Ubaldo Albolafia creía que había vida después de la muerte. Por eso, siempre intentó tener bien ordenada su herencia para que no lo pillaran por sorpresa. Incluyendo la colección de los cómics de Hazañas Bélicas, legados a su nieto.
A Ubaldo no le molestaba el hecho de morirse, sino saber que su propia familia tendría que soportar el pésame y las condolencias que vienen más tarde. Los que asisten a un funeral en la iglesia desfilan uno a uno por delante de los dolientes dejando caer su cabeza con pesadez, en una especie de última reverencia hacia el difunto y hacia sus familiares. Los hombres de la familia a la izquierda del altar, y las mujeres, a la derecha. Todo con una solemnidad desgarradora.
Ubaldo, cuando asistía a funerales, siempre se imaginaba dentro del ataúd, muerto, delante de todos. Muerto, con la piel fría, con la sangre coagulada, y con el pensamiento retenido en la última imagen de su vida, el último instante de su conciencia.
Lo que pasa después, ya nadie lo sabe, es cuestión de los muertos. Sus familiares fallecidos nunca se lo contaron cuando se dormía asustado y soñaba con ellos. Él les preguntaba por el lugar donde se encontraban. Nadie respondía a sus preguntas turbadas. A sus dudas o a sus miedos. En sus pesadillas los veía a todos con el mismo aspecto y con la misma seriedad lejana.
En su familia, todos los varones fallecían al cumplir los cincuenta años. Su tío Jorge fue la excepción. Murió más joven, con cuarenta y nueve años, a dos días de cumplir los cincuenta. Los Albolafia heredaban una malformación genética que les reventaba las venas del cerebro cuando pasaban del medio siglo, y eso les ocurrió a todos. Nadie se libraba, y aunque Ubaldo estaba enterado, él siempre albergó esperanzas de morirse con tiempo, como Dios manda. Sin sustos, sin ansiedades. Para poder pasar en paz la transición de la vida a la muerte, y después, volver a la existencia en otra forma.
Y como estaba previsto, la maldición de la estirpe se cumplió.
Aquella tarde tenía todos los colores. El color gris de las tormentas, las nubes espesas y espumosas que parecían que guardaban enanos gorditos. Ese día estaba impregnado de olores de la infancia. La fragancia del trigo en verano, la tierra recién mojada por un chaparrón, y el olor a chicle de fresa masticado por una adolescente que había sido su novia cuando él tenía nueve años.
Ubaldo Albolafia se murió una de esas tardes en las que nadie tiene derecho a morirse. Se fue por sorpresa, casi sin enterarse. Por esa condena que padecían todos los varones que llevaban en sus venas la sangre maldita de la familia.
Al final se iría para siempre en las mismas circunstancias que todos sus antepasados. Con la cabeza reventada por dentro. Ubaldo experimentó en directo la extinción de su cuerpo y vio a su conciencia desvanecerse. Se murió como todos, a los cincuenta. Con la exactitud de un reloj. A la misma hora de su nacimiento. Se fue preguntándole a su mujer si el reloj del salón estaba adelantado.
A Ubaldo no le molestaba el hecho de morirse, sino saber que su propia familia tendría que soportar el pésame y las condolencias que vienen más tarde. Los que asisten a un funeral en la iglesia desfilan uno a uno por delante de los dolientes dejando caer su cabeza con pesadez, en una especie de última reverencia hacia el difunto y hacia sus familiares. Los hombres de la familia a la izquierda del altar, y las mujeres, a la derecha. Todo con una solemnidad desgarradora.
Ubaldo, cuando asistía a funerales, siempre se imaginaba dentro del ataúd, muerto, delante de todos. Muerto, con la piel fría, con la sangre coagulada, y con el pensamiento retenido en la última imagen de su vida, el último instante de su conciencia.
Lo que pasa después, ya nadie lo sabe, es cuestión de los muertos. Sus familiares fallecidos nunca se lo contaron cuando se dormía asustado y soñaba con ellos. Él les preguntaba por el lugar donde se encontraban. Nadie respondía a sus preguntas turbadas. A sus dudas o a sus miedos. En sus pesadillas los veía a todos con el mismo aspecto y con la misma seriedad lejana.
En su familia, todos los varones fallecían al cumplir los cincuenta años. Su tío Jorge fue la excepción. Murió más joven, con cuarenta y nueve años, a dos días de cumplir los cincuenta. Los Albolafia heredaban una malformación genética que les reventaba las venas del cerebro cuando pasaban del medio siglo, y eso les ocurrió a todos. Nadie se libraba, y aunque Ubaldo estaba enterado, él siempre albergó esperanzas de morirse con tiempo, como Dios manda. Sin sustos, sin ansiedades. Para poder pasar en paz la transición de la vida a la muerte, y después, volver a la existencia en otra forma.
Y como estaba previsto, la maldición de la estirpe se cumplió.
Aquella tarde tenía todos los colores. El color gris de las tormentas, las nubes espesas y espumosas que parecían que guardaban enanos gorditos. Ese día estaba impregnado de olores de la infancia. La fragancia del trigo en verano, la tierra recién mojada por un chaparrón, y el olor a chicle de fresa masticado por una adolescente que había sido su novia cuando él tenía nueve años.
Ubaldo Albolafia se murió una de esas tardes en las que nadie tiene derecho a morirse. Se fue por sorpresa, casi sin enterarse. Por esa condena que padecían todos los varones que llevaban en sus venas la sangre maldita de la familia.
Al final se iría para siempre en las mismas circunstancias que todos sus antepasados. Con la cabeza reventada por dentro. Ubaldo experimentó en directo la extinción de su cuerpo y vio a su conciencia desvanecerse. Se murió como todos, a los cincuenta. Con la exactitud de un reloj. A la misma hora de su nacimiento. Se fue preguntándole a su mujer si el reloj del salón estaba adelantado.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA