a su gusto los escenarios mediáticos y que sube de tono gracias a la facilidad con que las redes sociales brindan la ocasión de apretar el gatillo contra cualquiera cuyo comportamiento o mera presencia incomoda”. Más claro, agua.
Salgamos de una vez por todas de ese manido “Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”, expresión cargada de egoísmo, aunque en el mejor de los casos se pueda aceptar como muestra de autosuficiencia. Por cierto, dicha expresión procede de la poesía satírica de Quevedo, uno de nuestros escritores del llamado Siglo de Oro de la literatura.
Decía líneas más arriba que no solemos desear el mal de los otros. Matizo porque dicha afirmación no siempre es verdad. En nuestro mundo actual vomitar “injurias, dicterios, maldiciones” en las redes contra las personas se ha convertido en el deporte nacional. ¿O debo decir estatal por aquello de las multiespañas?
Los últimos meses han sido ricos y fructíferos en “dimes y diretes”, en comentarios y cotilleos mordaces, hirientes contra personas, circunstancias en muchos de los casos sin fundamento, por el placer de herir.
Vuelvo a echar mano de las palabras de Umberto Eco cuando con insistencia decía que “un imbécil” (palabra cuyo significado va mas allá del que le damos modernamente), desde las redes sociales vomita…. y todos le hacemos coro y aplaudimos. Aquí vienen a cuento las palabras atribuidas al filósofo Aristóteles: “el ignorante afirma sin dudar mientras que el sabio duda y en consecuencia reflexiona”.
Antes, dicho mercachifle vociferaba en la taberna acompañando sus diatribas de un vaso de vino y hasta se marchaba contento a comer porque se había desahogado dando su erudito parecer… y sus improperios pasaban sin pena ni gloria.
Si hacemos memoria brotan quintales de ejemplos. El tema da para mucho pero lo dejo para que repose y pasen los efluvios de la charlatanería, de la borrachera de verborragia, de la incontrolada diarrea de opiniones contra “determinada gentuza”, solemos decir en nuestro descargo. Y por “arte de birlibirloque”, de encantamiento o magia, surgen las condenas populares, los juicios paralelos (¿para lelos?).
¡Cómo cambian los tiempos! Todo cambia, por aquello de renovarse o morir y ahora la soflama contra las personas se “cuelga” en las redes y se dicen barbaridades sin pensar las consecuencias ni el daño que se puede estar haciendo. El chismorreo virtual se ha convertido en el deporte preferido. Y aquí pide paso el odio que brota como yerbajos en los bardales. Y el estercolero de las redes es abono, enriquecido para ello.
No olvido que todos podemos opinar, que somos libres de hacer uso de ese supuesto derecho. Pero no olvido que si al hacerlo ofendemos, mal-queremos, despreciamos, juzgamos y a la par condenamos alegremente estamos cometiendo una grave injusticia, contra el honor, contra la fama, la integridad moral del otro. Opinar es muy fácil, ser respetuoso y justo ya es harina de otro costal.
Muestra de ello son las vomiteras que encharcan las redes con determinadas peroratas –ejemplos recientes hay a “mogollón”–, o ante determinados asuntos, unos políticos (el color ya no importa aunque la inquina nos haga disparar mas mierda contra unos colores que contra otros) o sociales, deportivos o festeros donde la vomitera es nauseabunda. Insultamos con asombrosa facilidad; injuriamos a “cara de perro” porque el anonimato de las redes está preparado para valientes adalides de lenguas bífidas.
No voto ni milito en la derecha pero no por ello deseo ni atizo el fuego del odio contra nadie. No soy aficionado a los toros pero no por ello condeno a muerte a un niño con cáncer que quiere torear. No me meo en la tumba del muerto ni en el padre o la madre que lo parió.
Me encantan los animales y los respeto, sobre todo a los humanos, pero no por ello doy los mismos derechos a los animales irracionales que a los animales humanos (a veces dichos mostrencos se muestran más sandios que los llamados cuadrúpedos). Claro que de todo tiene que haber en el huerto.
Por desgracia para todos, aquí no hay buenos o malos. Hay personas con sentido común o eunucos mentales (castrados, capados). Necios ocultos tras el burladero del cómodo anonimato que les permite escupir contra vivos y muertos, niños y mayores, inocentes y culpables y en caso de no ser culpables los juicios paralelos conseguirán que lo sean.
Aunque estoy muy de acuerdo con Fernando Savater en que “no todas las opiniones son validas”, máxime cuando ofenden, denigran e incluso hacen juicios paralelos. Sin embargo seguimos machacando a quien sea con nuestras eruditas opiniones.
No deja de sorprenderme esa “animafilía” (amor a los animales) frente a una creciente “humanofobia” (rechazo, deseo de mal, aversión) contra los humanos. Pero maticemos. Aquellos que no comparten mis deseos, mis gustos, mis opiniones políticas o religiosas, por aquello de que yo estoy en la verdad (fanatismo político, religioso, lúdico se llama a esa postura) y tú estás fuera de juego, son tan dignos de respeto, de tener en cuenta como quien expresa la postura contraria.
Alguna vez lo he dicho y no me importa repetirme: odio la violencia, venga de donde venga. Creo en la convivencia que no siempre es un jardín de rosas, pero que tiene más ventajas que inconvenientes. Que nos necesitamos unos a otros porque, como seres sociales, vivimos en compañía.
PEPE CANTILLO